jueves, 27 de enero de 2011

EL DISPOSITIVO EXPOSICIÓN COMO ESTRATEGIA DE ESCAPISMO


VIP ART FAIR: hasta el 30/01/11

RMS, EL ESPACIO: ‘THE IMPOSSIBLE SHOW’: hasta el 4/02/11


I
El arte no es, contra lo que a veces pudiera ser un análisis sesudo, el lugar de resolución de las contradicciones herederas ya de la Ilustración. Tampoco es, dicho sea de paso, una instancia educativa ni mucho menos ornamental con la que digerir mejor el drama nuestro de cada día. El arte tiene una lógica tan especial que, aun siendo en parte todo lo dicho, no lo completa ni de lejos. Su lógica dialéctica es aquella que no se reúne en síntesis alguna, pero sin tampoco por ello quedar del todo cifrada en su no-concepto. Situada siempre en el entre que queda entre la intensión y la extensión en queda cifrada la epocalidad de su concepto, el arte avanza a golpe de extraña dialéctica.
Las tan cacareadas muertes del arte no son más que momentos límites en el desarrollo del propio concepto de arte: si en un primer momento se apunta una normatividad de lo que vendría a ser la práctica artística eficiente, en un segundo momento, en una vuelta de tuerca, el analista de turno resuelve que ni de lejos las obras del momento dan buena cuenta de lo que el propio concepto exige y, por ende, se postula un acabamiento de la instancia arte. No de otra manera ha de entenderse la célebre frase de Hegel por la cual “el arte es y permanece para nosotros, por el lado de su determinación suprema, como un pasado”. Y de ahí, también, que estrategias como la recodificación, resemantización, la rememoración, o la alegoría como modo de conectar lo pasado y lo nuevo, nunca dejen de estar desactualizadas para un arte que progresa a base de escaparse de sí mismo.
Generalmente, estas epocalidades límites coinciden con un desarrollo límite de la autonomía suscrita al arte. Así por ejemplo, para Danto, si la autonomía del arte es su carácter de abierto, el hecho de que la existencia del arte haya terminado (en la encarnación de las cajas Brillo de Warhol) por involucrar a su propio concepto, el hecho de que a partir de ese momento todo pueda ser arte supone una radicalidad de su autonomía de tal grado que lo que ocurre es que se ha de dar por finiquitada una cierta narrativa para comenzar otra, la de la posthistoria del propio concepto de arte. Así tendríamos, más que una serie de muertes del arte, una concatenación de distintas narrativas con la que delinear la historia del concepto de arte.
Adorno, más trágico siempre, cifra la muerte del arte en una traición que el propio arte, en el momento de las vanguardias, comete contra sí mismo. Renunciando a la autonomía, las vanguardias pretenden fusionar arte y vida cayendo así en un modelo totalitario de pensamiento identitario. Apelando a un misterioso ‘il faut continuer’, Adorno sostiene que, pese a la traición del arte contra sí mismo, pese a haber caído este en las redes de la industria de masas, no queda más remedio que hacer ‘como si’ cupiese alguna redención: “a la vista de la amenaza de la barbarie siempre será preferible que el arte enmudezca antes de que se pase al enemigo”.
Le enumeración de pensadores puede ser en este punto todo lo densa que se quiera, pero con estos dos ejemplos ya podemos apuntar dos síntomas recurrentes a la hora de reflexionar acerca de la historia del arte: una, que la normatividad exigida al arte es de todo punto circunstancial -¿Por qué la cajas Brillo y no, por ejemplo, el urinario de Duchamp? ¿por qué Adorno no vio en las vanguardias el lugar histórico de rupturas a partir del cual poder pensarse las contradicciones del arte de la sociedad burguesa?-, y, dos, que pese a ser el progreso de esos puntos de ruptura bastante aleatorios y problemáticos, sí que es cierto que dejan tras de sí una progresiva ampliación del campo artístico donde cada vez es mayor el círculo concéntrico de aquello que puede ser llamado ‘arte’.
Adorno, otra vez, supo ver bien este extraño juego dialéctico que marca el desarrollo del arte y llamo desartización a las estrategias que el propio arte movilizaba para su desarrollo. Entre el momento negativo de dicho movimiento, aquel que apelaría a no renunciar a la promesa de su autonomía, y el momento positivo, aquel que, por el contrario, no tendría reparos en dejarse inundar por la vida, la historia del concepto de arte responde así a una serie de movimientos que se van negando para ir, extrañamente, superándose. El propio Adorno concluye que “el arte se desartiza” porque “se presenta como parte de esa adaptación a lo que su propio principio contradice”.

Es, como decíamos, en ese ‘entre’ por donde el arte va destilándose en contra de su propio concepto. Y es que, tomados con carácter de absoluto, ambos momentos son falsos: ni que decir tiene que la pretendida autonomía del arte como esfera separada es una ilusión heredada del momento constitutivo que fue la Ilustración –ejemplo perfecto es la inanidad crítica en que caen todo movimiento aferrado a un l’art pour l’art insípido-, al igual que toda reclamación de la vida se da, más que con el ánimo de salvaguardar al arte, con la pretensión de ir cosificando ‘mundos de vida’ hasta entonces abiertos.
A este respecto, Rancière, quizá el último en sumarse a la reflexión estética desde los primados teóricos de este constante movimiento de ida y vuelta, tiene muy claro que, si bien la mercancía quiere ser arte y tras su estetización está la disolución del propio arte, no por ello es menso cierto que “cuando el arte no es más que arte, desaparece”.
Sin ánimo de ser exhaustivo, sí que son bastante bien conocidas las estrategias que tanto de una parte como de la otra ejercen su dominio: frente al fetichismo de la mercancía, la desmaterialización del objeto artístico; frente a la espectacularización, la introspección y autoreferencialidad máxima; frente al glamour del malditismo del artista, la muerte del autor; frente a las industrias culturales, la autogestión como adalid de la autonomía artística; frente a la profusión de lo hipervisible, el ocultarse escópico; frente a la hiperestetización d elo visible, una ausencia radical del objeto-arte; frente a la lógica del hipercapitalismo cifrada en el entertainment, cierta repetición maquínica que, como representación no-presente de lo siniestro, desemboca en aburrimiento y tedio.
En general, si las primeras se postulan como mercantilización del objeto artístico, las segundas se comprenden como políticas de la resistencia
El núcleo de esta dialéctica de la desartización que opera en el interior del arte, es una paradoja consustancial cifrada en la imposibilidad irresoluble de que el desarrollo del concepto arte se incline par aun lado o para otro. A este respecto, lo que decíamos al principio de que el arte no es lugar para solucionar contradicciones ha de ser tomado como un axioma fundacional. Como mucho diríamos, en una adjetivación imposible que fusiona a Deleuze y Adorno, que el arte se estrategiza escapándose de si mismo: en el caso de que se resuelva la aporía, el arte, está vez sí, quedaría disuelto desapareciendo de inmediato.
Esta imposibilidad de resolución es comprendida, lacanianamente, como la imposibilidad de adentrarnos en la Cosa, en lo Real, de modo que cuando el arte se acerca demasiado, el propio arte se desartiza –o lo mismo que decir que cuando el sujeto se acerca mucho al mirar el propio sujeto se de-sujeta. A este respecto Miguel A. Hernández-Navarro ha enfatizado la conectividad plausible, a raíz del Seminario X de Lacan, que hay entre el sentimiento de angustia que se produce en el sujeto ante la contemplación de lo siniestro con la dimensión de lo Real. Así, lo siniestro, categoría está casi capital para gran parte de las estrategias contemporáneas, vendría a ser la vía de escape, la señal, de que el sujeto está demasiado cerca de lo Real.
Así, retóricas de la resistencia, efecto ceguera en el arte contemporáneo, y una siniestralización y perturbación de la mirada, son las tres momentos negativos de esa extraña dialéctica con la que opera el arte.
II
Llegados hasta aquí bien pudiera pensarse y preguntarse: ¿y ahora qué?, ¿ahora donde estamos? Cierto que el momento parece, como poco, importante: odiado por unos, incomprendido por muchos, aciago para otros, el arte transita por la senda de su historia a golpes que le vienen de todos los frentes. Porque, si es bien consabido el desprecio que el arte despierta en, digámoslo así, el ciudadano medio, para la inmensa mayoría de los que forman parte del entramado artístico la situación no es menos lamentable.
A modo de simples ejemplos, Perniola no duda en calificar la situación actual como la de “la homologación de los productos culturales, la difusión de un clima de consenso plebiscitario en torno a las stars, la desaparición de la capacidad de crítica, el venir a menos de las condiciones para una aparición de las obras originales, el desmoronamiento de la excelencia”, y Fernando Castro Flórez no duda en apuntar certeramente que esta estética de la desaparición tiene su contraréplica en una transbanalidad de lo obsceno que, viendo campo abonado en lo cercano de lo siniestro con lo abyecto, “lanza su último cartucho en una dilatada ‘desaparición’ en la que pretende recuperar el poder de lo fascinante y lo que ocurre es que los gestos quedan presos de la comedia de la obscenidad y la pornografía”. Es decir, si el clima no es demasiado boyante, la imposibilidad casi irresoluble del arte para escapar a sus propios sinsentidos parece dejar el campo libre para la mercadotecnia y la espectacularización.
Sin embargo, lo emocionante del arte es ver al microscopio estas fluctuaciones para percatarse de que, si es cierto que la carrera hacia la industrialización de la cultura ya denunciada por Adorno ha acelerado su ritmo en los últimos años de forma casi vertiginosa, no es menos cierto que las formas de resistencia empiezan ya de manera unánime a comprender el legado de las vanguardias como un modelo simplista de comprensión de la ideología para, por una parte y ya en franco descreimiento, hacer como apuntaba Foster de la resignificación y recodificación estrategias privilegiadas a la hora de llevar a cabo una práctica artística de resistencia, y, por otra parte, tensionar, como sostiene Rancière, estas estéticas de la resistencia para comprenderlas como prácticas eminentemente políticas en relación a la necesidad de “pensar un nuevo desorden” cuestionando el actual reparto –político- de lo sensible.
Así pues, podríamos decir que, actualmente, toda práctica artística con vocación de resistencia ha de ser comprendida como una reacción política que cuestiona el status de los sensitivo y que, principalmente, cuestione lo ‘dado a ver’, lo tolerable a la mirada, y que opte por hundir su autorelexión en propio modo en que se nos presenta lo dado, lo visible. Reflexión sobe el arte, reflexión sobre lo político y reflexión sobre el régimen visual confluyen aquí de manera precisa.
III
En este ver al microscópico los vaivenes del arte, la reflexión acerca de la exposición, del evento expositivo, ha articulado en los últimos años un discurso propio que ha traído para sí un exacerbado protagonismo. Según lo hasta aquí dicho, no podría ser de otra manera: si las estéticas de la resistencia tienen en el actual régimen de lo visual su diana perfecta, normal entonces que sea entonces el propio dispositivo de visibilidad del arte, la exposición, ahí hacia donde con carácter de urgencia ha de ir encaminada toda reflexión.
El papel cada vez más importante del comisario, la articulación lograda de exposiciones, las reflexiones sobre el “cubo blanco” –rayando ésta en casi ideología a favor de la total autonomía de la obra-, su deriva hacia el “cubo negro”, chocan (o se suman, quién sabe en qué proporción) con el bienalismo como enfermedad patológica del sistema-arte, con la querencia de muchos centros de arte a programar todo tipo de “ismos” que garantice venta de entradas, o con el insano placer que haya el político en gestionar la cultura.
En estos días, casi diríase que en una confabulación propia de estas estrategias de escapismo con que el arte nos sorprende, han coincidido dos eventos que dan fe de que esta tensión indecible entre el arte y el no-arte, esta dialéctica de la desartización, lejos de comprenderse como grandes singularidades en el proceso histórico del concepto de arte, se dan en un efectivo ‘aquí y ahora’ que garantiza que, lejos de estar encallado, el arte sigue, en el presente más radical, destinándose en el sinsentido de su futuro.
Si el arte ha devenido -en este juego especular en el que venimos insistiendo- de una parte gran negocio, por otra se ha transformado en teoría del arte, y esto, en lo tocando al dispositivo exposición tiene unos efectos tan brutales como contrarios: si en el RMS, El Espacio, se está reflexionando durante estos días en el hecho expositivo, al mismo tiempo, en un lugar tan cercano como pueda ser la virtualidad dela red, se está llevando a cabo la primera feria cibernética de arte, la VIP ART FAIR.
Entre un “casi” nada que ver y un casi “nada” que ver que separa ambas muestras, media el gran abismo de la práctica artística, de todo el ‘mundo del arte’. Ambas son necesarias, fundamentales, porque, aún con un tono algo hegeliano, ambas destinan al arte a aquello que le está guardado, ambas suponen un punto de contradicción que, a la espera imposible de reunirse en nueva síntesis, ampliarán el campo del arte.
Pensar el papel del comisariado, explorar los formatos explicativos que habitualmente acompañan a la exposición, hacer del arte un lugar eminentemente dialógico, centrado en sí mismo y cuya mayor garantía es que la obra de arte termina –y quizá también empiece- por explicarse a sí misma, son primados teóricos que chocan de lleno con la pandemia del ferialismo llevado al límite de su histrionismo: todo, con pijama y desde la cama, al alcance de un click.
Sin embargo, el hecho de que no escape a nadie que el arte es –y debe ser- un mercado es obvio, que la recesión, crisis y como lo queramos llamar está haciendo un gran daño al arte es también claro y meridiano, y que, más filosóficamente hablando, estos eventos, como sostenemos, son fundamentales para dar coartada al escapismo del arte, hacen que solo bajo ciertos presupuestos pueda ser criticada una muestra –exclusiva para coleccionistas, recordemos- como ésta.
Nuestra misión con este texto no es criticar esta iniciativa, todo lo contrario. Solo señalar que, a estas alturas de la partida, las cosas quedan tan desfiguradas en las dos querencias dialécticas entre las que se juega el juego del arte, que enfatizarlas haciendo pie en dos eventos como los referidos hace saltar de inmediato cualquier discurso aferrado a la resistencia inocente o al maniqueísmo teórico de corto recorrido.
Quizá, para ser breve, como ha dicho Carlos Urroz en el último número de ABCCultural, pese a que toda iniciativa que dinamice el mercado es buena, hay tres lagunas que resultan casi insalvables: anular la experiencia de la obra, hacer del arte algo parecido a un club secreto y acabar con el encuentro en los pasillos, el mirar y ser vistos.
Pero lo aquí resulta fundamental, y sin ceñirnos demasiado al evento expositivo, es que si toda estética ocupada en dignificar al arte acercándolo tanto como sea posible a su pretendida autonomía, no sin por ello abnegarla en lo insípido de lo acrítico, debe ser comprendida como una estética de la resistencia política, ¿qué cabe hacer cuando lo otro que se nos ofrece es la comodidad del batín, el glamour de lo selecto y el fetichismo insaciable de la transacción on-line?, ¿qué estrategia tomará el arte para maniobrar otro ejercicio de escapismo?

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