PEDRO CAPALEZ: ‘TRASFONDO’
GALERÍA MAX ESTRELLA: 28/10/10-10/12/10
Cuando las fuerzas destructivas -postmodernas- dirigidas contra el racionalismo moderno han sido desenmascaradas como fuerzas dependientes del propio mito racionalista de modernidad, sentencias como la de Adorno que comprenden el arte contemporáneo como un “progreso contra la obra de arte como sistema de sentido” han terminado por resultar vacuas.
Eso que aleteaba en su pensamiento, eso que en el decir de Albrecht Wellmer alude a formas abiertas del arte moderno como “respuesta de la conciencia estética emancipada a lo aparente y violento de totalidades de sentido tradicionales”, parecen haber sido ganadas para la causa a la que, en principio, se oponían: la violencia de una razón totalizadora, el flujo incesante de la hiperdomincaión de cualsea línea de deseo.
Y lo cierto es que el propio Adorno no supo salir del atolladero de una contrarazón que se desplegaba a golpe de reconciliación –heredera precisa de la Ilustración- y rememoración –en clara sintonía con el vértigo que produce el Andenken heideggeriano.
Pero cuando la comprensión de la génesis de la estética moderna como autoreflexión de sus propias condiciones de posibilidad se truecan en adormecimiento semiótico, en hipertrofia en lo banal, o en mera hiperespectacularización, las cosas –la función real del arte- hay que tomárselas muy en serio.
Si algo significa el postconceptualismo en el que nos hallamos es que la premisa de Debord de que la función del arte es crear distancia ha desaparecido en cuanto en tanto la mera obra coincide con su reproducibilidad. Hoy cabe decir que, ya por fin, nos hallamos en la tan anhelada “distancia zero”.
Explorando la creciente indistinguibilidad existente entre obra y reproducción, el arte conceptual, en una estrategia de autonegación del sentido y de desmaterialización del propio objeto, ha devenido en una polisemia de sentido donde remisiones al desocultamiento de la verdad o a la asunción de una destinación, aunque sea vía negativa, del propio concepto de arte han resultado insuficientes para el verdadero alcance –político y social- del arte.
Aunque sea del todo cierto que, como dice Brea, una forma artística solo nace “cuando a una práctica de producción simbólica le es dado el ejercicio de la autocrítica inmanente”, la reflexión que vio nacer al arte contemporáneo como ámbito de autoreflexión de sus condiciones de posibilidad ha quedado desmantelada en cuanto en tanto esas mismas posibilidades trascienden por mucho la propia discursividad replegada en una semiología estructuralista en busca de desviaciones de sentido, en vagabundeos de significantes o, incluso en fantasmagorías psicoanalíticas.
El deslizarse de la estética en una teoría general de la interpretación, vía por supuesto giro hermenéutico, ha socavado hasta los cimientos el carácter utópico de una producción, la artística, que ha visto como el mito de la metáfora flotante ha reventado en una realidad que se autogestiona como copia simulacionista, como simulacro hipermediático. Es decir, la reducción del material formal a puro signo ha diluido toda capacidad crítica del arte a favor de una pose, de un gesto cínico de autosatisfacción tan efectista como eficiente.
Así, un arte que se quede en la fragmentación inorgánica de la superficie significante, un arte que permanezca atrapado en la diseminación deconstructivista en busca de sentido –aunque fuere derivado o tachado-, o un arte cómodamente instalado en el star-system que sabe que toda estrategia contrafáctica terminará claudicando a sus pies, es un arte que parece no querer vérselas de tú a tú con su realidad última: aquella que le lanza a atreverse con lo no-integrado, lo no-dicho o lo no-mostrado.
GALERÍA MAX ESTRELLA: 28/10/10-10/12/10
Cuando las fuerzas destructivas -postmodernas- dirigidas contra el racionalismo moderno han sido desenmascaradas como fuerzas dependientes del propio mito racionalista de modernidad, sentencias como la de Adorno que comprenden el arte contemporáneo como un “progreso contra la obra de arte como sistema de sentido” han terminado por resultar vacuas.
Eso que aleteaba en su pensamiento, eso que en el decir de Albrecht Wellmer alude a formas abiertas del arte moderno como “respuesta de la conciencia estética emancipada a lo aparente y violento de totalidades de sentido tradicionales”, parecen haber sido ganadas para la causa a la que, en principio, se oponían: la violencia de una razón totalizadora, el flujo incesante de la hiperdomincaión de cualsea línea de deseo.
Y lo cierto es que el propio Adorno no supo salir del atolladero de una contrarazón que se desplegaba a golpe de reconciliación –heredera precisa de la Ilustración- y rememoración –en clara sintonía con el vértigo que produce el Andenken heideggeriano.
Pero cuando la comprensión de la génesis de la estética moderna como autoreflexión de sus propias condiciones de posibilidad se truecan en adormecimiento semiótico, en hipertrofia en lo banal, o en mera hiperespectacularización, las cosas –la función real del arte- hay que tomárselas muy en serio.
Si algo significa el postconceptualismo en el que nos hallamos es que la premisa de Debord de que la función del arte es crear distancia ha desaparecido en cuanto en tanto la mera obra coincide con su reproducibilidad. Hoy cabe decir que, ya por fin, nos hallamos en la tan anhelada “distancia zero”.
Explorando la creciente indistinguibilidad existente entre obra y reproducción, el arte conceptual, en una estrategia de autonegación del sentido y de desmaterialización del propio objeto, ha devenido en una polisemia de sentido donde remisiones al desocultamiento de la verdad o a la asunción de una destinación, aunque sea vía negativa, del propio concepto de arte han resultado insuficientes para el verdadero alcance –político y social- del arte.
Aunque sea del todo cierto que, como dice Brea, una forma artística solo nace “cuando a una práctica de producción simbólica le es dado el ejercicio de la autocrítica inmanente”, la reflexión que vio nacer al arte contemporáneo como ámbito de autoreflexión de sus condiciones de posibilidad ha quedado desmantelada en cuanto en tanto esas mismas posibilidades trascienden por mucho la propia discursividad replegada en una semiología estructuralista en busca de desviaciones de sentido, en vagabundeos de significantes o, incluso en fantasmagorías psicoanalíticas.
El deslizarse de la estética en una teoría general de la interpretación, vía por supuesto giro hermenéutico, ha socavado hasta los cimientos el carácter utópico de una producción, la artística, que ha visto como el mito de la metáfora flotante ha reventado en una realidad que se autogestiona como copia simulacionista, como simulacro hipermediático. Es decir, la reducción del material formal a puro signo ha diluido toda capacidad crítica del arte a favor de una pose, de un gesto cínico de autosatisfacción tan efectista como eficiente.
Así, un arte que se quede en la fragmentación inorgánica de la superficie significante, un arte que permanezca atrapado en la diseminación deconstructivista en busca de sentido –aunque fuere derivado o tachado-, o un arte cómodamente instalado en el star-system que sabe que toda estrategia contrafáctica terminará claudicando a sus pies, es un arte que parece no querer vérselas de tú a tú con su realidad última: aquella que le lanza a atreverse con lo no-integrado, lo no-dicho o lo no-mostrado.
Pedro Calapez, proponiendo una pintura expandida como implosión/fragmentación de una –apenas vislumbrada- totalidad emergente, consigue hacer suyos uno por uno todos los logros de un arte que tuvo que vérselas con su capacidad metatextual, pero que ahora sueña con atreverse a ser producido como renegociación pública de discursividades dialógicas.
Y es que si el sentido se produce como efecto de superficie en continua reconstrucción, el arte ha de quedar instalado en el núcleo que permita la radical multiplicación de los escenarios dialógicos y ya nunca más quedarse agazapado en la constreñida madeja de la discursividad metaconceptual.
Adorno lo sabía pero no lo supo ver: la mímesis que el suponía como la mitad del arte –siendo la otra la racionalidad- no es ni más ni menos que esa capacidad del propio arte para asumir lo no integrado, lo no dicho y, así, ampliar los límites de un sujeto que se produce en esa utopía última que es la utopía de la comunicación.
En conclusión, rupturas en el propio campo pictórico, recurrencias a totalidades fragmentadas o reflexiones en torno al mero hecho de pintar, están cada vez más por demás, habida de que, efectivamente, detrás del signo no hay nada, detrás de la pantalla no hay nada. En un mundo donde el sentido se produce como efecto dentro de una red rizomática de significado, apelaciones a trasfondos no significa más que la renuencia a dotar al arte de su capacidad simbólica propia.
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