Texto original en Exit-express: http://exit-express.com/christian-marclay-vaciar-el-tiempo/
“Time takes a cigarette, puts it
in your mouth”, cantaba David Bowie
cuando era Ziggy Stardust. “Oh, no, no, no, you’re a rock’n’roll
suicide”. Tiempo y cigarrillo, una dupla que ha de ponerse encima de la mesa
para comprender el vicio de una civilización: cuando el tiempo de una época
sustentada bajo el slogan de marca de la Modernidad se nos escurría entre las
manos, el cigarro suponía un agónico intento de apresar ese tiempo que, en cuánto
ausencia latente, nos fundamentaba. A este respecto Christian Marclay ha señalado que “el cigarrillo encendido es el
símbolo del tiempo en el siglo XX. Como momento
mori, solíamos usar una vela, pero un cigarrillo es mucho más moderno.
Aunque es la misma cosa: ves tiempo consumiéndose”.
Y
esa es la misión con que carga el arte contemporáneo: mostrar ese tiempo
evanescente, ese tiempo líquido, mostrar que somos incapaces de experimentar
algo que no sea tiempo ya consumido, deglutido, consumido. Porque esa es
nuestra tragedia: que el tiempo lo experimentamos ya como de prestado. Igual
que nuestras vidas son purgadas de todo aliento emancipatorio, el tiempo sobre
el que se sustentan esas mismas vidas es un tiempo lacónico, superficial.
Y
eso, pensamos, es lo que ha conseguido Marclay
con los nuevos videos que pueden verse en Arlés dentro de Les Rencontres de la Photographie de este año. La exposición consta
de de seis películas muy básicas en su estructura pero que pueden considerarse
la continuación de su obra de cabecera, The
Clock (2010). Las obras tuvieron su premiere
esta pasada primavera en su galería de San Francisco –Fraenkel Gallery– y esta
cita francesa supone su segunda parada en lo que, imaginamos, será un tour
global.
Cámara
en mano, Marclay recorría en sus
paseos cotidianos la ciudad de Londres (ciudad en la actualmente reside)
sacando fotos de la basura condensada en la acera. Pero no de los grandes
contenedores ni de los grandes hacinamientos de nuestros residuos. Más bien fue
al detalle, a lo nimio: en primer lugar, y en relación con lo dicho al
principio de este texto, colillas de cigarrillos. Pero también tapones de
botellas, chicles, bastoncillos para los oídos, pajitas o tapas de plástico.
Montadas, pegadas cada imagen estática una
detrás de otra y reproducidas a gran velocidad, crean la ilusión de movimiento,
como si el objeto volviera a renacer, como si se volviese a hacer efectivo el
tiempo de su combustión. La colilla se vuelve a consumir, la pajita gira como
las agujas del reloj, las botellas de colores relucen cambiando
instantáneamente de color; los chicles parecen dividirse como células, etc. Una
realidad nueva parece abrirse justo debajo de nuestros pies, en ese mundo del
detritus al que no prestamos atención.
Pero
lo que logra Marclay no es hacer
revivir al objeto sino algo mucho más importante. Lo que logra es ofrecernos en
el instante presente todo el tiempo ya pasado en que el objeto fue gastado, consumido.
Lo que logra es ofrecernos ese tiempo que se nos da ya como gastado, el tiempo
que se supone es el de la satisfacción y el goce, el tiempo del consumo de
nuestras mercancías-fetiches, pero que sabemos bien no es sino el tiempo con el
que nos convertimos en víctimas para ser sacrificados en el ritual del capital.
Nos ofrece, en suma, tiempo perdido, nuestro tiempo perdido.
Sin
duda que Benjamin, cuya teoría
estética descansa sobre un privilegio del presente donde el tiempo pasado tiene
cabida en tanto que recordación (Eingedenken)
de tal modo que la historia queda abierta en una espera mesiánica capaz de
dar sentido a todos los tiempos perdidos, está en la base teórica de estas
obras. Tal es así que el cigarrillo, el tiempo de su combustión y consumación,
es la más radical secularización del tiempo de espera mesiánico. Ahora
esperamos, seguimos esperando, pero aún a sabiendas que nada sucederá, que la
catástrofe es nuestro único destino. Es esa espera de nada, una espera como
tiempo perdido, lo que nos muestra Marclay.
Sumidos
ya en una postmodernidad para la que ni el cigarrillo nos sacia de nuestra
angustia de ausencia de tiempo, quizá estemos esperando todos un gran
Acontecimiento que rasgue nuestras pantallas, quizá estemos rumiando el pasado de
una gran Tragedia con la que resignificar el presente. Pero lo cierto es que
cuando el futuro solo se puede dar ya en forma de imagen y que no está claro
cuánta cantidad de historia somos capaces de soportar, lo que toca es toparse
con la nimiedad de lo insustancial, aquello cuyo tiempo destilado es
prácticamente inútil. Esa es, quizá, la
lección de estos seis pequeños videos: que no estando para demasiadas
heroicidades hemos de contentarnos con estos pequeños gestos. Primero empecemos
filtrando el tiempo consumido y perdido de cualquier objeto que, de ser
capaces, ya habrá tiempo para mayores proezas.
Si
la novedad de Benjamin –volvemos, y
no será la última vez, a él– es que
encuentra las fuerzas necesarias para que las cosas cambien, para la revolución,
en los deshechos, en el fósil del fetiche, en la ruina de los sueños, en los
deshechos de la historia, Marclay
toma nota literal de este propósito y se pone manos a la obra. Si Miguel Ángel Hernández concluye su
estupendo libro sobre el filósofo alemán diciendo que “la tarea del historiador
benjaminiano no será la de recordar para reconstruir el pasado, sino la de
construir el presente a partir del pasado”, Marclay ahonda en la misma idea añadiendo que ese pasado no hace
falta que sea el de una gran epopeya sino que basta con que sea la nimiedad de
un cigarrillo consumiéndose, la puerilidad de una pajita de refresco que da las
horas.
Pero además, hemos dicho que estos trabajos pueden
considerarse, en un sentido muy concreto, como la continuación de The Clock. Si en esta película lo que se
conseguía era llenar el tiempo, tener una percepción del tiempo-lleno, en estos
seis trabajos lo que se consigue, cómo ya hemos señalado, es tener experiencia
del tiempo-vacío en el que vivimos. Me explico: si durante las veinticuatro
horas que dura la película The Clock
se tiene una experiencia temporal plena merced a una estrategia que hacía
converger tres diferentes temporalidades –la cronológica, la de la duración de
la obra y la que aparecía en la película como imagen– ahora, en estas seis
películas, se nos ofrece una imagen-dialéctica –y como tal imagen-tiempo– que
interrumpe y condensa el tiempo, que lo recose en sus comisuras permitiéndonos
percibir su vacío, su discurrir como gasto improductivo.
Si en la primera el arte, el choque de la ficción que éste
propone con la ficción-realidad, llena el tiempo, en la segunda lo vacía
ofreciéndonos sus restos, lo que en él hay de incumplido y olvidado, aquello
que como ausencia hace que aún estemos a la espera. Aún así, en ambas el
artista opera como el trapero que decía Benjamin
tenía que ser el artista: un recolector de deshechos que descontextualiza y
monta de nuevo la(s) historia(s).
En este sentido, y en relación con la similitud estética de
este trabajo de Marclay con los primeros devaneos de las vanguardias con la
imagen en movimiento –Richter, Eggeling, el Duchamp de Anémic Cinéma–, quizá la diferencia entre ambos momentos histórico esté
en la misma diferencia y continuación que hemos visto hay entre los dos trabajos
de Marclay. Si en las vanguardias el tiempo condensado en la imagen luchaba
precisamente por abrir el tiempo a la novedad, por clamar una temporalidad
propia –llena y total– para la obra de arte diferente de la cronológica, ahora
las imágenes declaran su incapacidad para tal fin y se contentan con mostrar
las exequias de sus intentos. Este es el paso de la imagen-movimiento propia de
las vanguardias, vanagloriadas en la utópica posibilidad de extraer tiempo, a
la imagen-tiempo propia de una época, la nuestra, que se desangra sabedora que
acabado nuestro tiempo solo tenemos acceso a un tiempo fantasmal y desquiciado.
No hay, en definitiva, percepción de un tiempo otro. Hay cómo
mucho imágenes que condensan la imposibilidad ofreciéndose como primicias al espectador
para que éste las guarde, las atesore como garantes de que al menos no
olvidamos. Porque, aunque sigamos gastando tiempo, bebiendo refrescos, fumando
cigarrillos, mascando chicle, nuestro tiempo solo puede experimentarse como ya
gastado, ya consumido. Habitantes de lo póstumo, viviendo los últimos días,
nuestro tiempo no puede ser más que un tiempo prestado. Si el arte vale para
algo, si las obras de Marclay son
importantes, es porque esa es la misión del arte: que no nos olvidemos de
nuestra incapacidad para remontar la situación. Ahí es –en nuestra
desesperanza– donde habita toda esperanza.
Pueden verse trozos de las películas en http://www.newyorker.com/culture/photo-booth/christian-marclays-sidewalk-animations
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