lunes, 29 de noviembre de 2010

IMAGEN-TEXTO O LA PROFUNDIAD DEL SILENCIO


IVÁN NAVARRO: TENER DOLOR EN EL CUERPO DE OTRO
GALERÍA DISTRITO4: hasta 04/01/11

(artículo original en Revista Claves de Arte:
http://www.revistaclavesdearte.com/critica/20834/Ivan-Navarro-en-Distrito4)

Al principio de su novela Tokio blues, Murakami nos relata la historia de un pozo, un pozo muy hondo donde, de cuando en cuando, cae la gente sin otro futuro que esperar una lenta y certera muerte. La imagen, obviamente, no es nueva: el pozo contrarresta a la perfección la imagen bucólica que el humano medio se hace de la existencia: felicidad, seguridad, comodidad… todo se tendrá a condición de seguir por la senda del camino recto.
Del arte se pueden decir muchas cosas, pero quizá una de las más obvias es que le fascina encontrarse cara a cara con el pozo y, de ser posible, simular una abismal caída.
La tradición romántica, de la que ha dicho recientemente Badiou que es de aquella contra la que luchamos, es aquí experta. Sellar la herida entre lo nouménico y lo fenoménico, entre la realidad y la idealidad, entre la necesidad y la libertad, no tenía otra forma de llevarse a cabo que no fuese arrojándose sin miedo en el pozo de la genialidad, de lo sublime o de la subjetividad prometeica.
Pero no es que el arte sea cosa de arrebatos locos ni de psicodramas con tendencia a explorar otras puertas de percepción, sino que, asentado en la dualidad que media entre mímesis y realidad, le es imposible cumplimentar ambas instancias. Adorno lo supo bastante bien y por eso su estética no termina sino arrojándose al pozo de la rememoración y de la (im)posible redención: “en el conocimiento discursivo la verdad se encuentra desvelada; pero a cambio él no la tiene”. Apariencia de reconciliación, expiación de culpas, etc: el arte se torna dramático porque descubre que su destino, la destinación de su concepto, no parece ser otro que el tirarse por el pozo del sinsentido.
Pero, en el recuento de antinomias con que el arte queda caracterizado, se nos ha olvidado la que aquí nos importa: la que media entre la imagen y el signo. Porque el arte, aún haciéndose remitir a la productividad de imágenes, recae una y otra vez en lo discursivo. La razón para que esto haya sucedido es más que obvia: el arte ha aparecido siempre como discursivo porque en la necesidad que tiene la esencia de aparecer necesita un soporte, es decir, un signo –siendo la palabra el más privilegiado de todos ellos.
En una de los siempre últimos suicidios del arte arrojándose al pozo, cierto conceptualismo redujo la antinomia a una absurda estetización: si Sol LeWitt advirtió que sus sentencias-manifiesto no eran arte, sino solo “ideas acerca del arte”, privilegiados artistas decidieron hacer de dichas sentencias pequeñas obras de arte vía absurda estetización formalista-lumínica.
Pero lo cierto es que, afortunadamente, los tiempos han ido cambiando y del maridaje conceptual-formalista hemos ido pasando a un nietzscheanismo que sabe demasiado bien que el signo, la palabra, más que denotar idealmente mundos posibles, nos lanza, otra vez, por el pozo sin fondo de la interpretación, de los efectos de verdad y de sentido.
La actual exposición de Iván Navarro (Santiago de Chile, 1972) en la Galería Distrito 4, y que se pude ver hasta el próximo 8 de Enero, parece ser el epígono perfecto a esta historia: la del signo-texto y la de la propia violencia con que éste se ha autoimpuesto en la Modernidad entera. Y lo hace justo ahora, ahora cuando, en palabras de José Luis Brea, “nuestra relación con los discursos, con las formas de vida, con los programas éticos, con las teorías y los paradigmas críticos o científicos, todas ellas aparecen prefiguradas por la forma de la experiencia estética”.




Pero es que, si se ve su carrera en perspectiva, no le quedaba más remedio. Si bien su fragilidad formal –la de unos objetos cotidianos recortados con tubos fluorescentes- nos remitía a una profunda amenaza, a un abismal miedo oculto en el deseo o en la comodidad, Navarro parece haber descubierto que la violencia originaria no es otra que la que ejerce la palabra. Porque si las políticas ergonómicas de lo ocioso y acomodaticio –plausiblemente las del deseo- quedan cercenadas en sus anteriores obras en un formalismo estético que nada tiene de inocente, lo que nos propone ahora es el descenso al pozo del lenguaje para, dese ahí, intentar una mínima trabazón, un microefecto por donde todo significado se desliza a través del dolor, la memoria y la vida.
Así pues, recontextualizar la palabra, dotarla de aquello que originariamente la esenciaba, remitirla a un olvido, a un dolor silenciado en la memoria de todos cuantos nos ha precedido; es decir, deslizarse por el pozo sin fondo del tiempo para hacerla resurgir en un nuevo vuelo. Estamos en las lindes del aparecer del ser en la palabra poética: Heidegger y la palabra como casa del ser, Victor Jara y la poesía como rebelión contra el olvido. Eso, precisamente, que nos llama cuando nos asomamos a los callados tambores por donde las palabras se deslizan: promesa y olvido, barbarie y redención, el dolor condensado de nuestra propia historia.
Magistral, en resumidas cuentas, esta exposición que nos recuerda que para luchar contra la barbarie la primera tarea es liberar al lenguaje y, más importante aún, que para ello no hay más opción que lanzarnos por el pozo del sinsentido de donde, como en la novela de Murakami, no sabemos muy bien qué nos espera.

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