(artículo original pu blicado en Revista Claves de Arte:
http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20604/Jaime-de-la-Jara-en-la-Galeria-Fucares)
Pensando con la profundidad que merece la frivolidad que se ha instaurado como norma de conducta, normal que las teorías del fetichismo hace ya tiempo que hayan encontrado el fetiche preferido para esta época: el cinismo. Desde que Sloterdijk postulara la razón cínica como la actual racionalidad de la era postmoderna, nadie trata siquiera de disimular. Y es que, cuando el saber es un juego discursivo en manos de sujetos como la MTV, la CNN, el FMS o la OMS, nada ni nadie nos tiene porqué importar un bledo. Hacer como si tal cosa y no dejar de mirarnos el ombligo, esa y no otra es la regla de oro en la que se premia al que más rápidamente fluya, al que esté mejor preparado para soportar la velocidad límite del hipercapitalismo postmoderno.
Mucho han cambiado las cosas desde las antiguas épocas en las que el error era entendido no como fallo en el sistema, sino como lo previo y necesario para el conocimiento. Sir Thomas Browne, imbuido del método de ensayo y error de Francis Bacon, dejó dicho, y sin inmutarse, que “el hombre sin ombligo aún habita en mí”. Como fieles descendientes de Adán, aquellos primeros empiristas sabían que sólo la inducción empírica, fundada en un constante y necesario error, era lo único que nos llevaría al conocimiento certero.
La actual exposición de Jaime de la Jara (Madrid, 1972), y que hasta el día 19 de Junio puede verse en la Galería Fúcares, intenta desmontar la falacia telemática que nos conduce a hacer de la verdad entelequia sobre la que asentar nuestra más que problemática identidad. Y es que el hombre postmoderno, como un nuevo Adán renacido de las ruinas en que lo dejó la modernidad, ama su ombligo y prefiere el gesto cínico de, aún sabiéndose constantemente engañado, vivir plácidamente en la fantasmagórica inversión a que ha conducido el reino del simulacro.
Los trabajos aquí expuestos, en ese alegato a problematizar la relación entre del error, normal que causen un estupor desacostumbrado, un extrañamiento cercano al desasosiego. Estando como estamos anestesiados contra la epidemia de la vulgaridad del error, acercarnos a una exposición que trata justo lo contrario, nos deja poco menos que tocados.
La serie titulada ‘Keys’ es altamente conceptual y hermética. Unos interruptores deformados o en estado de desaparición remiten a la actual circunstancia en la que los posibles errores no solo son eliminados, sino totalmente excluidos. Las llaves de la luz aluden a Eva, aquella que aún sin defecto está en condiciones más que óptimas de cometer el primer error. Buscando la desaparición de estos objetos resignificados en su deformidad, el artista pone sobre la mesa la prohibición más que angustiosa a la que somos sometidos: un solo error, y en el instante siguiente seremos in-terrumpidos, desconectados de la hiperconectividad global.
La siguiente serie, ‘Flags’, abunda en esa idea de engaño perceptivo al que somos sometidos en masa y para ellos dispone de tres radiadores construidos en madera y escayola y que, colocados a la altura de los ojos, interactúan componiendo una instalación que va trasformando el espacio circundante. Con el a primera vista misterioso título de ‘Banderas’, el artista alude a un poema mejicano donde la bandera debe exponer las necesidades de un pueblo, sin necesidad de que sean repetidas de continuo. La bandera, como símbolo del ámbito de lo público donde poder dialogar acerca de las necesidades de un estado, es puesta en referencia a un espacio cambiante a cada paso, donde no es que la repetición se haga innecesaria, sino simplemente imposible. Las verdades sobre las que se asienta el ejercicio político de lo público son ahora reconducidas a ejercicios de simulación y relativismo, donde solo los intereses tienen el poder de postularse como validaciones discursivas.
Pensando con la profundidad que merece la frivolidad que se ha instaurado como norma de conducta, normal que las teorías del fetichismo hace ya tiempo que hayan encontrado el fetiche preferido para esta época: el cinismo. Desde que Sloterdijk postulara la razón cínica como la actual racionalidad de la era postmoderna, nadie trata siquiera de disimular. Y es que, cuando el saber es un juego discursivo en manos de sujetos como la MTV, la CNN, el FMS o la OMS, nada ni nadie nos tiene porqué importar un bledo. Hacer como si tal cosa y no dejar de mirarnos el ombligo, esa y no otra es la regla de oro en la que se premia al que más rápidamente fluya, al que esté mejor preparado para soportar la velocidad límite del hipercapitalismo postmoderno.
Mucho han cambiado las cosas desde las antiguas épocas en las que el error era entendido no como fallo en el sistema, sino como lo previo y necesario para el conocimiento. Sir Thomas Browne, imbuido del método de ensayo y error de Francis Bacon, dejó dicho, y sin inmutarse, que “el hombre sin ombligo aún habita en mí”. Como fieles descendientes de Adán, aquellos primeros empiristas sabían que sólo la inducción empírica, fundada en un constante y necesario error, era lo único que nos llevaría al conocimiento certero.
La actual exposición de Jaime de la Jara (Madrid, 1972), y que hasta el día 19 de Junio puede verse en la Galería Fúcares, intenta desmontar la falacia telemática que nos conduce a hacer de la verdad entelequia sobre la que asentar nuestra más que problemática identidad. Y es que el hombre postmoderno, como un nuevo Adán renacido de las ruinas en que lo dejó la modernidad, ama su ombligo y prefiere el gesto cínico de, aún sabiéndose constantemente engañado, vivir plácidamente en la fantasmagórica inversión a que ha conducido el reino del simulacro.
Los trabajos aquí expuestos, en ese alegato a problematizar la relación entre del error, normal que causen un estupor desacostumbrado, un extrañamiento cercano al desasosiego. Estando como estamos anestesiados contra la epidemia de la vulgaridad del error, acercarnos a una exposición que trata justo lo contrario, nos deja poco menos que tocados.
La serie titulada ‘Keys’ es altamente conceptual y hermética. Unos interruptores deformados o en estado de desaparición remiten a la actual circunstancia en la que los posibles errores no solo son eliminados, sino totalmente excluidos. Las llaves de la luz aluden a Eva, aquella que aún sin defecto está en condiciones más que óptimas de cometer el primer error. Buscando la desaparición de estos objetos resignificados en su deformidad, el artista pone sobre la mesa la prohibición más que angustiosa a la que somos sometidos: un solo error, y en el instante siguiente seremos in-terrumpidos, desconectados de la hiperconectividad global.
La siguiente serie, ‘Flags’, abunda en esa idea de engaño perceptivo al que somos sometidos en masa y para ellos dispone de tres radiadores construidos en madera y escayola y que, colocados a la altura de los ojos, interactúan componiendo una instalación que va trasformando el espacio circundante. Con el a primera vista misterioso título de ‘Banderas’, el artista alude a un poema mejicano donde la bandera debe exponer las necesidades de un pueblo, sin necesidad de que sean repetidas de continuo. La bandera, como símbolo del ámbito de lo público donde poder dialogar acerca de las necesidades de un estado, es puesta en referencia a un espacio cambiante a cada paso, donde no es que la repetición se haga innecesaria, sino simplemente imposible. Las verdades sobre las que se asienta el ejercicio político de lo público son ahora reconducidas a ejercicios de simulación y relativismo, donde solo los intereses tienen el poder de postularse como validaciones discursivas.
Por último, la instalación ‘Radiant 1’ quizá sea la más lograda. Llenando un fragmento de espacio vacío, un radiador de suelo es recreado y puesto en ese espacio. Entendiendo que las dimensiones de la galería son aún pequeñas para la obra, para la presumible infinitud del espacio vacío, el que sea un ‘fragmento’ de vacío lleno por el radiador nos hace pensar que es la relación que media entre el vacío y el objeto lo que realmente se está aquí conceptualizando. La apelación a Heidegger en la nota de prensa nos pone definitivamente sobre la pista:
Si ser y verdad van siempre juntos, lejos de que la verdad esa que antes hemos cifrado como omnipotente queda amparada en el ser, es más bien en la nada de donde extrae sus últimos condicionantes para postularse como poder absoluto. Así, la verdad de la que la postmodernidad hace gala no es aquella del des-velar al ser, sino precisamente la que se ha ido haciendo fuerte en el retornar siempre del ser a la mismidad del objeto, del ente; justo ahí donde al ser no le queda nada, donde el ser retumba en la infinitud del vacío.
Normal entonces, recapitulando, que el cinismo sea elevado a los altares del fetichismo postmoderno: de no mediar una relación fraudulenta y tergiversada siempre a nuestro favor de la realidad, tendríamos que asumir una existencia cuya esencia sería arrojarse al pozo sin fondo de esa nada abismal para rescatar de allí al verdadero ser de las cosas. ¿Quién no prefiere entonces la siesteante existencia mediada en mentiras que de tan geniales las asumimos cínicamente como verdades?; es decir, ¿quién no prefiere seguir mirándose el ombligo?
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