ALFREDO JAAR: 'THE SOUND OF SILENCE'
GALERÍA OLIVA ARAUNA: hasta el 08/01/11
(artículo original en 'Revista Claves de Arte':
(artículo original en 'Revista Claves de Arte':
Si hay en el arte contemporáneo una estrategia que pueda aunar a multitud de prácticas interdisciplinares esa es, sin duda alguna, la de problematizar el mero hecho -a priori de la experiencia estética- del mirar. Teniendo en cuenta esto, dos se nos antojan las acciones que mejor muestran el camino a seguir: aquella que hace invisible el objeto a contemplar (véase procesual, efímero, performativo, desmaterialización, todas ellas herederas del conceptualismo de los años sesenta como movimiento de autoreflexión crítica y autonegación) y aquella otra, de calado más político, que denuncia la mentira del actual régimen de lo hipervisual.
Ambas se fusionan en una misma función: la de llevar a cabo una crítica de las relaciones materiales de producción del saber, y su conexión -cada vez más fantasmagórica, cada vez más y mejor producida como pura virtualidad de efectos de verdad- con el poder.
Esta segunda vertiente del arte contemporáneo, tiene en Alfredo Jaar (Chile, 1956) a uno de sus más capaces artistas. Su trabajo, en especial este que hasta el día 8 de enero puede verse en la Galería Oliva Arauna, consiste en desvelar una de las paradojas más asombrosas en que ha terminado por encallar el proceso emancipador de la modernidad. Porque, de ninguna otra manera salvo paradójico es el descubrimiento de que, justo cuando el bombardeo mediático es más intenso, justo cuando la esquizofrenia libidinal del habitante postmoderno se da, antes que nada, a nivel de la imagen, es también cuando más control se produce y, sobre todo, más cosas son silenciadas y apartadas de nuestra vista.
La conclusión es obvia: la lucha que se ha que llevar a cabo, ahí donde el arte debe de desplegar toda su capacidad crítica y social al desvelar la verdadera naturaleza en las relaciones entre el saber y el poder, se da, ahora más que nunca, a nivel de la política de las imágenes.
Qué nos silencian los mass media, qué estrategias son las que siguen para haberse convertido en productores de una realidad a escala global y, sobre todo, cual es nuestra responsabilidad a la hora de autocomprendernos o no como simulacionales efectos de sentido pegados a la vorágine de un mirar que nada ve ni sabe, ahíto como está adherido a la pantalla global, son las cuestiones que más preocupan a Alfredo Jaar.
Y, a lo que a él respecta, la cosa está bastante clara: ante el mise en abysme que supone el poder maquínico del signo-imagen como mercancía del hiperconsumismo, el arte ha de hacer saltar por los aires el silencio fantasmal de un poder, el telemático, que opera disfrazado de buenismo y entretenimiento.
Si este arte, comprendido como poética de lo antivisual, se relaciona como sugiere Miguel A. Hernández-Navarro, con el concepto freudiano de siniestro, en tanto en cuanto esta siniestralidad aludía psicoanalíticamente a la extrañeza y espanto que afecta a las cosas conocidas y familiares debido a un “salir a la luz” de angustias y fobias inconscientes, para Alfredo Jaar no es ya solo lo siniestro, sino lo inhumano lo que quizá se esconda detrás de la sospecha de que, efectivamente, hay algo detrás de cada imagen.
Ambas se fusionan en una misma función: la de llevar a cabo una crítica de las relaciones materiales de producción del saber, y su conexión -cada vez más fantasmagórica, cada vez más y mejor producida como pura virtualidad de efectos de verdad- con el poder.
Esta segunda vertiente del arte contemporáneo, tiene en Alfredo Jaar (Chile, 1956) a uno de sus más capaces artistas. Su trabajo, en especial este que hasta el día 8 de enero puede verse en la Galería Oliva Arauna, consiste en desvelar una de las paradojas más asombrosas en que ha terminado por encallar el proceso emancipador de la modernidad. Porque, de ninguna otra manera salvo paradójico es el descubrimiento de que, justo cuando el bombardeo mediático es más intenso, justo cuando la esquizofrenia libidinal del habitante postmoderno se da, antes que nada, a nivel de la imagen, es también cuando más control se produce y, sobre todo, más cosas son silenciadas y apartadas de nuestra vista.
La conclusión es obvia: la lucha que se ha que llevar a cabo, ahí donde el arte debe de desplegar toda su capacidad crítica y social al desvelar la verdadera naturaleza en las relaciones entre el saber y el poder, se da, ahora más que nunca, a nivel de la política de las imágenes.
Qué nos silencian los mass media, qué estrategias son las que siguen para haberse convertido en productores de una realidad a escala global y, sobre todo, cual es nuestra responsabilidad a la hora de autocomprendernos o no como simulacionales efectos de sentido pegados a la vorágine de un mirar que nada ve ni sabe, ahíto como está adherido a la pantalla global, son las cuestiones que más preocupan a Alfredo Jaar.
Y, a lo que a él respecta, la cosa está bastante clara: ante el mise en abysme que supone el poder maquínico del signo-imagen como mercancía del hiperconsumismo, el arte ha de hacer saltar por los aires el silencio fantasmal de un poder, el telemático, que opera disfrazado de buenismo y entretenimiento.
Si este arte, comprendido como poética de lo antivisual, se relaciona como sugiere Miguel A. Hernández-Navarro, con el concepto freudiano de siniestro, en tanto en cuanto esta siniestralidad aludía psicoanalíticamente a la extrañeza y espanto que afecta a las cosas conocidas y familiares debido a un “salir a la luz” de angustias y fobias inconscientes, para Alfredo Jaar no es ya solo lo siniestro, sino lo inhumano lo que quizá se esconda detrás de la sospecha de que, efectivamente, hay algo detrás de cada imagen.
Y si hay alguien para quien lo inhumano es categoría estética preeminente ese es Adorno: “El arte se vuelve humano en el instante en que renuncia a servir. Su humanidad es incompatible con toda ideología del servicio al ser humano. Le es fiel al ser humano sólo mediante la inhumanidad contra esa ideología”. Conclusión: el arte ha de ser inhumano porque solo así puede vérselas cara a cara con nuestros miedos más silenciados, con aquello que decimos desear conocer pero que ocultamos constantemente de nuestro campo visual y porque, solo así, puede desenmascarar la ideología sedante que se esconde detrás de las actuales condiciones de producción del conocimiento.
Acudir a esta exposición, caminar por el pasillo que conduce a la capilla donde, a oscuras y en perpetuo silencio, se expone la obra “The Sound of Silence”, es una de las experiencias más demoledoras que se pueden tener hoy en día. La experiencia de que, quizá, seamos nosotros los que deseemos que esta vorágine de la nihilidad escópica, del control selectivo por parte del poder acerca de las condiciones del “mirar” y del “conocer”, se mantengan e, incluso, se perfeccionen.
Porque, de no ser así, nos arriesgamos a tener que plantar cara a lo traumático que se esconde detrás de todo “mirar”, a lo nouménico de una humanidad que vive en el terror, la violencia y la muerte, y porque, de no mediar un aparato de control selectivo, descubriremos como ninguna experiencia resulta catártica, que ningún conocimiento sella la herida metafísica, sino que todo descansa en una profunda inhumanidad.
Cargar, como también decía Adorno, con toda la culpa del mundo y atrevernos, de una vez y para siempre, a saber, quizá sean los dos olvidos más flagrantes en que ha caído una humanidad que prefiere taparse los ojos a plantar cara a su más profundo sinsentido. Quizá por eso el arte contemporáneo causa tanto recelo hoy en día: porque nos invita a ver aquello que no queremos ver, porque nos prohíbe mirar aquello que nos hemos cansado ya de mirar.
Acudir a esta exposición, caminar por el pasillo que conduce a la capilla donde, a oscuras y en perpetuo silencio, se expone la obra “The Sound of Silence”, es una de las experiencias más demoledoras que se pueden tener hoy en día. La experiencia de que, quizá, seamos nosotros los que deseemos que esta vorágine de la nihilidad escópica, del control selectivo por parte del poder acerca de las condiciones del “mirar” y del “conocer”, se mantengan e, incluso, se perfeccionen.
Porque, de no ser así, nos arriesgamos a tener que plantar cara a lo traumático que se esconde detrás de todo “mirar”, a lo nouménico de una humanidad que vive en el terror, la violencia y la muerte, y porque, de no mediar un aparato de control selectivo, descubriremos como ninguna experiencia resulta catártica, que ningún conocimiento sella la herida metafísica, sino que todo descansa en una profunda inhumanidad.
Cargar, como también decía Adorno, con toda la culpa del mundo y atrevernos, de una vez y para siempre, a saber, quizá sean los dos olvidos más flagrantes en que ha caído una humanidad que prefiere taparse los ojos a plantar cara a su más profundo sinsentido. Quizá por eso el arte contemporáneo causa tanto recelo hoy en día: porque nos invita a ver aquello que no queremos ver, porque nos prohíbe mirar aquello que nos hemos cansado ya de mirar.
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