DANIEL SILVO: ‘NOSTALGIAS AJENAS’GALERÍA MARTA CERVERA: 11/01/11-12/02/11
Si de algo puede decirse que estamos saturados es de historia. Ya no solo por esa pulsión esquizoide hacia el archivo con la que querer sortear el sortilegio de la fugacidad del instante alabado ya desde Baudelaire, sino porque el abuso de historia a la que nos tiene acostumbrado el arte contemporáneo produce un hartazgo, una hipertrofia de la memoria histórica que no redunda, las más de las veces, más que en una fetichización o estetización de la propia historia sin ninguna otra gracia que el servirnos calentito el plato de la mirada melancólica y nostálgica. Así, lista para consumir, la historia se nos presenta engalanada de hedonismo y buenas intenciones, sin saber que, como sostenía Adorno, “toda hedoné es falsa en un mundo falso”.
Si para los frankfurtianos la estética entera estaba construida sobre una filosofía de la historia cuyo tema central era la función del arte en el proceso histórico, hoy en día, cuando esa funcionalidad artística se ha resuelto en ‘función política’, la historia se ha convertido en la cosa que traerse entre manos para, desde ella y contra ella, dar por válido todo tipo de discurso. Así, asentado en la idioticia de la recurrencia a un discurso político hecho desde la instancia-arte, la historia es el sustrato con el que cometer todo tipo de desafueros.
Pero es que, en el actual estado de la cuestión, cuando todo gesto de resistencia es adelantado por el arte en su infinita sabiduría, los efectos son tan inocentes, tan candorosas las leyes que imperan de la causa/efecto, que todo tiene el gusto amargo de lo archiconocido. Si Benjamin decía que “una forma artística nunca puede ser determinada con función de los efectos que produce”, con la actual recurrencia a la memoria histórica, el arte queda tan mal parado que, generalmente, son los típicos efectos de indignación o culpabilidad a lo más que llega.
En este sentido, Rancière apunta que el problema del arte calificado de político –aunque para él todo arte es de por sí político- “reside más bien en el planteamiento mismo, en el presupuesto de un continuum sensible entre la producción de las imágenes, gestos o palabras y la percepción de una situación que involucra los pensamientos, sentimientos y acciones de los espectadores”. Es decir, entre lo que cabría esperar y lo producido no hay ya distancia: los efectos son los que deben ser, porque… ¡para algo es arte político!
Pero quizá no toda la culpa es del arte: siendo como es la postmodernidad una época de crisis para la noción de progreso, normal entonces que no adivinemos otra manera de pensar el mundo que no sea desde la nostalgia.
El problema, pensamos, es que esa rememoración se queda en el juego de superficies de la ‘mirada atrás’ sin operar ningún juego dialéctico entre las diferentes temporalidades. La imagen artística, dialéctica en sí misma al entenderse, con Benjamin, “como lo nuevo en el contexto de lo que siempre estuvo ahí”, queda amputada de todas sus temporalidades resolviéndose en expresa mercantilización de la memoria y la historia.
Daniel Silvo no es en absoluto ajeno a esta problemática. Tanto es así que no duda en decir que de lo que consta la exposición que hasta el próximo día 12 de febrero puede verse en la Galería Marta Cervera es de “una serie de obras que convierten en fetiche la memoria socialista y revolucionaria, mirando hacia el pasado de manera acrítica y estetizada”.
Si de algo puede decirse que estamos saturados es de historia. Ya no solo por esa pulsión esquizoide hacia el archivo con la que querer sortear el sortilegio de la fugacidad del instante alabado ya desde Baudelaire, sino porque el abuso de historia a la que nos tiene acostumbrado el arte contemporáneo produce un hartazgo, una hipertrofia de la memoria histórica que no redunda, las más de las veces, más que en una fetichización o estetización de la propia historia sin ninguna otra gracia que el servirnos calentito el plato de la mirada melancólica y nostálgica. Así, lista para consumir, la historia se nos presenta engalanada de hedonismo y buenas intenciones, sin saber que, como sostenía Adorno, “toda hedoné es falsa en un mundo falso”.
Si para los frankfurtianos la estética entera estaba construida sobre una filosofía de la historia cuyo tema central era la función del arte en el proceso histórico, hoy en día, cuando esa funcionalidad artística se ha resuelto en ‘función política’, la historia se ha convertido en la cosa que traerse entre manos para, desde ella y contra ella, dar por válido todo tipo de discurso. Así, asentado en la idioticia de la recurrencia a un discurso político hecho desde la instancia-arte, la historia es el sustrato con el que cometer todo tipo de desafueros.
Pero es que, en el actual estado de la cuestión, cuando todo gesto de resistencia es adelantado por el arte en su infinita sabiduría, los efectos son tan inocentes, tan candorosas las leyes que imperan de la causa/efecto, que todo tiene el gusto amargo de lo archiconocido. Si Benjamin decía que “una forma artística nunca puede ser determinada con función de los efectos que produce”, con la actual recurrencia a la memoria histórica, el arte queda tan mal parado que, generalmente, son los típicos efectos de indignación o culpabilidad a lo más que llega.
En este sentido, Rancière apunta que el problema del arte calificado de político –aunque para él todo arte es de por sí político- “reside más bien en el planteamiento mismo, en el presupuesto de un continuum sensible entre la producción de las imágenes, gestos o palabras y la percepción de una situación que involucra los pensamientos, sentimientos y acciones de los espectadores”. Es decir, entre lo que cabría esperar y lo producido no hay ya distancia: los efectos son los que deben ser, porque… ¡para algo es arte político!
Pero quizá no toda la culpa es del arte: siendo como es la postmodernidad una época de crisis para la noción de progreso, normal entonces que no adivinemos otra manera de pensar el mundo que no sea desde la nostalgia.
El problema, pensamos, es que esa rememoración se queda en el juego de superficies de la ‘mirada atrás’ sin operar ningún juego dialéctico entre las diferentes temporalidades. La imagen artística, dialéctica en sí misma al entenderse, con Benjamin, “como lo nuevo en el contexto de lo que siempre estuvo ahí”, queda amputada de todas sus temporalidades resolviéndose en expresa mercantilización de la memoria y la historia.
Daniel Silvo no es en absoluto ajeno a esta problemática. Tanto es así que no duda en decir que de lo que consta la exposición que hasta el próximo día 12 de febrero puede verse en la Galería Marta Cervera es de “una serie de obras que convierten en fetiche la memoria socialista y revolucionaria, mirando hacia el pasado de manera acrítica y estetizada”.
Partir de tales presupuestos, de ahí justo de donde la mayoría de las obras regresan con la vitola de fracaso sobre sus cabezas, es un gesto, en el filo, que lo mismo que denota una preocupación profunda del artista por la necesidad de enfrentarse a estos problemas desde otra óptica, deja poco margen de maniobra para que surja otra experiencia de lo político, una experiencia que abra, como él dice, “un espacio para la política dentro de la estética”.
Tan poco margen deja, pensamos, que no por querer ser esa su intención logra llevarla a cabo. Y es que estetizar la política merced a una mirada melancólica y estetizada hacia el pasado, reificar las utópicas potencialidades asumidas por determinadas ideologías, no supone en absoluto crear una disociación en el entramado política-arte que posibilite algún tipo de disenso entre ambas, es decir, que rompa con el continuum al que antes nos referíamos.
Tampoco, y ahí si estamos con él, lo logra un arte que opte por un “efecto político inmediato a través del arte”. Porque el efecto no puede ser, o al menos no debería ser, una trasmisión calculable entre conmoción artística sensible, toma de conciencia intelectual y movilización política: el poder de la mercancía, de la memoria cosificada y fetichizada, se vuelve contra sí misma y juega con al indecibilidad misma de sus dispositivo.
Pero dejar las cosas en puntos suspensivos, retrotraerse al pasado con una mirada acrítica y cosificadora, tampoco supone crear las condiciones óptimas para que surja ninguna experiencia de ruptura y disenso que reorganice la distancia entre arte y política. Y si la experiencia estética entra de lleno en lo político es, como bien dice Rancière, “porque ella también se define como experiencia de disenso, opuesta a la adaptación mimética o ética de las producciones artísticas con fines sociales”, que logre “redefinir lo que es visible, lo que se puede decir de ello y qué sujetos son capaces de hacerlo”
Por tanto, pensamos, pese a estar bien trazado el intento de Daniel Silvo de crear una desconexión en los efectos recurrentes perseguidos por el continuum del ya aburrido arte político, su arte debe operar una desconexión más profunda que no se contente con la suspensión vía estetización de la historia, sino que se atreva con una verdadera desconexión.
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