lunes, 27 de noviembre de 2017

¡CÁLLATE, DEMÓCRATA! HACIA LA DISTOPÍA DEMOCRÁTICA


Asistimos impertérritos en los últimos tiempos a una repetición de actos obscenos donde a nuestros políticos se les llena la boca de la palabra democracia, sirviéndose de dicho concepto para ningunear y calificar de dogmáticas las posiciones de cuantos contrarios les salgan al paso. En esa repetición maquínica, la palabra en cuestión está a un tris de terminar por no significar nada. Pero, mientras se anda dicho camino, ¿imaginan un tiempo en el que el calificativo de demócrata llegue a ser despectivo?, ¿un tiempo en el que se le pudiese arrojar a uno a la cara “eres un demócrata”, con esas ínsulas que nos gastamos de vez en cuando de igual modo en que ahora, y no sin cierta superioridad, se hace con adjetivos como fascista o facha? Es mucho imaginar, lo sé. Pero visto lo visto estamos cada vez más cerca. ¿O no?

Razones: principalmente dos. En primer lugar el constatar cómo precisamente los calificativos que ahora sirven como insultos fueron en su día encomiables adjetivaciones para quienes creían estar viendo y viviendo su época con la potencia que se requería. Ver esto con perspectiva ayudaría sin duda a curarnos de nuestras dos enfermedades congénitas: una, creernos siempre subidos a la ola de un tiempo superlativo donde han venido a dar todas las contradicciones que durante siglos han ido desarrollándose hasta este precio momento histórico; y dos, reducir todo pasado a una diatriba maniquea, los buenos contra los malos, los amigos contra los enemigos. Desde este punto de vista, es fácil ver muchas de nuestras luchas intestinas como el momento de síntesis en que, por fin, las contradicciones, los polos antagónicos, van a ser superados por un momento de eclosión final –nuestro presente– en el que obviamente van a ganar los buenos: es decir, los nuestros. 

Y en segundo lugar, el hecho palpable y contrastable de que la noción de democracia ha virado notablemente, entrando en una nueva fase de licuado de lo que han sido hasta ahora sus fundamentos. La causa para este tránsito hay que encontrarla en una confusión de bulto: consignar la crisis económica de la última década dentro de los haberes de una democracia que no ha funcionado correctamente o, al menos, cómo se esperaba. Es decir: se han confundido los mecanismos irracionales, violentos y míticos que operan dentro del dispositivo llamado democracia con los desajustes sociales que han venido dados por la crisis. A este respecto, se echa parte de la culpa de la crisis a desarreglos en el seno de la democracia, cuando la democracia es lo que es desde siempre, en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad. Que nos hayamos creídos los cantos de sirena respecto de un sistema político que ocultaba sus formaciones de poder y coacción no es razón para, de buenas a primeras, hacer de la democracia algo que nunca ha sido: algo inocente.


Aclarando más esta segunda característica que nos parece fundamental, este desplazamiento que vemos en el concepto de democracia remite a que ni “demócrata” es ya un adjetivo que cubra por completo y homogéneamente el espectro de lo social ni tampoco “democracia” es un sistema que permita la modulación de dicho espacio a través de un simple “decir sí” o “decir no”. Lo que ha sucedido es que todo lo que atañe a la democracia se ha desplazado para situarse precisamente dentro de la falla de indecibilidad donde, a nivel de simbolización cero, se reparten saberes y competencias. De este modo, democrático se ha convertido en un modulador de antagonismos, un punto bisagra donde la mitad de la ciudadanía le puede espetar a la otra su falta de carácter democrático y, de igual modo y con la misma razón, en sentido opuesto.

Sin ir más lejos, esta comprensión de la democracia como piedra que arrojar al otro viene siendo ya moneda recurrente ante acontecimientos como la elección de Trump, el Brexit o el procés catalán, acontecimientos todos estos donde el calificativo de democrático ha bailado de un lado a otro de la esfera pública, para concluir con un hecho patente: democrático soy yo y antidemocrático todos los que no opinan como yo. Qué poco demócratas los que eligieron a Trump, dicen unos, o que poco democrático quienes se mesan los cabellos, dicen los otros, rompiéndose las entendederas para lograr comprender cómo alguien puede votar a Trump sin percatarse de que, en la libertad y responsabilidad propia, lo más razonable es que cada uno de sus votantes tenga motivos más que suficientes. Y lo mismo sucedió con el Brexit y lo mismo ahora con el procés.

Dicho esto, es bastante obvio que todos funcionamos ya como “pequeños fukuyamas”, encantados de haber encontrado un adjetivo con el que sellar una historia que parece siempre a punto de escapársenos de las manos: si la democracia liberal era según el pensador norteamericano el punto omega del desarrollo histórico, la nueva versión de la democracia es que si la historia nos sigue asaltando con sustos y terrores nocturnos es porque los demás nunca son tan democráticos como nosotros. Democracia 2.0 donde todo lo que acontezca fuera de mis redes sociales me parece un campo minado de anti-demócratas.

Así las cosas, las nuevas luchas sociales tienen todas ellas un denominador común: hacer ver a los demás que somos nosotros no ya solo los más democráticos sino que nuestro sistema –la objetivación institucionalizada de todas nuestras opiniones y creencias– terminará por dar una versión más remozada y óptima de la propia democracia. Es decir, ideología al por mayor: la democracia no es el a priori desde el que emana todo discurso sino que es el a posteriori que se alcanzará en caso de seguir determinadas consignas, vehiculadas todas ellas por los diferentes partidos y grupos políticos enfrentados no ya por ideas sino por soltar el exabrupto que mayor capacidad tenga de poner al otro la pegatina de anti-demócrata. De este modo, y dentro de ese desplazamiento que decimos ha sufrido, la democracia es el nuevo significante-cero, el lugar neutro del que emana una nueva serie de antagonismo: los míos, los demócratas, frente a los otros, los antidemócratas.


Atisbadas con mayor o menor razón estas consideraciones: ¿es difícil delinear un futuro inminente donde, visto que la democracia no puede ser nunca limpiada de sus residuos irracionales y despóticos, lleguen a invertirse las posiciones respecto de ese significante-cero que es ahora la democracia? Más aún, reconvertida como decimos en frontera que separa simbólicamente campos antagónicos, amparada en un toma y daca donde el propio concepto viene gastándose con extrema velocidad, manoseada como ‘pequeño objeto a’ objetivado por tal o cual posicionamiento político, no sabemos cuanto queda para que, ciertamente, al hablar de democracia estemos hablando de otra cosa. Pero, ¿hasta el punto en que se inviertan las posiciones, hasta el límite en el que “democrático” sea un adjetivo despectivo?

Para dar una respuesta correcta –una respuesta que dará cumplida cuenta de nuestra paradójica situación actual– debemos ampliar un poco más nuestras tesis: ¿a qué se debe, en primera instancia, este desplazamiento de la democracia de la totalidad del espacio público a la bisagra fronteriza que reparte antagonismos y, en segunda instancia, esta inversión que pronosticamos del adjetivo ’democrático’ como algo despectivo? Pues ni más ni menos que a la propia democracia, al exceso con que carga, a ese núcleo de violencia con que impone sus tesis.

Y es que se ha confundido la esencia de la democracia: se ha hecho de ella un constructo social asentado en la idea de un contrato original identificándose de modo perverso con una cultura de la paz civil y del consenso –una sublimidad del bien común al servicio de las simplezas del consenso– cuando no es sino una aberración respecto de la forma habitual del poder ejercido de hombres sobre hombres basada en el poder de la sangre y del saber. La democracia se constituye de forma paradójica como el gobierno de aquellos que no tienen ningún título para gobernar, siendo entonces que, como señala Rancière, “la democracia no es una simple forma de gobierno, ni menos una forma de sociedad, sino la separación misma por la cual la política existe en general”. Así entonces la democracia es un exceso, una extravagancia que descansa en la paradoja de que “para que la política exista, es necesario que exista una forma de gobierno que no descanse sobre ninguno de esos títulos para gobernar”.

La democracia, en tanto que a priori para que emerja el juego político que no es otro que el encauzar la causa del otro, alude a la separación de la ciudadanía respecto de sí misma, a la distancia que separa a unos (los señalados como ciudadanos por el propio régimen democrático) de los otros (los que no forman parte de los ciudadanos contados por la democracia). Así, y en definitiva, la democracia no es tanto el sistema que permite decantar opiniones y saberes sino la distancia que la propia esfera pública impone para su vertebración política. ¿Y qué distancia es esta que propone la democracia? La propia de la política consensuada del democratismo: aquella capaz de regular lo que se ha de mantener fuera de la política, la distancia precisa mediante la cual el “otro” está siempre reducido al silencio y que logra que sea imposible mediar cualquier tipo de relación que no sea otra que la de la violencia del consenso. Así pues, bien podría decirse que el consenso es el olvido de esta diferencia y que democracia es sin más el nombre de un reparto de lo sensible que explicita ese olvido.

Bajo estas premisas, haciendo claro ese exceso aberrante de la propia democracia, asignarse el propio título de demócrata no es sino un juego perverso de decir a las claras “el consenso está conmigo”, “es mi saber y mi opinión el que establece la distancia con la que olvidar a ese otro a quien tildo, sin ambages ninguno de antidemócrata”. 

Dicho todo esto, lo que decimos está pasando es que la democracia está sacando a la luz la verdad de su secreto: la verdad de un saber que no está llamado a estructurar el campo social sino a dividirlo en torno a la indecibilidad que la propia democracia crea en el seno de la sociedad. En este sentido, si hasta hace bien poco democráticos eran todos aquellos que pertenecían a la comunidad, ahora la aberración democrática, el virus de su paradoja fundacional, se ha incoado por fin en el seno de la propia comunidad: democrático, como ya hemos dicho, somos nosotros y todos los que quedan a mi distancia mientras que antidemocráticos son todos los demás, aquellos que rompen mi distancia.


En resumidas cuentas, y aunque caigamos también en ese esencialismo histórico que antes hemos denunciado, vivimos tiempos sumamente interesantes: un tiempo donde se está aclarando que cuando se lanzan de uno y otro lado de la frontera simbólica acusaciones de antidemocratismo, se está hablando de algo que excede a la propia democracia –de hecho es su propio exceso. Quedará por ver, y eso es lo interesante, quién y de qué manera nos guía en pos de ese exceso, de canalizarlo y darle forma. Posibilidades hay, cuando menos, dos: o, por una parte, formaciones que sigan las tesis de una verdad que descubrir o una esencia que alcanzar, formaciones que a pesar de la emancipación que aletearía en sus discursos son emanaciones de los totalitarismos que han sazonado nuestra historia reciente o, por otra parte, políticas que sepan jugar con esta diferencia, con ese olvido que la propia democracia permite de unos respectos de otros, políticas que incorporen en su mecanismo la paradoja que la propia democracia pone cada vez más ante nuestros ojos: que la política es en sí misma el ejercicio de vehicular una diferencia, de crear un antagonismo, de bascular una distancia con la que decir ‘amigos’ y ‘enemigos’, y que, por tanto, sepa que todo consenso no está larvado sino en un efecto ideológico, en la imposición de una determinada distancia.

Llegados a este punto solo podemos concluir de modo un tanto pesimista: por de pronto la historia de las próximas décadas no será demasiada alentadora ya que la ideología trabaja para que esa distancia no sea vista más que bajo la máscara simbólica. Yo pertenezco a la comunidad en tanto que caigo bajo el paraguas de una distancia, en tanto que soy inscrito como un “uno” que cuenta y suma para la producción de un determinado consenso, siéndome imposible observar tal distancia en tanto que indecibilidad antagónica. Es decir, aunque la democracia permite que se sepa la verdad de su secreto –que su lógica de los consensos es algo violeto e ideológico– no podemos usar tal saber para operar un desplazamiento capaz de acoger a cuantos más otros mejor ya que no accedemos a dicha distancia más que simbólicamente. Al final, y bajo esta tesitura, lo que nos toca es estar atentos a nuestro futuro inminente: el campo social será radical y paradójicamente democrático cuando el sistema sea por completo antidemocrático. O, lo que es lo mismo y como decía Baudrillard, “algún día, lo social quedará perfectamente realizado y habrá sólo excluidos”.

Dicho lo cual solo nos cabe responder con un no a la pregunta que nos ha permitido llegar hasta aquí: nunca “demócrata” será un insulto pese a que bajo su imperio se fraccione y rompa la esfera pública en una infinidad de antagonismos. Y nunca lo será porque aunque cada vez será más clara la verdad impositiva de la democracia, pese a que cada vez será más claro que la distancia que propicia el consenso es de un calado aberrantemente ideológico, nunca estamos ni estaremos en condiciones de ver nuestro saber –nuestra distancia– como algo ideológicamente producido, cómo algo que surge como efecto de nuestra propia inscripción yoica en el seno de la comunidad. Si el fascismo sí que permitía que se vieran las costuras al sistema, que se supiera de forma directa la exclusión que se producía con los “otros”, la democracia perfecciona todo esto para que no se comprenda, para que cada uno se aferre a una verdad cada vez más ideológicamente sobrevenida: demócrata soy yo.

Y así será hasta que la fracción de la sociedad tienda a atomizarla por completo, donde en el límite solo operen un conjunto de mónadas que se juntan y separan a intervalos mínimos, formando comunidades centrifugadas en la instantaneidad de un saber, el de la propia democracia, que fluirá por todo el entramado social. Así será hasta que la democracia sea implantada globalmente. ¿Suena demasiado distópico?

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