MIGUEL
LEACHE: POR LOS DÍAS FELICES
CENTRO
HUARTE: hasta 07/04/13
Para quien le interesa, para quien no
quiera leer más, mi posición es la siguiente: si más vale un artista tonto que
un artista malo, lo cierto es que esta exposición nos ha dado el resultado que
todos esperábamos: si este señor es un artista malo, muy malo, hay otro puñado
de artistas tontos, muy tontos, que despotrican de aquel que utiliza los mismos
mimbres que los demás: la situación escandalosamente vergonzosa del otro.
No sé si hay mal arte o buen arte, pero
lo que sí que sé es que es muy mal momento para las candorosas inocencias. Y de esas, en el mundo profiláctico de hoy en
día, las tenemos a miles. Porque, ahora que ya parece que la crítica cultural
clásica ha sido superada –la representación de la catástrofe mueve a una
indignación de salón, cínica, nihilista, y acomodada en el leitmotiv de ‘qué
mal va el mundo’-, las estrategias artísticas se esfuerzan por reproducir la lógica
del capital para hacer evidente lo intuido –para hacer visible no ya solo lo
invisible sino más que nada aquello que no queremos ver: su salvajismo, su
violencia, la inmisericorde injusticia de un sistema que va dejando un reguero
de víctimas tras de sí. No lo muestran, sino que lo reproducen. Y, si para reproducirlo hay que mancharse las
manos, es la condición –¡previa!- de artista el salvoconducto, el pasaporte que
le permite escaparse, fugarse del propio sistema para poder señalarlo como
culpable. Él no ha sido, ha sido el sistema. Su cuerpo, su condición de artista,
es la pantalla perfecta para pasar desapercibido, camuflado en su propia pose
contestataria.
Este hombre, Miguel Leache, no solo no es artista –el arte sabe muy bien a quien
dar el carnet y a quien no- sino que, además, ¡santo dios!, es procurador. Es decir,
dicho en pocas palabras: no tiene donde esconderse. No reproduce la realidad
sino que la ejecuta: hace que se cumpla.
Lo que evidencia esta exposición es
que el arte sigue siendo una cosa destinada a una élite, una élite que si bien
no tiene en el capital y en su status de clase su razón de ser, sí que sigue
atrincherada en una noción de autonomía especular que puede ser utilizada según
acomodo del propio artista: de aquel que se erige en conocedor de qué se
esconden bajo las apariencias del capital.
Y si algo precisamente debería de
saber el arte es que bajo las apariencias no hay nada. Esto, que queda muy
bonito así dicho, significa también otras muchas cosas: que no hay poder omnívoro
que pueda descubrirse, que no caben posiciones prefiguradas de antemano entre
los que saben y los que no saben, y que, sobre todo, no hay ningún
afuera en el que situarse.
No hay nada que escape a la propia
lógica del capital y querer, desde un hipotético afuera ideológico, trazar una especie de cortafuegos con el que poder
mancharse las manos solo bajo determinadas condiciones de salubridad estética, es
el propio simulacro-trampa que el capital pone al arte para su paradójica
impotencia. Porque, ¿cuál es la medida exacta para, manchándose las manos, no
utilizar a la propia víctima? Y, si no se las manchases, ¿de qué serviría el
arte?
Estas dos preguntas tiene su efectiva
contraréplica en las acusaciones formales con las que algunos han tratado de desprestigiar,
por motivos éticos, esta exposición: ¿es que acaso el mayor defecto de nuestro
artista es el haber utilizado demasiado
a las víctimas?, ¿el haber desvelado que el sistema-arte tiene siempre una
carta en la manga para no mancharse mucho las manos, es decir, una medida
preasignada?
¿No será, pregunto, que ha desvelado
el enigma del secreto oculto –y por ello a la vista de todos- del arte
contemporáneo en estos tiempos de hipercapitalismo? Ha descubierto eso y mucho
más: ha descubierto que no tenemos ni puta idea de nada, que nos llevamos las manos
a la cabeza de simulada indignación con esto de las expropiaciones cuando, al
mismo tiempo, confiamos ciegamente en el sistema, cuando deseamos que se cure
sin saber -¿sin querer ver?- que el
capitalismo está mejor que nunca, fabricando el número de víctimas preciso para
pasar de fase[1];
ha descubierto que aún no sabemos que querer moralizar al capital es la trampa
de cartón piedra de un sistema que nos promete que, nosotros también, podemos ser
ricos en cualquier momento[2].
Inocencias, como ya hemos dicho, las
menos: estas fotografías, amparadas en una lógica que muestra al espectador
aquello justo que quiere ver –la miseria del mundo- para poder irse a casa satisfecho
con su cuota de indignación diaria, pecan de una bochornosa inocencia al querer
siquiera proponerse como medio de representación para una violencia inhumana
(el texto que puede leerse en la web llama a la vergüenza ajena). Pero también nosotros
pecamos de una inocencia quizá más sintomatológica al querer trazar desde un
púlpito flexible y torticeramente maniqueo una lógica de las culpabilidades más
bien propias de un poder decimonónico y no de este poder microfísico y
desterritorializado.
Si valen las críticas a Leaches, el arte es impotente para
hacer nada ya que se mezcla con la vida siempre hasta cierto punto; si no valen,
el arte es una ocupación de falsarios, de hipócritas trabajadores del capital
que pretenden dar luz a zonas de invisibilidad cuando la única luz que
desprenden es la de su propio cuerpo-pantalla saliendo inmaculado de toda la
mierda que puebla el mundo.
En definitiva, esta muestra ha revelado
que, en una microfísica del poder tan despótica como ésta con la que agonizamos
felizmente, no hay diferencia entre él y nosotros, que somos tan benditos, que
llamamos todas las tardes a la yaya, y que nos encanta tomar té y pastas con
las amigas de mamá. Y no hay diferencia porque, por mucho que nos pese –es un
decir, pues estamos encantados- no hay distancia. Si Marshall McLuhan dijo que el arte tiene la misión de “proporcionar una distancia soportable”,
bien puede decirse del arte
algo hoy en día es que es un ejercicio de escapismo donde la distancia ha de
ser mantenida simulando su desaparición, simulando que vida y arte coinciden.
Artista tonto, artista malo..., indignación de salón, cínica, nihilista, acomodada..., púlpito flexible y torticeramente maniqueo..., Todo esto para refutar las críticas ¿cuáles? a la exposición de Leache.
ResponderEliminarPrácticamente entiendo que niegas toda posibilidad de crítica (aunque si que atizas duro a los que hemos criticado la exposición). Según propones, es imposible encontrar alguna línea moral (bueno, ética suena mejor) en la ocupación artística. Pienso que si no puedes encontrarla, si no sabes distinguirla, si tu instinto no acierta a tanto, el mundo del arte no está hecho para tí. Ya puedes echarle toda la lógica y la filosofía que quieras, no podrás entenderlo. En fin, en cualquier caso celebro que entres al debate. Saludos
Esta claro que Leache es artista, el carnet se lo ha despachado el Centro Huarte. Dede Duchamp ya sabemos que lo que se expone en los espacios para el arte es arte. Otra cosa es que se sea un artista malo o bueno.
ResponderEliminarEn cuanto a tu postura de impotencia posmoderna ante el statu quo, que puedo decir, es un gesto colaboracionista que intenta teñirse de pensamiento negativo. Lo que hay que hacer es señalar estas situaciones, en Leache y en cualquier otro artista.
Un fotógrafo, arriesgado de verdad, Clemente Bernad (que sufrio una dura campaña en contra por su participación en la exposición de arte vasco "Cada uno a su gusto" del Gugggenheim), se despacha sobre el tema creo que de forma muy acertada:
http://info.nodo50.org/Por-vuestros-dias-felices.html
Yo personalmente suscribo su visión que en cierto modo aparecia en mi breve post de Contraindicaciones: lo único que hubiera salvado esto habria sido asumir la mirada del desahuciador y no crear subterfugios para proyectar esa mirada buenista y lacrimógena
Una apostilla: lo hubiera salvado artísticamente, pero la crítica contra Leache tendría que haber sido igualmente demoledora (aunque al menos ya no sería un hipócrita)
ResponderEliminarLeída y aceptado con rotundidad el texto de Clemente Bernard. Lo único hacia donde pretendía dirigirme, quizá erróneamente, pero todo hay que ponerlo por escrito, es a apuntar que renegar de una exposición por motivos estéticos puede hacer que la cosa se pase de la raya y desvele más de lo que aparenta. El arte no es ningún lugar desde donde poder dispendiar carnets de eticidades y si lo hace que se atenga a las consecuencias: será tan improductivo como lo ha sido hasta ahora. Que llegue a poder ser algo más que un laboratorio de salón depende que se enarbole una crítica justo desde ese lugar de indecibilidad donde política y estética, arte y vida, se unen. Es decir, justo ahí donde es imposible llegar.
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