CARLOS SCHWARTZ
GALERÍA FÚCARES: 26/11/09-23/01/10
El arte, pese a quien pese, hordas de dogmáticos buscadores de glamour de tinte tecnoexistencial, no viene a ser un método epistemológico, ni educativo, ni tan siquiera vivencial. El arte es un grito, un desgarro, un grito en la arena de la playa más desierta. El arte duele y si no te desangras con él, es que no has entendido absolutamente nada. Pero es que, a fin de cuentas, ni tan siquiera el ‘entender’ tiene razón de ser. Mero fetiche, eso es lo que es. Comprender para dar que hablar y seguir jugando.
El arte se ha hecho tan sutil, tan contradictorio en los términos, que su método no es ya sólo que esté cifrado, sino que apunta hacia un trascender que, él mismo, se apura en disfrazar atiborrado como está de frivolidad.
Si nos atenemos a la historia reciente del arte, el conceptualismo fetichiza ideas igual que el pop fetichiza por la geta, y sin que nadie tenga el desparpajo de rompérsela, la propia obra de arte como mercancía. Y seguimos: lo abyecto fetichiza la diferencia sexual freudiana al igual que el apropiacionismo fetichiza la misma imagen para devolverla re-cargada y re-codificada en un juego tal absurdo como enigmático.
El arte, en definitiva, arrasa con todo lo que se ponga en su camino y sigue tan pancho en este desierto que habitamos. Nada le duele porque lo cierto es que la premisa ilustrada de dar estabilidad a la economía de la representación nació viciada desde un principio. Es decir, nada le duele porque, ni más ni menos, así ‘tenía’ que ser.
Arte como lugar del autoconocimiento del Espíritu Objetivo, estética como praxis desinteresada, como estadio existencial, son alegatos, las más conocidos sin duda, que han ido a parar al páramo aterrador de hoy en día, donde la “pérdida del valor simbólico de la cultura” que se atrevió a entrever Lukács, ha acabado convertido en pathos vertebrador de una sociedad incapaz ya de darse razones.
GALERÍA FÚCARES: 26/11/09-23/01/10
El arte, pese a quien pese, hordas de dogmáticos buscadores de glamour de tinte tecnoexistencial, no viene a ser un método epistemológico, ni educativo, ni tan siquiera vivencial. El arte es un grito, un desgarro, un grito en la arena de la playa más desierta. El arte duele y si no te desangras con él, es que no has entendido absolutamente nada. Pero es que, a fin de cuentas, ni tan siquiera el ‘entender’ tiene razón de ser. Mero fetiche, eso es lo que es. Comprender para dar que hablar y seguir jugando.
El arte se ha hecho tan sutil, tan contradictorio en los términos, que su método no es ya sólo que esté cifrado, sino que apunta hacia un trascender que, él mismo, se apura en disfrazar atiborrado como está de frivolidad.
Si nos atenemos a la historia reciente del arte, el conceptualismo fetichiza ideas igual que el pop fetichiza por la geta, y sin que nadie tenga el desparpajo de rompérsela, la propia obra de arte como mercancía. Y seguimos: lo abyecto fetichiza la diferencia sexual freudiana al igual que el apropiacionismo fetichiza la misma imagen para devolverla re-cargada y re-codificada en un juego tal absurdo como enigmático.
El arte, en definitiva, arrasa con todo lo que se ponga en su camino y sigue tan pancho en este desierto que habitamos. Nada le duele porque lo cierto es que la premisa ilustrada de dar estabilidad a la economía de la representación nació viciada desde un principio. Es decir, nada le duele porque, ni más ni menos, así ‘tenía’ que ser.
Arte como lugar del autoconocimiento del Espíritu Objetivo, estética como praxis desinteresada, como estadio existencial, son alegatos, las más conocidos sin duda, que han ido a parar al páramo aterrador de hoy en día, donde la “pérdida del valor simbólico de la cultura” que se atrevió a entrever Lukács, ha acabado convertido en pathos vertebrador de una sociedad incapaz ya de darse razones.
Hoy, cuando, y siguiendo a Virilio, la velocidad límite de la dromótica del signo ha sido alcanzada, cuando “la reducción semiológica de lo simbólico constituye en puridad el proceso ideólogico” marcado por la postmodernidad (Baudrillard), cuando por tanto, el dar razones para apurar un último sorbo de emancipación coincide en el espejo del fantasma con su reverso más tenebroso (ya dejó apuntado Zizek que un vistazo a lo noúmeno de la libertad vendría a ser como adentrarse en lo más sórdido del infierno), nada simboliza nada ni nada significa nada.
Armados con estas ideas, recalcitrantes casi ya a costa de ser repetidas, la exposición de Carlos Schwart en la galería Fúcares adquiere tintes cercanos a lo chamánico. Escaleras que dan a ninguna parte, escalas que se elevan sin razón alguna, rampas que conducen a ningún lugar, luces que iluminan inútilmente, es la estrategia que ha puesto en marcha aquí el artista para hacerse oír en el desierto de un arte que agoniza de sobrepeso.
Porque, cuando lo obvio es canon estético, cuando el minimal se solapa con el ‘ambience’ más retro y caustico, promover ideas estéticas que se acerquen sin quemarse en la hoguera de lo ordinario, adquiere, como hemos dicho, maneras casi de quiromántico.
Schwartz va al centro del asunto y, pese a las dificultades que supone levantar su discurso, los efectos son demoledores. El sinsentido del sentido, lo ornamental de la nada, la utilidad deconstruida a golpe de vista, todo ello hilado magníficamente con la utilización de neones que distan años luz de los efecto perseguidos por un Eliasonn o un Turrell.
Difícilmente encontrar más extrañamiento en lo ordinario, difícilmente encontrar más autocuestionamiento en la aparente inutilidad. Sus lugares remiten a la luminosidad de lo sagrado en contacto directo con lo matérico, con la ordinario que supone el avanzar, el subir o el escalar. Si, en terminología fenomenológica ‘a lo Heidegger’ todo objeto debe ser comprendido como “ser a la mano” debido a su carácter de valer para algo, de servir a un fin, las topologías industriales de Schwartz son decapitadas de eso mismo en lo que se asienta la industria: de significado y de utilidad.
Y es que lo sobrecogedor de estas instalaciones es que logran orientarse hacia allí donde el arte parece ya no querer saber nada: si como dijo Ortega “yo soy yo y mis circunstancias”, lo que está claro es que, para el habitante telemático de la postmodernidad, nada hay más dudoso que unas circunstancias, las nuestras, cortadas todas por el mismo patrón del fetiche en que toda mercancía ha de proponerse para ser al menos hecha visible.
Así por tanto, estas obras a medio camino entre la instalación minimalista, el ambience lúdico y el campo escultórico, consiguen que aún hoy el mero hecho de la contemplación nos subyugue hasta el punto de des-orientarnos aún más. Pero, como dijimos antes, ¿no es esa la misión del arte, gritar desorientados y perdidos para lograr siempre una circunstancia nueva, una orientación que nos pierda un poco más? Lo dicho, el arte será aterrador o no será.
Javier,...no puedo más que darte la enhorabuena una vez más. Chapeau!
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