EL JARDÍN INFINITO - MUSEO DEL PRADO: hasta 02/10/16
VAN GOGH ALIVE - TOUR MUNDIAL (actualmente Bogotá)
“De este modo, queda planteada la
principal exigencia a la filosofía de hoy, mientras que se afirma al mismo
tiempo que es posible de satisfacer: tal exigencia es la que consiste en acometer,
bajo la típica que se corresponde al pensamiento kantiano, la fundamentación
epistemológica de un concepto superior de experiencia”. Quien así se expresa es
un joven Benjamin de apenas
veinticinco años –1917–, que en este texto titulado Sobre el programa de la filosofía venidera deja planteados los
problemas a los que debería hacer frente la filosofía.
La crítica a la epistemología kantiana
le sirve de trampolín de salida desde donde empezar a tejer una amplia red de
motivos que, sin duda, atraviesan todo el siglo XX llegando hasta nosotros y
cuyo núcleo bien puede aludir a cómo alentar la esperanza, algún tipo de
esperanza, dentro de una Historia que avanza a golpe de martillo y bayoneta. Benjamin, intuimos, no lo sabía en
aquella lejana fecha. Pero algo debió de barruntar en su mente al pensar en
esta exigencia fundamental para una filosofía que, apoltronada sobre una lista
de categorías más que escasa y ridícula, reducía la experiencia a los
parabienes del pensamiento ilustrado, ahí donde Historia y progreso aliaron sus
fuerzas para cerrar la totalidad sobre sí misma.
Pero, ¿y en todo este tiempo?, ¿en
este casi siglo que ha pasado desde que esa necesidad fue formulada? Pues muy
sencillo: entre una política de la estética que acaba en propaganda y una
estética de la política que trabaja para lograr una estetización global de los
mundos de vida a nivel mundial, el arte –engullido en lo que es ya una
institucionalización sistémica– ha ido perdiendo terreno y ya difícilmente es
capaz siquiera de hacer tintinear una leve esperanza que, aunque no para
nosotros, se nos muestre en su negatividad.
Ante esto una observación: si nos
hemos ido tan rápidamente del campo de la filosofía al del arte es porque es en
el terreno de juego de este último donde la partida por nuestra emancipación se
juega más radicalmente, donde los agenciamientos de sensibilidades hacen
aparecer a la sociedad en toda su contradictoria destinación y porque en
definitiva es el arte desde su inclusión dentro del ámbito de la reproductibilidad
técnica lo que tiene un nuevo fundamento social: la política, comprendida ésta,
claro está, no ya como disputa por el poder sino como su más directo ejercicio
por parte del nosotros. Es Benjamin,
sin duda, uno de los primeros en darse cuenta de que esa exigencia para la
filosofía contemporánea solo tenía cabida dentro del arte.
Desde este punto de partida que hemos
puesto someramente sobre la mesa, exposiciones como la de El jardín infinito en el
Museo del Prado o Van Gogh alive actualmente en Bogotá pero involucrada en un
tour mundial que le ha llevado de Anchorange a Berlín y de Turín a Santiago de
Chile, no son sino la constatación plena y fragante de que el arte no es sino
el emplazamiento perfecto desde donde cortar de raíz toda posibilidad de una
experiencia con la que poder alentar esa esperanza que habita huérfana en el
vibrar de nuestras vidas. El arte, por tanto, como dispositivo que optimiza el
hecho de que, como señala Adorno al
inicio de Minima Moralia, “lo que en
un tiempo fue para los filósofos la vida, se ha convertido en la esfera de lo
privado, y aún después simplemente del consumo, que como apéndice del proceso
material de la producción se desliza con éste sin autonomía y sin sustancia
propia”.
Y lo hace, como no, invirtiendo las
tesis de la ideología homogénea y ofreciéndonos el pharmakon que necesitamos para alentar nuestras resquebrajadas
vidas. El arte se postula como garante de experiencia –eso que demandaba Benjamin en sus años de juventud– capaz
de superar el simulacro merced al cual la realidad está siendo licuada a través
del espectáculo y los mass media cuando, por el contrario, no es sino la más rotunda confirmación de que
somos ya incapaces de mediar una experiencia con la realidad y que todo ha de
ir mediado por un juego de apariencias que, alentando la posibilidad de superar
nuestra angustia vital por un mundo que se va por el sumidero, nos sostenga al
menos en la fantasía de que todo va como la seda. Y es que, pase lo que pase, el arte nos
brinda la posibilidad de ocultar nuestro más preciado secreto: que somos unos
póstumos incapaces ya de lidiar con una realidad que desaparece bajo nuestros
pies.
En este sentido, si uno escucha a los
artistas de El jardín infinito, Álvaro Perdices y Andrés Sanz, no dejan de repetir lo mismo: sumergirse, adentrarse,
compartir este mundo, entrar dentro, meterse dentro de la pintura, participar.
Es decir, cuando ya hemos perdido la capacidad estética de mirar un cuadro, el
arte nos da eso que nos falta al precio, eso sí, de elevar al arte a mecánica
ideológica de primer orden. Y es que, como señalaba Benjamin en El arte en la era
de la reproductibilidad técnica, “’acercar’ las cosas, en términos
espaciales y humanos, es precisamente un deseo tan apasionado de las masas
actuales como lo es su tendencia a una superación del carácter único de cada
acontecimiento mediante la acogida de su reproducción”. Para eso, en
definitiva, trabaja el arte: el arte trabaja a favor de la política mundial
llamada nihilismo; el arte trabaja para que se imponga la lógica “de lo igual
en el mundo”, para que el “desierto de lo real” sea nuestro jardín de bolas
donde brincar despreocupados y felices.
Pero no nos dejemos llevar por el entusiasmo
de poner a caldo una determinada propuesta desde parámetros que, de una u otra
manera, son conocidos por todos. Más bien todo lo contrario. Aquí, como en
otras muchas cosas seguimos a Adorno
cuando en Crítica de la cultura y la
sociedad señala que “la crítica no tiene que buscar los interés determinados
de los que los fenómenos culturales forman parte, sino descifrar qué sale a la
luz de ellos de la tendencia de la sociedad a través de la cual se realizan los
intereses más poderosos”. Más aún cuando en Minima
Moralia señala que “en la edad de su decadencia, la experiencia que el
individuo tiene de sí mismo y de lo que le acontece contribuye a su vez a un
conocimiento que él simplemente encubría durante el tiempo en que, como
categoría dominante, se afirmaba sin fisuras”.
Dicho de otra manera: la crítica –más
aún, en el momento en el que nos encontramos de una necesaria crítica a la
crítica ideológica– no ha de contentarse con señalar los “intereses creados” ni
tampoco con mostrar cómo el arte opera aún prometiéndonos una verdad debajo de
una experiencia “verdadera”. Y no lo debe hacer –no lo debemos hacer– no porque
en tal caso nuestra crítica quedaría en poca cosa sino, más radicalmente
porque, otra vez con Adorno, “la
crítica de la cultura es ideología en la medida en que es meramente crítica de
la ideología”. Es decir, porque caeríamos nosotros y nuestra crítica en
ideológica.
Es precisamente en este punto donde
nuestro texto tiene que remontar el vuelo que le haga desmarcarse de los
lugares comunes de la denuncia por la masificación espectacular del arte y
demás puntos comunes que, como decimos, no hacen sino recaer en ideología.
Porque, de hecho, todos lo sabemos, todos podríamos señalar con un dedo
aristocrático que “para eso hemos quedado”, que para eso ha quedado la pintura
de van Gogh o El Bosco, para servir de reclamo para un nuevo parque de
atracciones. Todos sabemos que el arte –y no hace poner estos dos eventos
hipertecnificados– está masificado y no
es fiel a lo que debiera ser su destino. Pero ese saber, así tal cual, es un
saber que puesto encima de la palestra es ideológico al ir en la misma
dirección que una ideología estética que nos permite saber la falsedad del arte
sin menoscabo alguno para su apuntalamiento.
Y aquí es donde empieza la dificultad
de este texto y, creemos, de toda la crítica. Porque deberíamos ser capaces,
según Adorno, de descifrar
tendencias en los fenómenos culturales y de qué manera éstos cobijan los
intereses de los grupos hegemónicos. Deberíamos, en definitiva, poner encima de
la mesa otro saber que rompiera con esa continuidad hegemónica de un saber
acerca de la ideología que no tenga miedo de enseñarnos sus tripas, sus
mecanismos de coacción y adiestramiento. Ese saber sería el de un no-saber disyuntivo y suspendido, el no-saber generado por una experiencia
sin finalidad capaz de rasgar la continuidad fáctica de las expectativas, de
crear una falla en la vibración sostenida de una vida y desplazarla de sus
lugares consensuados de lo decible, lo posible y lo pensable.
Pero eso es, prácticamente, imposible.
De ahí, pienso, el mal momento de la crítica; de ahí, pienso, lo mal
considerada que está. En un texto de Daniel Innerarity publicado
en esferapública acerca precisamente de
la dificultad de la crítica el autor sostiene que “podríamos afirmar que el poder de un sistema es
completo cuando consigue introducir la negación del sistema en el sistema
mismo”. Y eso, justamente, es lo que ha pasado: que,
como ya señaló Brea en un texto
acerca de las retóricas de la resistencia, “las ideas dominantes no son nunca verdaderamente las ideas de la clase
dominante”. Es decir: el poder hegemónico está desplazado, invertido para ser
más preciso, y lo que ha conseguido con tal movimiento es anular el poder de
una negatividad que como reverso tenebroso hacía temblar la lógica del concepto
desde su interior.
Así las cosas, y en lo que a nosotros
concierne: ¿cómo elaborar una crítica de estos fenómenos estéticos que no
recaiga en ideología? Todos sabemos a qué vamos allí; todos sabemos que hemos
de ir; todos sabemos que la experiencia que nos proporcionará será incluso
mínimamente satisfactoria desde ciertos parámetros aunque, de facto, sabemos
que la propia experimentación lo que consigue es socavar el impulso dialéctico
del propio arte. Es decir: todos sabemos lo que hay que saber; no existe por
tanto exterioridad desde donde realizar una crítica a la crítica ideológica. La
supuesta negatividad que tuviera que desprenderse de tal trabajo está ya
incluida en el debe de la propia mecánica ideológica.
¿Qué hacer por tanto? Esta es la
cuestión de la crítica, una cuestión que ya anticipa la respuesta: sostener su
imposibilidad, hacerla patente, mostrar que no hay emplazamiento exterior donde
situarse, mostrar sus estigmas y sus síntomas. Realizar el signo impotente por
antonomasia: lanzar –proferir mejor– un grito inaudible pero con la capacidad
de atravesar la temporalidad del aquí y ahora. En suma: enviar una sonda al
futuro, un SOS a un tiempo por venir que retroactivamente nos salve de nuestra
situación de habitantes de las postrimerías.
¿No es eso una experiencia radical?,
¿no es eso una experiencia capaz de trasmitir una potencial esperanza capaz de
tomar aunar las temporalidad heterocrónicas del ayer, del hoy y del mañana?,
¿no es, por último, eso lo que decía Benjamin
será el programa de una filosofía venidera?
En suma: la filosofía da cumplimiento
a su destino en cuanto crítica a la crítica ideológica –siendo la crítica de arte una de sus formas principales.
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