miércoles, 17 de agosto de 2016

VAN GOGH Y EL BOSCO REVISITADOS: SOBRE LA DERIVA ESPECTRAL DEL ARTE Y LA PARÁLISIS DE LA CRÍTICA


EL JARDÍN INFINITO - MUSEO DEL PRADO: hasta 02/10/16
VAN GOGH ALIVE - TOUR MUNDIAL (actualmente Bogotá)

“De este modo, queda planteada la principal exigencia a la filosofía de hoy, mientras que se afirma al mismo tiempo que es posible de satisfacer: tal exigencia es la que consiste en acometer, bajo la típica que se corresponde al pensamiento kantiano, la fundamentación epistemológica de un concepto superior de experiencia”. Quien así se expresa es un joven Benjamin de apenas veinticinco años –1917–, que en este texto titulado Sobre el programa de la filosofía venidera deja planteados los problemas a los que debería hacer frente la filosofía.
La crítica a la epistemología kantiana le sirve de trampolín de salida desde donde empezar a tejer una amplia red de motivos que, sin duda, atraviesan todo el siglo XX llegando hasta nosotros y cuyo núcleo bien puede aludir a cómo alentar la esperanza, algún tipo de esperanza, dentro de una Historia que avanza a golpe de martillo y bayoneta. Benjamin, intuimos, no lo sabía en aquella lejana fecha. Pero algo debió de barruntar en su mente al pensar en esta exigencia fundamental para una filosofía que, apoltronada sobre una lista de categorías más que escasa y ridícula, reducía la experiencia a los parabienes del pensamiento ilustrado, ahí donde Historia y progreso aliaron sus fuerzas para cerrar la totalidad sobre sí misma.
Pero, ¿y en todo este tiempo?, ¿en este casi siglo que ha pasado desde que esa necesidad fue formulada? Pues muy sencillo: entre una política de la estética que acaba en propaganda y una estética de la política que trabaja para lograr una estetización global de los mundos de vida a nivel mundial, el arte –engullido en lo que es ya una institucionalización sistémica– ha ido perdiendo terreno y ya difícilmente es capaz siquiera de hacer tintinear una leve esperanza que, aunque no para nosotros, se nos muestre en su negatividad.
Ante esto una observación: si nos hemos ido tan rápidamente del campo de la filosofía al del arte es porque es en el terreno de juego de este último donde la partida por nuestra emancipación se juega más radicalmente, donde los agenciamientos de sensibilidades hacen aparecer a la sociedad en toda su contradictoria destinación y porque en definitiva es el arte desde su inclusión dentro del ámbito de la reproductibilidad técnica lo que tiene un nuevo fundamento social: la política, comprendida ésta, claro está, no ya como disputa por el poder sino como su más directo ejercicio por parte del nosotros. Es Benjamin, sin duda, uno de los primeros en darse cuenta de que esa exigencia para la filosofía contemporánea solo tenía cabida dentro del arte.


Desde este punto de partida que hemos puesto someramente sobre la mesa, exposiciones como la de El jardín infinito en el Museo del Prado o Van Gogh alive actualmente en Bogotá pero involucrada en un tour mundial que le ha llevado de Anchorange a Berlín y de Turín a Santiago de Chile, no son sino la constatación plena y fragante de que el arte no es sino el emplazamiento perfecto desde donde cortar de raíz toda posibilidad de una experiencia con la que poder alentar esa esperanza que habita huérfana en el vibrar de nuestras vidas. El arte, por tanto, como dispositivo que optimiza el hecho de que, como señala Adorno al inicio de Minima Moralia, “lo que en un tiempo fue para los filósofos la vida, se ha convertido en la esfera de lo privado, y aún después simplemente del consumo, que como apéndice del proceso material de la producción se desliza con éste sin autonomía y sin sustancia propia”.
Y lo hace, como no, invirtiendo las tesis de la ideología homogénea y ofreciéndonos el pharmakon que necesitamos para alentar nuestras resquebrajadas vidas. El arte se postula como garante de experiencia –eso que demandaba Benjamin en sus años de juventud– capaz de superar el simulacro merced al cual la realidad está siendo licuada a través del espectáculo y los mass media cuando, por el contrario,  no es sino la más rotunda confirmación de que somos ya incapaces de mediar una experiencia con la realidad y que todo ha de ir mediado por un juego de apariencias que, alentando la posibilidad de superar nuestra angustia vital por un mundo que se va por el sumidero, nos sostenga al menos en la fantasía de que todo va como la seda.  Y es que, pase lo que pase, el arte nos brinda la posibilidad de ocultar nuestro más preciado secreto: que somos unos póstumos incapaces ya de lidiar con una realidad que desaparece bajo nuestros pies.
En este sentido, si uno escucha a los artistas de El jardín infinito, Álvaro Perdices y Andrés Sanz, no dejan de repetir lo mismo: sumergirse, adentrarse, compartir este mundo, entrar dentro, meterse dentro de la pintura, participar. Es decir, cuando ya hemos perdido la capacidad estética de mirar un cuadro, el arte nos da eso que nos falta al precio, eso sí, de elevar al arte a mecánica ideológica de primer orden. Y es que, como señalaba Benjamin en El arte en la era de la reproductibilidad técnica, “’acercar’ las cosas, en términos espaciales y humanos, es precisamente un deseo tan apasionado de las masas actuales como lo es su tendencia a una superación del carácter único de cada acontecimiento mediante la acogida de su reproducción”. Para eso, en definitiva, trabaja el arte: el arte trabaja a favor de la política mundial llamada nihilismo; el arte trabaja para que se imponga la lógica “de lo igual en el mundo”, para que el “desierto de lo real” sea nuestro jardín de bolas donde brincar despreocupados y felices.


 Pero no nos dejemos llevar por el entusiasmo de poner a caldo una determinada propuesta desde parámetros que, de una u otra manera, son conocidos por todos. Más bien todo lo contrario. Aquí, como en otras muchas cosas seguimos a Adorno cuando en Crítica de la cultura y la sociedad señala que “la crítica no tiene que buscar los interés determinados de los que los fenómenos culturales forman parte, sino descifrar qué sale a la luz de ellos de la tendencia de la sociedad a través de la cual se realizan los intereses más poderosos”. Más aún cuando en Minima Moralia señala que “en la edad de su decadencia, la experiencia que el individuo tiene de sí mismo y de lo que le acontece contribuye a su vez a un conocimiento que él simplemente encubría durante el tiempo en que, como categoría dominante, se afirmaba sin fisuras”.
Dicho de otra manera: la crítica –más aún, en el momento en el que nos encontramos de una necesaria crítica a la crítica ideológica– no ha de contentarse con señalar los “intereses creados” ni tampoco con mostrar cómo el arte opera aún prometiéndonos una verdad debajo de una experiencia “verdadera”. Y no lo debe hacer –no lo debemos hacer– no porque en tal caso nuestra crítica quedaría en poca cosa sino, más radicalmente porque, otra vez con Adorno, “la crítica de la cultura es ideología en la medida en que es meramente crítica de la ideología”. Es decir, porque caeríamos nosotros y nuestra crítica en ideológica.
Es precisamente en este punto donde nuestro texto tiene que remontar el vuelo que le haga desmarcarse de los lugares comunes de la denuncia por la masificación espectacular del arte y demás puntos comunes que, como decimos, no hacen sino recaer en ideología. Porque, de hecho, todos lo sabemos, todos podríamos señalar con un dedo aristocrático que “para eso hemos quedado”, que para eso ha quedado la pintura de van Gogh o El Bosco, para servir de reclamo para un nuevo parque de atracciones. Todos sabemos que el arte –y no hace poner estos dos eventos hipertecnificados– está masificado y  no es fiel a lo que debiera ser su destino. Pero ese saber, así tal cual, es un saber que puesto encima de la palestra es ideológico al ir en la misma dirección que una ideología estética que nos permite saber la falsedad del arte sin menoscabo alguno para su apuntalamiento.
Y aquí es donde empieza la dificultad de este texto y, creemos, de toda la crítica. Porque deberíamos ser capaces, según Adorno, de descifrar tendencias en los fenómenos culturales y de qué manera éstos cobijan los intereses de los grupos hegemónicos. Deberíamos, en definitiva, poner encima de la mesa otro saber que rompiera con esa continuidad hegemónica de un saber acerca de la ideología que no tenga miedo de enseñarnos sus tripas, sus mecanismos de coacción y adiestramiento. Ese saber sería el de un no-saber disyuntivo y suspendido, el no-saber generado por una experiencia sin finalidad capaz de rasgar la continuidad fáctica de las expectativas, de crear una falla en la vibración sostenida de una vida y desplazarla de sus lugares consensuados de lo decible, lo posible y lo pensable.


Pero eso es, prácticamente, imposible. De ahí, pienso, el mal momento de la crítica; de ahí, pienso, lo mal considerada que está. En un texto de Daniel Innerarity publicado en esferapública acerca precisamente de la dificultad de la crítica el autor sostiene que “podríamos afirmar que el poder de un sistema es completo cuando consigue introducir la negación del sistema en el sistema mismo”.  Y eso, justamente, es lo que ha pasado: que, como ya señaló Brea en un texto acerca de las retóricas de la resistencia, “las ideas dominantes no son nunca verdaderamente las ideas de la clase dominante”. Es decir: el poder hegemónico está desplazado, invertido para ser más preciso, y lo que ha conseguido con tal movimiento es anular el poder de una negatividad que como reverso tenebroso hacía temblar la lógica del concepto desde su interior.
Así las cosas, y en lo que a nosotros concierne: ¿cómo elaborar una crítica de estos fenómenos estéticos que no recaiga en ideología? Todos sabemos a qué vamos allí; todos sabemos que hemos de ir; todos sabemos que la experiencia que nos proporcionará será incluso mínimamente satisfactoria desde ciertos parámetros aunque, de facto, sabemos que la propia experimentación lo que consigue es socavar el impulso dialéctico del propio arte. Es decir: todos sabemos lo que hay que saber; no existe por tanto exterioridad desde donde realizar una crítica a la crítica ideológica. La supuesta negatividad que tuviera que desprenderse de tal trabajo está ya incluida en el debe de la propia mecánica ideológica.
¿Qué hacer por tanto? Esta es la cuestión de la crítica, una cuestión que ya anticipa la respuesta: sostener su imposibilidad, hacerla patente, mostrar que no hay emplazamiento exterior donde situarse, mostrar sus estigmas y sus síntomas. Realizar el signo impotente por antonomasia: lanzar –proferir mejor– un grito inaudible pero con la capacidad de atravesar la temporalidad del aquí y ahora. En suma: enviar una sonda al futuro, un SOS a un tiempo por venir que retroactivamente nos salve de nuestra situación de habitantes de las postrimerías.
¿No es eso una experiencia radical?, ¿no es eso una experiencia capaz de trasmitir una potencial esperanza capaz de tomar aunar las temporalidad heterocrónicas del ayer, del hoy y del mañana?, ¿no es, por último, eso lo que decía Benjamin será el programa de una filosofía venidera?
En suma: la filosofía da cumplimiento a su destino en cuanto crítica a la crítica ideológica siendo la crítica de arte una de sus formas principales.

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