Si hacemos caso a uno de los textos más interesante de Boris Groys, lo que tocaría después de lo visto ayer en ARCO sería
corregirle levemente y atrevernos a acabar la cita. Porque si en dicho texto
señala que “la exhibición pública se ha convertido en el lugar donde emergen
las preguntas más interesante y relevantes, concernientes a la relación entre
arte y dinero”[1], el summum de esta amplia noción de “exhibición pública” no puede ser otro
que la feria de arte.
Y lo es, precisamente, por lo que apunta el renombrado filósofo: porque es
ahí donde surgen las verdaderas cuestiones estéticas de nuestro tiempo. Cuestiones
que si bien en un primer momento aluden a lo archirecurrente de plantear qué es
el arte y cuál es su misión, en seguida se ven aupadas a una serie de paradojas
y contradicciones que señalan con claridad el momento histórico de su
despliegue.
Y es que aunque toda alusión a hegelianismo sea recibido con recelo por
todos los agentes artísticos –desde el artista hasta el crítico, pasando por
galeristas, comisarios y público en general– lo cierto es que si lo sucedido
ayer con la obra de Santiago Sierra
llega a ser revelador lo es solo porque remite a la esencia del momento actual
del arte, un momento como decimos paradójico y sumamente complejo.
Pero dicho todo esto una cosa tiene que quedar clara para comprender el
calado de lo sucedido: que nada de lo que pasó tiene que ver con Santiago Sierra ni con su obra. Fue
simplemente una tirada de dados, una tirada eminentemente mediática. Una
casualidad que, eso sí, necesitaba de todos los condicionantes para provocar
semejante seísmo.
Porque, además, juzgarle por acercarse demasiado y en demasiadas ocasiones
el núcleo duro del arte contemporáneo es entrar dentro de unas calificaciones
que si bien pueden tener algo de verdad, por otra parte olvidan que lo más
propio de su trabajo es el más colosal de los fracasos. Y es que ese sesgo
mediático que decimos ha concurrido en este caso no es en absoluto algo
denigrante sino que es la razón propia del régimen de exhibición en el que el
arte, desde su devenir desacralizado, opera. Hace falta, para desvelar la
lógica interna del arte contemporáneo, una carambola maestra, un ser filtrado
por los regímenes mediáticos, un ser ofrecido por los canales mass-mediáticos.
Si por lo que más se le conoce a Greenberg es por acuñar el
concepto de superficialidad como término con el que comprender las vanguardias,
el devenir histórico del arte en el último medio siglo ha venido a dar en otra
superficialidad, no ya la del lienzo sin la superficie mediática: ahí donde se
desvelan el núcleo de contradicciones desde donde emerge lo más interesante del
arte contemporáneo. Una superficie que tuvo su fiel reflejo cuando, una vez
descolgada la obra, los medios de comunicación se hacían eco de una verdadera
obra de arte: la que entre todos habían conseguido, la pared blanca del stand
de Helga de Alvear.
Pero mojémonos un poco más. La obra de Santiago Sierra pudiera parecer ya desde el título –Presos
Políticos– mala, bastante mala. Y no porque los allí “representados” lo
sean o dejen de serlo sino por la eliminación de la indecibilidad estética que
toda obra, sobre todo si es política, debe de sostener. Mala porque el tipo de
saber por el que el arte contemporáneo debe abogar es de otro tipo, no aquel
que separe creencias y competencias, no aquel que quede sedimentado en la
verdad o falsedad de las imágenes.
Y sin embargo, y pese a las declaraciones del propio Sierra que nos reafirman en nuestra
primera opinión, ese pixelado, ese dejar al espectador que saque sus propias
conclusiones, ¿no es la prueba de que se trataba de una trampa?, ¿de un
dispositivo con el que desvelar el sesgo dictatorial de las élites políticas?
Porque eso ha sido en resumidas cuentas lo que ha pasado: que un gerifalte cayó
en la trampa. Y es que nadie, a estas alturas del partido, puede pensar que de
tal o cual representación artística se puede desencadenar movilización política
alguna. Salvo, claro está, que alguien piense que sí: salvo que alguien se crea
a pies juntillas las representaciones del arte, salvo que alguien continúe
creyendo que todo es cuestión de decir una verdad o de callar una mentira. La
obra de Sierra era totalmente naif salvo que alguien se creyese que lo propio
del arte es continuar afanado en desvelar una verdad bajo las apariencias –en
este caso bajo los pixeles.
Y justo ese que se lo creyó, ese que cayó en la trampa –parece ser que Clemente González Soler, presidente del Comité
Ejecutivo del recinto ferial–, nos
dice todo lo que de ningún otro modo podría saberse: que realmente las altas
esferas continúan afanados en una verdad que sostener, en una historia que
relatar, que continúan comprendiendo su tarea como una labor de
ocultar/desvelar partes de la realidad.
Pudieran muy bien dejar de hacerlo. De hecho, vaticinamos, mejor les
iría. Porque de dejar las cosas, nunca mejor dicho, en su sitio, se reforzaría
la nihilidad en que el arte parece continuamente caer, se reforzaría una
libertad de expresión que, al ser proferida en el régimen de excepcionalidad en
que concurre toda obra de arte, rozaría en su impotencia. Y, además, provocaría
la necesidad del arte de repensar sus fronteras y sus estrategias de
emancipación. Pero, encallando continua y torpemente en los mismos fangos, el
poder político revela el acerbo despótico de sus acciones al tiempo que da al
arte la suficiente carnaza con la que seguir viviendo sin despeinarse.
Pero la pregunta, llegados a este punto, solo puede ser una. El caer en
la trama, ¿lo hacen por torpeza o porque algo les va en el juego?, ¿lo hacen
por ineptitud o porque lo tienen más fácil manteniéndose en el anterior régimen
de verdad, porque les es más cómodo seguir fraccionando la esfera pública en
unos y otros, en ámbitos de verdad y de falsedad? Dicho de otra manera, ¿la
obra de Sierra desvela la verdadera
impronta del poder político o no es sino una posibilidad del propio poder de
seguir cómodamente enclaustrado en su estrategia de proponer fáciles
antagonismos de andar por casa? De ser lo primero el artista es un héroe, de
ser lo segundo es un incauto advenedizo.
En definitiva, y tanto sea una cosa como sea la otra, esta obra ha
conseguido, vía encarnación de muchas de las paradojas desde las que se
construye el arte contemporáneo, erigirse en, parafraseando también al bueno de
Groys, en zona de máxima sinceridad:
justo la zona de sinceridad que, como panel blanco, exhibían los medios de
comunicación. Pero claro está, una zona de sinceridad donde cada uno puede
proyectar sus saberes, creencias y opiniones, una zona de sinceridad,
eminentemente mediático-estética donde Arte y Política –así, con mayúsculas– se
confraternizan en la elaboración de una verdad a medida exacta de cada uno:
decir que ‘sí’ o decir que ‘no’, decir que es un fraude o decir que es la gota
que colmaba el vaso del devenir dictatorial del poder político actual.
Es decir: la representación enfática de la post-verdad. ¿Justo lo que
el arte necesita? Pensamos que no, pero el arte, en ese despliegue hegeliano en
el que vive, tendrá sus razones.
Es que tiene que haber tontos para todo. El mal es que estén en todas partes.
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