ROYAL ACADEMY OF ARTS (LONDRES): 07/10/17-03/01/2018
La Royal Academy of
Arts de Londres propone para este otoño una exposición donde poder rastrear los
lugares que, desde la radical diferencia, puedan auspiciar algún tipo de
contacto entre Duchamp y Dalí para así comprender mejor la obra
de dichos artistas. Situándose en Cadaqués como centro neurálgico, la
exposición disecciona el entroncamiento de ambos genios a través de cuatro
bloques temáticos: el cuestionamiento de la pintura, el erotismo, la ciencia y
el ajedrez. Pero de esta exposición -–una vez se celebre el poder contemplar
los principales readymades, la reconstrucción del Gran Vidrio a cargo de Richard
Hamilton o el material preparatorio para Étant Donnés-– no hay mucho más que decir desde que fue tumbada sin
misericordia ninguna por Pedro Alberto
Cruz en su estupenda crítica
Pero
en cualquier modo la exposición, aún con sus puntos oscuros, nos ha dejado una
instantánea a la que merece prestar atención: una vitrina compartida por dos
obras icónicas del siglo XX, la Fuente
(1917) de Duchamp y el Teléfono afrodisíaco blanco (1936) de Dalí. Mucho se podría escribir acerca
de tan estrambótica conjugación y mucho que decir acerca de la propia historia
del arte contemporáneo. En este sentido, nosotros queremos hacernos eco de esta
quien sabe si histórica confabulación para dar cuenta de un error de bulto que
ha preñado de inconsistencias la reciente historia del arte.
Y es que vistos a los
ojos profanos de hoy –y no tan profanos pues hay toda una línea canónica de interpretación
estética– tales objetos remiten a problematizar esa frontera que separa el
ámbito del arte de lo que no es arte. Así, hay toda una hagiografía en torno a
ambos artistas como encumbrados anacoretas llamados a derribar el arte como
ámbito privilegiado. Y eso, estando en una época de dilapidación y de
una pretendida superación que nunca llega, es visto como un intento anarquista
con capacidad suficiente para quedarse grabado en nuestra retina como una bomba
llamada a sembrar de escombros ese arte burgués y academicista que, se nos
dice, era el de antaño.
Sin embargo, dicha
interpretación es bastante deficiente si nos paramos a pensar tan solo un
instante: ¿qué logros son los suyos si cien años después estamos esperando aún
a que las fronteras terminen por derribarse?, ¿qué méritos los suyos si, a más
a más, el arte ha formado pinza con el capitalismo para reconvertirse en
dispositivo ideológico de primer orden, operando en ese frente invencible que forma
con el ocio y el turismo?, ¿qué méritos, en definitiva, los suyos, los de Duchamp y Dalí, si la estética se ha convertido en ideología estética?
Pero
por fácil que sea esta ecuación que nunca termina de despejar bien la "x" entre
los méritos logrados, la interpretación canónica suministrada y los pocos
efectos que parece haber tenido en el mundo del arte, se entiende que lo propio
sea dar la callada por respuesta y seguir adorando en sus vitrinas mausolíticas
al urinario y al teléfono langosta como bombas de relojerías cuya explosión, a
decir verdad, nunca se ha oído. En este sentido, ver compartiendo vitrina a
ambas bombas de relojería debería sumirnos en una profunda melancolía y en una
descorazonadora desolación.
Antes
de ofrecer una interpretación menos idealista e historicista de ambas obras de
arte, y con el fin de elaborar un fondo de contraste que permita vislumbrar lo
erróneo de esa canonicidad de la interpretación, digamos que para ahogar el
enorme silencio que han causado dichas explosiones, la teoría estética al uso
se ha empleado a fondo. Sin querer ser exhaustivos bien podemos dar algunos
nombres. Por ejemplo hay quien, como Peter
Burger, no se han dado cuenta del error interpretativo. Así, para él la Historia
debe de ser entendida desde un historicismo en el que primen las relaciones de
causa/efecto y de antes/después de modo que, sin menoscabo alguno, apuntó en su
día que las neovanguardias no son sino una absurda repetición de lo que ya
aconteció, e incluso, todavía peor, una etapa artística que al reincidir
caprichosamente en lo ya producido, convierte lo antiestético en estético y lo
transgresor en institucional. O sea, la vanguardia es un movimiento
histórico-artístico que como cualquier otro momento está desconectado de su
anterioridad y su posteridad.
Y aunque lo peregrino
de tales argumentaciones –argumentaciones que, ya voy avisando, anulan el
potencial heterocrónico que se ha demostrado es el mayor empuje de criticidad
que posee el arte contemporáneo– puedan sorprender, sin embargo fundamentaciones
parecidas a esta han copado buena parte de la teoría estética. Porque, ¿no es
la teoría de Danto del “arte después
de la historia de arte” un atajo para llegar a un punto parecido? Para él, en
la historia del arte si hay relaciones de anacronismo y diferimiento; pero si
se ha llegado al fin de una determinada narración de la historia del arte es
porque, por fin, con Warhol y sus
famosas Cajas Brillo, ese exceso de temporalidad es reducida a cero, anulada
merced a una interpretación donde ésta encarna perfectamente el significado de
la obra.
Dicho de otra manera, Danto continúa la tarea de
interpretación necesaria para que no se vea lo poco efectiva –en términos de
derrumbe de instituciones y demás sandeces– que fueron obras como el urinario y
la langosta.Nótese, en este punto, un doble juego de esta matriz
interpretativa: si por un lado confunden los propósitos de la Fuente, por otro
lado, no se deja de producir teoría con el fin de que no se vea la
insuficiencia de dicha interpretación matriz. Es decir: para que no se vea el
hecho palpable y constatable de que la Fuente no ha roto nada. Es en este
sentido en el que Danto fue un
genio: dispuso la teoría perfecta para que, sin romper nada, la importancia
supuesta de fuentes, langostas y demás no fuese baladí. ¿Qué cómo lo logra? Muy
sencillo. Si Duchamp y Dalí abren el ámbito del arte a un
desplazamiento de fronteras basado en último término –y según la interpretación
más canónica– en la disolución del buen gusto, Warhol da el portazo definitivo al sellar a cal y canto la historia
del arte al convertir el ámbito artístico en el lugar donde se pregunta
autoreflexivamente por la esencia de sus propias obras. Semejante concepción se
basa en que con las Brillo Box la interpretación de porqué algo es arte modula
el propio espectro de lo que es arte: es decir, la propia obra enarbola una interpretación,
que con un decisionismo determinista, desplaza, cómo debe de ser, cómo señala
la propia interpretación crítica dela obra –pues no olvidemos que para Danto la interpretación es siempre la
interpretación correcta–, las fronteras del arte.
Haciendo de la obra de Warhol la secuela necesaria de las
coordenadas ya establecidas por la pareja de enfants terribles del arte
contemporáneo, Danto logra dar con
la tecla: toda la historia del arte moderno avanza a golpe de despliegue
hegeliano hasta convertir la pregunta de porqué algo es arte en una pregunta
ontológica: pregunta
no ya acerca de en virtud de qué algo es arte, sino porqué dos cosas que son
iguales una es arte y la otra no.Una pregunta que, como paradigma de todo lo
real es racional, consigue que la propia existencia de la obra de arte involucre
a su propio concepto.
Y
en el fondo de esta pequeñísima recesión del pensamiento de Danto, ¿qué late? La misma o parecida
cronología de Burger, aquella que
avanza simple y llanamente, sin problematizarse en exceso, hacia adelante,
desplegándose en este caso de interpretación en interpretación hasta que el
arte consigue cerrarse sobre sí mismo y dar así carpetazo a cierta narración
del arte. Concretamente, lo que le sucede a Danto es que, en tanto que filósofo analítico, comprende la
historia como una sucesión de interpretaciones: y si con Warhol la historia del arte se detiene es porque no hay
interpretación que haga continuar la historia del arte. Así, más que un final
del arte, lo que se estipula es una parada, una detención en la propia historia
del arte: la Caja de Brillo estipula
ella misma su propio relato, encarna su propio significado. El esse de la obra es su interpretación y
ésta, repetimos, si de verdad estamos hablando de obra de arte y de
interpretación, no puede estar equivocada.
Y en parte tiene razón Danto: pudiera haber un momento
histórico en el que no haya narración para una determinada historia del arte al
hilo de una interpretación del inmediato pasado. Pero lo que se lo olvidó a nuestro
filósofo fue pensar en que esa lógica de las interpretaciones, en lugar de ir
sólo hacia adelante –con la novedad como alegato ideológico de la propia Modernidad–,
también pudieran ir hacia atrás. Pero, claro está, un hacia atrás que no fuese
su mera inversión y se contente con bucear hasta los orígenes sino que fuese capaz
de dialectizar las diferentes temporalidades.
Pero este encomio hacia
una temporalidad asentada en la cronología marcada por una Historia lineal y
progresiva tenía ya, a mediados de los setenta, los días contados. Justo hasta
que la Postmodernidad logró decir lo que ya se sabía: que el Emperador estaba
desnudo. Es decir: que la temporalidad desplegada en los bordes de la propia
razón moderna no remitía sino a la imposición de una historia dogmática y
violenta. Dicho de otra manera, y en lo que al arte toca, que el lugar propio
de la estética no sería tanto ir de la mano con la propia historia sino ayudar
a barrerla a contrapelo: ayudar a mostrar sus recurrentes y traumáticos olvidos,
ayudar a narrar lo que quedó ahogado por la propia historia pero que también
forma parte de ella –el acontecimiento en tanto que síntoma. Tirando del hilo
de esta situación paradójica se vino a dar con una verdad que del estremecimiento
causado provocó la propia cerrazón del arte sobre sus pilares más seguros: la
idioticia, encarnada en artistas como, por ejemplo, Julian Schnabel y todo su séquito. Pero, dejando este sonrojo de
lado, ¿qué verdad era –y es– esa?: que el arte había servido en gran medida
para limpiar a la historia de su propia barbarie; que no había hecho sino allanar
el paso para que el reino de la identidad ideológica se instaure entre nosotros,
que el arte había llevado a cabo su propio olvido: el de señalar a un horizonte
de emancipación, ahí donde la vida destelle.
En esta tesitura se
comprende por fin que la historia del arte, si no quiere continuar presa del
tiempo impostasiado de un supuesto progreso, tenía que ser capaz de retorcer su
propia temporalidad, revertirla, alterarla. En una palabra: temporalizar
dialécticamente todos sus momentos y todas sus direcciones. Es el momento, por
ejemplo, en el que entra en acción la concepción sostenida por Hal Foster, quien aboga por una
relación basada en la acción diferida.
Lo que hace es instaurar en la historia del arte una temporalidad psíquica de
manera que un acontecimiento únicamente lo registra otro que lo recodifica. La
justificación de esto es que la Historia puede ser vista como un sujeto y que
el sujeto propio de la modernidad no es otro que el sujeto freudiano. Así, al
igual que el sujeto nunca está construido del todo sino que está estructurado
mediante reconstrucciones traumáticas, así igualmente debe ser entendida la
Historia.
Pero es, sobre todo, el
momento en el que la figura majestuosa –casi diría que mesiánica– de Walter Benjamin es entronizada como
teórico de cabecera de toda una época. Y es el momento en el que, también por
fin, podemos irnos deshaciendo de interpretaciones caducas e ideológicas que
dan cuenta de una historia del arte como encomiable esfuerzo progresivo hacia,
se nos dice con una geta mayúscula, desplazar o dilapidar sus propias
fronteras.
Y es que no y mil veces
no. Ni el urinario ni el teléfono langosta se deben contemplar como rescoldos
de un pasado cosificado y arruinado en su propia “vitrinología” sino como
sondas del futuro. Ni el urinario ni el teléfono langosta se deben contemplar
desde el altozano que da el saberse punta de lanza de la propia historia sino
desde toda una escritura del sentido que está aún por-venir. Y es que, como
decimos, ni el urinario ni el teléfono langosta están ahí como monolitos de una
historia del arte fraguada en esa monserga sumamente adoctrinada del ir poco a
poco licuando las propias fronteras del arte, para continuar haciendo patente
que en último término algo es arte porque la propia institución arte lo dice. Es
decir: no están para mostrar el lado perfectamente visible –traumático e
ideológico– del arte. Esa es, sin duda, una pista. Pero, en todo caso, la pista
falsa.
No son monumentos erigidos al pasado sino al
futuro: son restos de un futuro del que vamos continuamente encontrando las
claves, leyéndolas como si de un manual de instrucciones se tratase. Y es que
cada lectura o interpretación no alude a un cierre epistémico de la propia
historia del arte sino a una apertura donde se tejen y destejen temporalidades,
donde el sentido queda pospuesto y en intermitencia, como promesa de un
por-venir que hay que rescribir.
Así las cosas, la senda
que construimos en esta lógica de la interpretación no nos lleva solamente a un
pasado, a la rememoración del porqué y el cuándo de ambas obras sino que
despeja el camino para que el futuro aparezca ante nuestros ojos, ante nuestra
mirada. No solo venimos, por tanto, del pasado sino que también venimos del
futuro. Somos arqueólogos de una memoria ya sida. Deambulamos por los restos de
un mundo del cual pueden leerse, como en lo posos del café, todo un futuro en
expansión. Inauguramos, así, la inversión dialéctica de toda una lógica causal
de la que hemos sido, durante, milenios, presos encadenados a un teatro de
sombras.
Iniciamos, a cada paso,
una arqueología que no se contenta con un recolectar cosas del pasado sino que
más bien presta atención al hecho de exhumar, de remover la tierra, de abrir y
hacer visible. El urinario y el teléfono langosta no son acertijos para
advenedizos. No son un encaje de bolillos permitido únicamente en un arte
comprendido como estado de excepción de una historia que avanza a golpe de
corneta. El urinario y el teléfono langosta marcan el terreno, lo signan.
Remueven bajo sus pies todos los escombros de nuestra época más reciente para
emerger como sonda expansiva con la que poder reconstruir todo nuestro futuro.
Son dispositivos dialécticos capaces de rememorar y remontar lo ya sido.
Pero, ¿y de qué futuro
nos hablan? Benjamin apuntaba que “la
máquina histórica de las imágenes no indica solamente que pertenecen a una
época determinada; indica sobre todo que sólo llegan a la legibilidad en una
época determinada”. Cada Ahora, continúa, está formado por las imágenes que han
conseguido legibilidad en el presente. Cada Ahora es un instante de dialéctica detenido.
Si esto es así, es claro que lo que en la “obra duchampiana se hace explícito
es, precisamente, dice Brea, su autoconciencia
de tal ilegibilidad. Lo que en ella está inscrito es, precisamente, que ‘es
ilegible’, que su contenido permanecerá siempre secreto, indescifrable”. En
suma: que no ha llegado su Ahora; que el Ahora de este instante no es pleno
sino que quedan promesas por cumplirse. Pensado de este modo, el arte no es
encarnación de un tiempo cumplido sino agujereamiento de esa supuesta espesura
y tamiz que se nos dice es la historia.
Y tres cuartos de lo
mismo puede decirse de la obra daliniana: el choque en la ensoñación del
despertar, de ese momento bisagra de la vigilia y el sueño, ahí donde emergen
las imágenes dialécticas. ¿Hace falta consignar los escritos de Benjamin sobre el surrealismo? Quizá
sí, pero quedémonos con que “la ambigüedad es la imagen visible de la
dialéctica“, una conjunción fulgurante que constituye toda la belleza de la
imagen y que también le confiere todo su valor crítico. Un choque que quiebra
la falsa asunción de totalidad y que, en palabras de Didi-Huberman, “aparecerá al principio como un lapsus o como lo
‘inexpresable’ que no será siempre pero que durante un instante, forzará al
orden del discurso al silencio del aura”.
Ilegibilidad, por
tanto, de un tiempo que se niega a comparecer, que señala tanto su ya-sido como
su todavía-no. Ilegibilidad como peldaños de una escalera que baja hacia el
pasado y sube hacia el futuro, que desencombra los restos del naufragio que es
cada pasado y que señala el emplazamiento en donde el futuro signa su promesa. Peldaños,
hemos dicho, de una legibilidad suspensiva. Y es que la legibilidad de la imagen
dialéctica es un momento de la dialéctica de la imagen: es decir, toda imagen
dialéctica es susceptible de generar un intento de lectura crítica de su propio
presente, de trazar un connato de intersección entre el Ahora y el presente, de
acoger la posibilidad de su perfecta legibilidad. Y, al mismo tiempo, cada
intento de legibilidad produce además una imagen dialéctica, cada intento abre
el sentido de la propia imagen a una lectura más: cada imagen es alegoría de su
propia lectura. Porque si no contamos con la legibilidad, sí que contamos al
menos con el ‘como si’, con la promesa, también dialéctica, de ir desbrozando
el futuro, de ir rememorando el pasado.
Y es, para ir acabando,
en este doble juego de ascenso y descenso, de mixtificación heterocrónica de
temporalidades, donde radica la importancia y genialidad del urinario y del
teléfono langosta: en que ni en un sentido ni en otro, ni en su buceo en el
pasado ni en su sondeamiento del futuro, se permiten hacer pie ni en la
ideología de la novedad ni en ese leitmotiv que como ritornello viene a visitarnos cada poco y que toma forma en la pretensión
de una vuelta a las fuentes, a un origen que no es sino una impostura
fetichista. Por el contrario, el urinario y el teléfono langosta parten de
aunar y reconocer en una sola imagen el sesgo moderno y el sesgo mítico que
coincide en cada presente, una impronta que aunque remitiéndose a ese espacio
de autolegitimidad que emana del ámbito artístico reconoce un plus de mitología
y un resto de irracionalidad para, desde ahí, proponer una superación, una
legibilidad abierta al por-venir
Ni modernas ni arcaicas,
“ni –volviendo a Didi-Huberman–
devoción positivista por el objeto, ni nostalgia metafísica del suelo inmemorial,
el pensamiento dialéctico ya no procurará reproducir el pasado, representarlo:
lo producirá de una vez, emitiendo una imagen como una tirada de dados”. Y ello
pese a que, habría que decir, no cabe cualquier tirada de dados. Y eso aunque
pudiera parecerlo –¿un teléfono con una langosta?, ¿un urinario?–. Pero tras
esta simpleza hay toda una lógica del sentido que explora lo anacrónico de toda
formulación historicista. Tirada de dados o una jugada de ajedrez. Y es que el
ajedrez no es un simple divertimento de diletantes: es el laboratorio de ideas,
la recámara donde formular, a través de una serialidad siempre igual de
movimientos, las diferencias exponenciales donde resta siempre un vacío, un
hueco, la reminiscencia de una jugada ganadora que nunca termina de acaecer.
Sondas, en definitiva,
que se inmiscuyen en el Futuro y en el Pasado para provocar un fogonazo, un
lapsus instantáneo donde la sutura ontológica que sella nuestro presente
depontenciado desgarre mínimamente las costuras. Y sin duda que ahora no lo
vemos: ahora vemos, quien sabe, si un simple urinario o un simple teléfono con
una langosta. Pero la propia mirada debe adentrase en la espesura de lo que no vemos,
la propia mirada debe dialectizarse sin dejarse atrapar por la tautología de “lo
que se ve es lo que hay” ni en la creencia de una verdad bajo las apariencias,
de un significado velado que la mirada se encarga de desvelar.
No son objetos encontrados.
Tampoco son objetos perdidos. Son objetos en busca de su propia temporalidad,
de su propia mirada. Son catalizadores temporales, interruptores de una síntesis
desconectada, objetos que nos miran inquietando nuestro propio mirar, nuestra
propia lógica educada en la presencia de todo sentido y de todo traer ante la
mirada. Porque, ¿cuándo la Fuente dejará de manar interpretaciones?, ¿cuándo la
llamada con el teléfono-langosta dejará de dar comunicando?
Así
las cosas, claro que la Fuente y el Teléfono afrodisíaco blanco modulan las fronteras
del arte llevándolas a una indecibilidad acerca de lo que es y lo que no-es arte.
Pero ello no lo hacen erigidos en el prurito de sentido con que cada época se
dota a sí misma sino desde posiciones radicalmente opuestas. Lo hacen dejando
desangrar todo significado pleno que de ambos objetos pudiera inferirse, lo
hacen como sensores de impotencias y fracasos, lo hacen como máquina de
diseminación, lo hacen como apertura a una circulación pública de saberes y
competencias, lo hacen rastreando un sentido interrumpido.
Claro
está que el arte prefiere silenciar todo esto, reunir ambas piezas en una
vitrina, aprenderse de memoria un relato y darle todo el bombo y platillo que
haga falta para que no se vean las fisuras, para que no se vea que la narración
está aún por escribirse, que la llamada está aún por localizar un receptor
adecuado, que no hay mirada capaz de mirarlas verdaderamente.
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