jueves, 22 de febrero de 2018

SIERRA, ARCO Y LA CENSURA: PANTALLA DE MÁXIMA SINCERIDAD



Si hacemos caso a uno de los textos más interesante de Boris Groys, lo que tocaría después de lo visto ayer en ARCO sería corregirle levemente y atrevernos a acabar la cita. Porque si en dicho texto señala que “la exhibición pública se ha convertido en el lugar donde emergen las preguntas más interesante y relevantes, concernientes a la relación entre arte y dinero”[1], el summum de esta amplia noción de “exhibición pública” no puede ser otro que la feria de arte.
Y lo es, precisamente, por lo que apunta el renombrado filósofo: porque es ahí donde surgen las verdaderas cuestiones estéticas de nuestro tiempo. Cuestiones que si bien en un primer momento aluden a lo archirecurrente de plantear qué es el arte y cuál es su misión, en seguida se ven aupadas a una serie de paradojas y contradicciones que señalan con claridad el momento histórico de su despliegue.
Y es que aunque toda alusión a hegelianismo sea recibido con recelo por todos los agentes artísticos –desde el artista hasta el crítico, pasando por galeristas, comisarios y público en general– lo cierto es que si lo sucedido ayer con la obra de Santiago Sierra llega a ser revelador lo es solo porque remite a la esencia del momento actual del arte, un momento como decimos paradójico y sumamente complejo.     
Pero dicho todo esto una cosa tiene que quedar clara para comprender el calado de lo sucedido: que nada de lo que pasó tiene que ver con Santiago Sierra ni con su obra. Fue simplemente una tirada de dados, una tirada eminentemente mediática. Una casualidad que, eso sí, necesitaba de todos los condicionantes para provocar semejante seísmo.
Porque, además, juzgarle por acercarse demasiado y en demasiadas ocasiones el núcleo duro del arte contemporáneo es entrar dentro de unas calificaciones que si bien pueden tener algo de verdad, por otra parte olvidan que lo más propio de su trabajo es el más colosal de los fracasos. Y es que ese sesgo mediático que decimos ha concurrido en este caso no es en absoluto algo denigrante sino que es la razón propia del régimen de exhibición en el que el arte, desde su devenir desacralizado, opera. Hace falta, para desvelar la lógica interna del arte contemporáneo, una carambola maestra, un ser filtrado por los regímenes mediáticos, un ser ofrecido por los canales mass-mediáticos. 


Si por lo que más se le conoce a Greenberg es por acuñar el concepto de superficialidad como término con el que comprender las vanguardias, el devenir histórico del arte en el último medio siglo ha venido a dar en otra superficialidad, no ya la del lienzo sin la superficie mediática: ahí donde se desvelan el núcleo de contradicciones desde donde emerge lo más interesante del arte contemporáneo. Una superficie que tuvo su fiel reflejo cuando, una vez descolgada la obra, los medios de comunicación se hacían eco de una verdadera obra de arte: la que entre todos habían conseguido, la pared blanca del stand de Helga de Alvear.
Pero mojémonos un poco más. La obra de Santiago Sierra pudiera parecer ya desde el título –Presos Políticos– mala, bastante mala. Y no porque los allí “representados” lo sean o dejen de serlo sino por la eliminación de la indecibilidad estética que toda obra, sobre todo si es política, debe de sostener. Mala porque el tipo de saber por el que el arte contemporáneo debe abogar es de otro tipo, no aquel que separe creencias y competencias, no aquel que quede sedimentado en la verdad o falsedad de las imágenes.
Y sin embargo, y pese a las declaraciones del propio Sierra que nos reafirman en nuestra primera opinión, ese pixelado, ese dejar al espectador que saque sus propias conclusiones, ¿no es la prueba de que se trataba de una trampa?, ¿de un dispositivo con el que desvelar el sesgo dictatorial de las élites políticas? Porque eso ha sido en resumidas cuentas lo que ha pasado: que un gerifalte cayó en la trampa. Y es que nadie, a estas alturas del partido, puede pensar que de tal o cual representación artística se puede desencadenar movilización política alguna. Salvo, claro está, que alguien piense que sí: salvo que alguien se crea a pies juntillas las representaciones del arte, salvo que alguien continúe creyendo que todo es cuestión de decir una verdad o de callar una mentira. La obra de Sierra era totalmente naif salvo que alguien se creyese que lo propio del arte es continuar afanado en desvelar una verdad bajo las apariencias –en este caso bajo los pixeles.
Y justo ese que se lo creyó, ese que cayó en la trampa –parece ser que Clemente González Soler, presidente del Comité Ejecutivo del recinto ferial–, nos dice todo lo que de ningún otro modo podría saberse: que realmente las altas esferas continúan afanados en una verdad que sostener, en una historia que relatar, que continúan comprendiendo su tarea como una labor de ocultar/desvelar partes de la realidad.
Pudieran muy bien dejar de hacerlo. De hecho, vaticinamos, mejor les iría. Porque de dejar las cosas, nunca mejor dicho, en su sitio, se reforzaría la nihilidad en que el arte parece continuamente caer, se reforzaría una libertad de expresión que, al ser proferida en el régimen de excepcionalidad en que concurre toda obra de arte, rozaría en su impotencia. Y, además, provocaría la necesidad del arte de repensar sus fronteras y sus estrategias de emancipación. Pero, encallando continua y torpemente en los mismos fangos, el poder político revela el acerbo despótico de sus acciones al tiempo que da al arte la suficiente carnaza con la que seguir viviendo sin despeinarse.


Pero la pregunta, llegados a este punto, solo puede ser una. El caer en la trama, ¿lo hacen por torpeza o porque algo les va en el juego?, ¿lo hacen por ineptitud o porque lo tienen más fácil manteniéndose en el anterior régimen de verdad, porque les es más cómodo seguir fraccionando la esfera pública en unos y otros, en ámbitos de verdad y de falsedad? Dicho de otra manera, ¿la obra de Sierra desvela la verdadera impronta del poder político o no es sino una posibilidad del propio poder de seguir cómodamente enclaustrado en su estrategia de proponer fáciles antagonismos de andar por casa? De ser lo primero el artista es un héroe, de ser lo segundo es un incauto advenedizo.
En definitiva, y tanto sea una cosa como sea la otra, esta obra ha conseguido, vía encarnación de muchas de las paradojas desde las que se construye el arte contemporáneo, erigirse en, parafraseando también al bueno de Groys, en zona de máxima sinceridad: justo la zona de sinceridad que, como panel blanco, exhibían los medios de comunicación. Pero claro está, una zona de sinceridad donde cada uno puede proyectar sus saberes, creencias y opiniones, una zona de sinceridad, eminentemente mediático-estética donde Arte y Política –así, con mayúsculas– se confraternizan en la elaboración de una verdad a medida exacta de cada uno: decir que ‘sí’ o decir que ‘no’, decir que es un fraude o decir que es la gota que colmaba el vaso del devenir dictatorial del poder político actual.
Es decir: la representación enfática de la post-verdad. ¿Justo lo que el arte necesita? Pensamos que no, pero el arte, en ese despliegue hegeliano en el que vive, tendrá sus razones.  


[1] GROYS, G. Revista e-flux, No. 24.  http://artecontempo.blogspot.com.es/2011/04/boris-groys.html

1 comentario:

  1. Es que tiene que haber tontos para todo. El mal es que estén en todas partes.

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