KATE GILMORE: 'POT, KETTLE, BLACK'
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: 25/11/10-22/03/11
Recuerdo un chiste de Mingote en el cual uno en un bar le dice a otro que tiene ganas de escribir un libro donde dar rienda suelta a toda su portentosa imaginación, donde volcar toda su genialidad pero que, lamentablemente, no se le ocurre nada. Esta anécdota, digamos de impronta costumbrista, puede valernos para dinamitar los presupuestos que aún parecen quedar en el arte contemporáneo en cuanto a nociones como las de autoría o genialidad. Contradiciendo a Picasso, ni siquiera es que tengas que estar trabajando para que cuando te visiten las musas te pillen con las manos ocupadas, sino que más bien poco tiene que ver ya el arte con las soflamas del dar cauce al sentimiento o a la expresividad, ni mucho menos de ser uno, el artista, medio para la encarnación del ideal ni cosas por el estilo. Y es que, me atrevería a decir –aunque no es nada nuevo-, nada en el arte actual tiene que ver ya con la categoría de autoría. Expliquémonos.
Un arte para el cual el fin ha acaecido de la forma más perversa posible, aquella que le lanza provocativamente a vociferar a los cuatro vientos que todo vale, experimenta en sus propias carnes la radicalidad de los presupuestos con los que se lanzó a perseguir su tan añorada autonomía: autoreflexividad,
Así las cosas, justo cuando, como dice Danto, “al alcanzar el punto en el que cualquier cosa puede ser arte, éste ha agotado su misión conceptual”, cuando por tanto todo vale, es cuando la profundidad maquínica con la que opera el signo es de una desproporción tal que, efectivamente, nada queda al arte sino vérselas con su imagen invertida: la de, por una parte, su cada vez mayor desartización –mercantilización, fetichismo, cosificación, industrias del entretenimiento-, y, por otra, la de aquellas corriente que como singularidades precisas de la historia reciente del arte, han dinamitado el proceso dialéctico del concepto arte postulándose como en contra de esas otras corrientes que lo desertizan –postconceptual donde situarse la mayor parte de las estrategias que tiene en la desmaterialización del objeto artista a su leitmotiv.
Entre medias, entre los dos polos en los que se mueve el arte, el sujeto ha ido dejando paso al signo para que opere en la topología simbólica a su libre antojo. Para decirlo con Heidegger, si el Ser lanza al Dasein, si el lenguaje –la imagen-texto- se convierte en lugar de acaecimiento de un ámbito para la comunicación entre ambos donde el acontecimiento se de cómo Erleibis, como vivencia, el imponerse de la técnica, su Ge-stell, ha dado lugar a que el peligro se encarne en el poder de un signo que, como mercancía, se ha hecho con todas las atribuciones del Ser.
Ni siquiera quedan utopías por desvelar, potencialidades que desplegar: el poder maquínico del signo opera en la superficie topológica posibilitando la velocidad entrópica necesaria para fluir más rápido, siempre más rápido, consiguiendo que todo acontecimiento redunde en un aquí y ahora que, como live global, acaezca en todas partes al mismo tiempo.
En un mundo que opera con valores de cambio, la repetición de la diferencia es muy otra que aquella diagnosticada por Nietzsche y seguida por los popes del postestructuralismo. Es más bien apuntalando signo tras signo, jugando con ellos, como las diferencias se entrecruzan creando una realidad totalmente sobredimensionada en las diferencias que las mercancías establecen entre sí. El síntoma como enfermiza aversión a la repetición, que por contra no puede dejar de volver en su hipervisibilidad, denota que el sujeto ha sido desposeído del poder de hacer retornar: ahora es la mercancía, en su autoproducirse a velocidad límite, la que diagnostica la esquizofrenia como síntoma postmoderno.
El arte entonces, en su destinación postilustrada, no puede dejar de jugar las mismas cartas: el descentramiento que ha supuesto el giro lingüístico ha provocado que significado y significante giren sin fin, que, como supo ver Barthes, si índice tiene origen, el signo no lo tiene, y que esto provoque un concepto postestructuralista de signo sellado sobre el orden simbólico del capitalismo.
Así entonces, las estrategias del ate han de hacer efectivo esta nihilidad operacional del sujeto para dejarse llevar por los derroteros del poder del signo y, una vez dentro, hacer saltarlo por los aires, desenmascararlo, o ponerlo contra las cuerdas en gestos más bien humorísticos o cínicos. El artista, su misión por tanto, es dejarse mecerse por el sueño todopoderoso del signo-mercancía, de las operaciones puestas en juego para sus efectivas repeticiones, para, desde ahí, propiciar el trauma, el encentro fallido entra las promesas guardadas en el seno de la mercancía con la realidad siempre excesiva que supera el plus de jouissance de la mercancía. Como dijo Barthes, “lo que el arte quiere es desimbolizar el objeto”: realizar un último tour de force y facilitarle al signo-mercancía las cosas: establecerse como eslabón en el juego de las repeticiones, escenificar una ulterior diferencia, ser, como sostenía Warhol, una máquina. El artista pertenece a la superficie del simulacro porque él también es un agente al servicio de la economía hipercalitalsita del signo-mercancía; sólo que, en su contraefectuación, el simulacro ha de resultar escenificado bajo las premisas de un Accidente, de un trauma que posibilite un centrifugado epistémico más allá de una simple jugada del lenguaje.
Un arte para el cual el fin ha acaecido de la forma más perversa posible, aquella que le lanza provocativamente a vociferar a los cuatro vientos que todo vale, experimenta en sus propias carnes la radicalidad de los presupuestos con los que se lanzó a perseguir su tan añorada autonomía: autoreflexividad,
Así las cosas, justo cuando, como dice Danto, “al alcanzar el punto en el que cualquier cosa puede ser arte, éste ha agotado su misión conceptual”, cuando por tanto todo vale, es cuando la profundidad maquínica con la que opera el signo es de una desproporción tal que, efectivamente, nada queda al arte sino vérselas con su imagen invertida: la de, por una parte, su cada vez mayor desartización –mercantilización, fetichismo, cosificación, industrias del entretenimiento-, y, por otra, la de aquellas corriente que como singularidades precisas de la historia reciente del arte, han dinamitado el proceso dialéctico del concepto arte postulándose como en contra de esas otras corrientes que lo desertizan –postconceptual donde situarse la mayor parte de las estrategias que tiene en la desmaterialización del objeto artista a su leitmotiv.
Entre medias, entre los dos polos en los que se mueve el arte, el sujeto ha ido dejando paso al signo para que opere en la topología simbólica a su libre antojo. Para decirlo con Heidegger, si el Ser lanza al Dasein, si el lenguaje –la imagen-texto- se convierte en lugar de acaecimiento de un ámbito para la comunicación entre ambos donde el acontecimiento se de cómo Erleibis, como vivencia, el imponerse de la técnica, su Ge-stell, ha dado lugar a que el peligro se encarne en el poder de un signo que, como mercancía, se ha hecho con todas las atribuciones del Ser.
Ni siquiera quedan utopías por desvelar, potencialidades que desplegar: el poder maquínico del signo opera en la superficie topológica posibilitando la velocidad entrópica necesaria para fluir más rápido, siempre más rápido, consiguiendo que todo acontecimiento redunde en un aquí y ahora que, como live global, acaezca en todas partes al mismo tiempo.
En un mundo que opera con valores de cambio, la repetición de la diferencia es muy otra que aquella diagnosticada por Nietzsche y seguida por los popes del postestructuralismo. Es más bien apuntalando signo tras signo, jugando con ellos, como las diferencias se entrecruzan creando una realidad totalmente sobredimensionada en las diferencias que las mercancías establecen entre sí. El síntoma como enfermiza aversión a la repetición, que por contra no puede dejar de volver en su hipervisibilidad, denota que el sujeto ha sido desposeído del poder de hacer retornar: ahora es la mercancía, en su autoproducirse a velocidad límite, la que diagnostica la esquizofrenia como síntoma postmoderno.
El arte entonces, en su destinación postilustrada, no puede dejar de jugar las mismas cartas: el descentramiento que ha supuesto el giro lingüístico ha provocado que significado y significante giren sin fin, que, como supo ver Barthes, si índice tiene origen, el signo no lo tiene, y que esto provoque un concepto postestructuralista de signo sellado sobre el orden simbólico del capitalismo.
Así entonces, las estrategias del ate han de hacer efectivo esta nihilidad operacional del sujeto para dejarse llevar por los derroteros del poder del signo y, una vez dentro, hacer saltarlo por los aires, desenmascararlo, o ponerlo contra las cuerdas en gestos más bien humorísticos o cínicos. El artista, su misión por tanto, es dejarse mecerse por el sueño todopoderoso del signo-mercancía, de las operaciones puestas en juego para sus efectivas repeticiones, para, desde ahí, propiciar el trauma, el encentro fallido entra las promesas guardadas en el seno de la mercancía con la realidad siempre excesiva que supera el plus de jouissance de la mercancía. Como dijo Barthes, “lo que el arte quiere es desimbolizar el objeto”: realizar un último tour de force y facilitarle al signo-mercancía las cosas: establecerse como eslabón en el juego de las repeticiones, escenificar una ulterior diferencia, ser, como sostenía Warhol, una máquina. El artista pertenece a la superficie del simulacro porque él también es un agente al servicio de la economía hipercalitalsita del signo-mercancía; sólo que, en su contraefectuación, el simulacro ha de resultar escenificado bajo las premisas de un Accidente, de un trauma que posibilite un centrifugado epistémico más allá de una simple jugada del lenguaje.
Kate Gilmore parece saber que esta es la estrategia más apropiada para un arte posthistórico. En sus performances juega a desbaratar las inocentes categorías con las que aún funciona el tinglado del arte proponiendo un arte tragicómico, donde el final esté sujeto no ya a vaivenes eventuales, sino a un fracaso rotundo y tan absurdo como su contrapartida triunfal.
Esta vez, en la obra que presenta en la Galería Maisterravalbuena titulada “Pot, kettle, black”, la Gilmore se enfrenta al reto de colocar varios jarrones con pintura negra en una inmaculada estantería blanca. Vestida con traje de fiesta y tacones, la artista va colocando uno por uno todos los recipientes en una acción que enfatiza en su proceso lo absurdo y caricaturesco de todo proceso productivo. Otras interpretaciones son también plausibles: metáfora de los conflictos que ha de padecer el ser humano, la violencia despótica ejercida contra la mujer, la vulnerabilidad de una vida entendida como sucesión de ritos que tiene más de cómicos que de epocales. Pero pensamos que es a la hora de apuntar hacia lo rocanbolesco de pensar aún en términos de genialidad expresiva hacia donde mejor atina esta propuesta.
No ya solo el que éxito y fracaso apunten hacia un mismo fin –el de entender la obra de arte como el contenedor de cualquier cosa- reactualizando así una de las premisas de Dylan más célebres –“no hay éxito como el fracaso, y el fracaso no es un éxito del todo”- o el pesimismo existencial de Beckett –“lo importante de un artista es saberse fracasado”-, sino que en su endomingamiento y acicalado festivo, en sus gestos que denotan más la terquedad del trauma psicótico que la pulcritud del trabajo bien hecho, en la negritud viscosa con que va llenando la estantería-lienzo, parece erigir, poco a poco y como sin intención, la imagen invertida al célebre Pollock, quintaesencia del modernismo hecho genio.
Su arte es, como venimos diciendo, un arte del simulacro, de la escenificación bajo las premisas del espectáculo que ofrece el signo-mercancía. Pero no por ello deja de ser reversible: lejos de, como creía ver Baudrillard en la banalidad del arte contemporáneo, proponer un arte que no pueda imaginar ya lo real puesto que ella misma es lo real, lo que nos ofrece es la imagen del sinsentido de todo acto, un dar al traste con las expectativas fácticas y reales de una producción –en este caso la del arte.
Si el arte surge de la creación, de la explosión de creatividad, el arte de la posthistoria, el arte que ha alcanzado la esencia de su concepto debido al hecho de que, ya por fin, ‘todo vale’, se lanza a una carrera salvaje que en su autoconocimiento lucha con su ‘gran otro’ –el arte desartizado, el arte hecho divertimento de masas- para autopensarse y autocuestionarse hasta niveles de destrucción que tienen en lo procesual, en lo efímero y en la desmaterialización a sus tres grandes estrategias.
El truco de todo está en que, en la epocalidad del fin del arte, cuando al arte no le queda más que hacer lo que quiera ya que siempre caerá bajo la esencia de su concepto, la sospecha que éste levanta es mayúscula. En su haber alcanzado su plena autonomía en un ejercicio que parece más una autopsia de la que no queda ya nada que investigar –si todo arte es cuestionamiento del arte, nada saldrá, es cierto, fuera de sus fronteras, pero perderá quizá la profundidad prometida una vez alcanzada su autonomía- tiene el arte el garante de su supervivencia y de su, más que evidente, necesidad. Tomando aquí a Boris Groys como guía, el arte se ha convertido en el medio de los medios porque es la sospecha, la sospecha de qué hay detrás del soporte, de lo que trata el arte.
Que el espacio mediático y submediático no coinciden, que detrás de lo Real acampa lo Simbólico, que la economía de lo nuevo como economía precisa del hipercapital guarda en su seno el secreto de las razones por las cuales algo entra en el archivo, son todas ellas descubrimientos que el arte ha ido encarnando en imágenes a través de sus historia.
En el límite, en el límite de un arte que tan pronto se desartiza como que halla acomodo en un autocuestionarse que parece desfundamentarlo y aniquilarlo, en el límite de un arte para el que todo vale, en el límite de un arte que manipula con los signos en la superficie mediática según estrategias de todo tipo, el arte intenta lanzar una mirada al interior del espacio submediático pero se topa con una sospecha mediático-ontológica cada vez mayor.
El arte procesual de Gilmore, el enseñarnos antes la estantería-lienzo (la estantería-soporte), el dotar a su ejecución del carácter excepcional de obra de arte sea cual fuere el resultado, el documentarla para que sea digna de entrar en el archivo, ¿no nos pone en camino hacia la mayor de las sospechas: será cierto que detrás de la superficie no hay nada?, ¿será ya por fin que los signos no apuntan más que a ellos mismos, que detrás de ellos no hay nada?, ¿quizá el artista como analista de medios ha terminado por descorrer la cortina y enseñarnos las bambalinas? Imposible: la verdad desoculta se convierte ipso facto en otro signo, en el signo de una sospecha mayor.
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