CABELLO/CARCELLER: SI YO FUERA…
MATADERO MADRID: 21/01/11-13/03/11
)
En una sociedad tan paralizada ante lo que vendría a ser la sana confrontación política, el deseado y fundamental debate social, el arte, visto lo visto, trata de ganar terreno y proponerse como instancia política preeminente. Sin embargo, hemos de decir, esto no es lo propio del arte. Junto a este claro síntoma del arte contemporáneo, las estrategias por él usadas son, la mayor parte de las veces, herederas de un modo ideológico ya dejado atrás que tiene en un extraño continuum su razón de ser: denunciar, mostrar la salvaje injusticia para, acto seguido, llamar a la insurgencia y al sentimiento de culpabilidad del espectador.
Cabello/Carceller, sin embargo, propone un arte tan político como el qué más cuyo modo de actuar se basa más en el ‘permitir hablar’ que en el ‘dar qué hablar’. Siguiendo las teorías de Rancière, y al hilo de la excepcional obra de esta pareja de artistas que se puede ver estos días en Matadero Madrid, el siguiente texto trata de poner en claro las directrices que ha de seguir un arte que quiera, verdaderamente, ser adjetivado como político.
Si hay una palabra por la que el arte sienta verdadera predilección esa es la palabra ‘política’. Es solo decir ‘arte político’, y a uno le viene a la mente, casi de inmediato, un montón de estrategias subversivas de desmoronamiento del sistema imperante.
Y es que, como contrapartida a la autonomía del arte, la política se ha adjudicado la labor de destinar al arte en su concepto y arribar a las soñadas playas de la libertad. Quizá sepamos que, ciertamente, no existen playas de libertad, que palabras tales como justicia y equidad funcionan solo como noúmenos ideales cuya misión es regular la distancia precisa para no quemarse entra tanta realidad mal avenida, pero no por ello –y aún quizá será justo por eso- transigimos en nuestra misión.
La política, entendida esta como íntimamente ligada a la problemática ética, acompañó ya desde Kant los primeros balbuceos de la estética como eminente rama del saber. Encallado en una multitud de paradojas al no encontrar un campo común entre la praxis y la teoría, entre la necesidad y la libertad, entre lo particular y lo universal, Kant tomó la senda de la estética para hacer del juicio desinteresado el eslabón perdido que vinculaba la pretendida autonomía del sujeto ilustrado con una teoría de la racionalidad donde la función ética garantizase un proyecto normativo donde el sujeto no viese cortadas de raíz las promesas de su autonomía.
Sin embargo, lo que en Kant es una simple ecuación que vincula el gusto estético con la cultura moral, pronto, en menos de una década, el recién nacido arte ilustrado prestó más atención al segundo aspecto –operar como campo práctico donde el sujeto potencializase sus cualidades emancipadoras- y trajo para sí la promesa de la redención. Schiller, promoviendo un arte como única vía de emancipación de la humanidad, puso las bases como lugar privilegiado donde alcanzar las promesas que la Ilustración no supo, desde el principio, hacer factibles.
Y es que, a fin de cuantas, un arte ilustrado solo podía funcionar como eso, como crítica del arte ilustrado: la pescadilla que se muerde la cola o los primeros efectos de la dialéctica de la desartización en estado puro. Así, el Romanticismo no es más –ni menos- que la primera crítica estética a la razón ilustrada.
Y en esta dialéctica es donde aún hoy nos movemos: entre un arte autónomo que se baste a sí mismo y vincule mediante la experiencia estética el gusto burgués con una pretensión normativa de validez universal, y entre un arte –heredero de las primeras escuelas románticas- cuya labor sea poner constantemente trabas a esa ilación perfecta que se da entre normatividad imperante como moral universal y una praxis estética que se autocomprenda como verdadera oposición a un régimen dado de cosas y donde sea factible una experiencia verdaderamente humana y redentora.
Así, de los balbuceos románticos de Schiller a la estética de la resistencia de Hal Foster solo media una cosa: una autoreflexión del propio arte llevada tan lejos como pueda pensarse, y el saber que, se pongan como se pongan, no hay ninguna solución –es decir, ninguna emancipación- que alcanzar. Si para Schiller el impulso libertario era inherente a la experiencia estética, Foster se conforma con menos, con mucho menos: su resistencia ni sabe de la existencia de límites a transgredir, ni, mucho menos aún, trata de vérselas con una hipotética liberación. Simplemente, plantea la lucha en términos de resistencia semiótica, haciendo de la resignificación y recodificación las dos armas más poderosas para un arte, el contemporáneo, cuyos procesos de desartización no significan más que una larga lista de derrotas de eso tan bucólico de ‘un arte para la vida y una vida para el arte’.
Es este sentido donde el arte político ha de dejar ya de jugar al victimismo de saberse perdedor antes de echar a andar y cambiar, quizá radicalmente, sus estrategias. Una vez que es ya claro y meridiano que las vanguardias y neovanguardias fracasaron al intentar reducir el arte de la vida (incluso sabiendo a ciencia cierta que cualquier halo de triunfo viene seguido de inmediato por una pasmosa neutralización merced a la dialéctica subvención/subversión como sistema patrón de la industria del arte), no es ya hora, decimos, de repetir la jugada.
Porque, quizá sean los rescoldos del fracaso del proyecto que las vanguardias erigieron en leitmotiv principal, pero aún hoy –más que nunca aún hoy- el arte parece extremadamente cómodo cargando con la fecunda promesa de un arte condenado al más estrepitoso de los fracasos.
Jacques Rancière, quizá el filósofo que más tiempo y esfuerzos ha dedicado a plantear está relación arte/política de manera novedosa y acorde con los tiempos que corren, nos da, si no la solución, si al menos el camino hacia el que apuntar.
Si los procesos de desartización que Adorno supo ver en el arte contemporáneo, Rancière los traduce en una indecibilidad manifiesta que funciona como estructura fundamental de la modernidad a la hora de decantarse por la autonomía del arte o plegarse a los dictados de la vida y la política, lo hace solo para, acto seguido, decir que de ninguna de las maneras el arte puede sustituir a la política y que el debilitamiento del conflicto político (el siesteo perpetuo del ciudadano medio que claudica ante cualquier conflicto) generado por el consenso dominante no puede ser ocupado por el arte.
En este sentido, las estrategias hasta ahora seguidas por el arte político, tomando para sí la dialéctica hegelo-marxista de los momentos de verdad y no-verdad, han de claudicar debido al hecho de estar construidos bajo el dictado de un continuum que, en absoluto, produce más que modorra y un épater le bourgeois que nada tiene que ver ya con la supuesta emancipación de la experiencia artística. A este respecto, no es ya solo que las estrategias hayan devenido nulas per se, sino que la realidad, tornándose en espectáculo, ha conquistado tantas parcelas de poder que, como dijo McLuhan, “el espectáculo señala el momento en que la mercancía ha alcanzado la ocupación total de la vida social”. Es decir, contra un campo social y político devastado por la post-ideología del espectáculo, estrategias políticas encorsetadas en viejos paradigmas son totalmente nulas. Y es que, en el límite, y haciendo aquí caso a Baudrillard, “si la era de la transgresión ha terminado es porque las mismas cosas han transgredido sus propios límites”
Para Rancière, simplificando su postura al máximo, la misión del arte actual es eminentemente política, pero no en aras de perseguir una denuncia, de dar a conocer las injusticias del mundo ni nada similar. El arte es político porque ha de cuestionar el actual reparto de lo sensible. Así, la verdadera pirueta argumental de Rancière consiste en desplazar de manera suficientemente significativa el campo de lucha dialéctica. Si hasta entonces la dialéctica arte/vida, autonomía/política, había sido erigida basándose en tales polos argumentales, para el francés se trataría sin embargo más de lucha dialéctica entre dos políticas de la estética en tensión que de una dialéctica pura entre arte y vida (entre arte y no-arte). A este estado de cosas, a esta nueva dialéctica que opera siempre como lucha entre políticas estéticas, Rancière lo llama ‘régimen estético de la modernidad’.
Es decir, ya no el arte ha de jugar la baza política para convertirse en momento contrario al de su pretendida autonomía, sino que ha de comprenderse, el arte, como un continuo modo de hacer entrar el desorden en el orden y de romper el reparto de lo sensible.
Para lograr esto Rancière desdeña la gran mayoría de estrategias subversivas que se han ido dando hasta ahora. No lo hace por su escaso valor, sino porque, una vez llevado el límite del arte hasta las lindes del ‘todo vale’, las estrategias políticas ‘al uso’ han terminado por recaer en una recodificación y reconfiguración de la, llamémosle así, visibilidad de lo común ampliamente ya dado por válido según el consenso plebiscitario de la amplia mayoría. De este modo, Rancière pone el dedo en la yaga y denuncia que, según el modelo pedagógico de la eficacia del arte todavía hoy extrañamente en boga, “todavía nos gusta creer que la representación en resina de tal o cual ídolo publicitario nos alzará contra el imperio mediático del espectáculo o que una serie fotográfica sobre la representación de los colonizados por el colonizador nos ayudará a desbaratar, hoy, las trampas de la representación dominante de las identidades”.
Esta fantasmagoría ideológica con la que el arte queda lastrado de raíz desvela que, como continúa el propio Rancière, “el problema no se encuentra entonces en la validez moral o política del mensaje transmitido por el dispositivo representativo”, sino que, por el contrario, el problema “se encuentra más bien en ese dispositivo mismo”. Y es que la eficacia del arte no está en transmitir mensajes con moralina ni en ofrecer modelos de comportamiento sino que “cosiste antes que nada en disposiciones de los cuerpos, en recortes de espacio y de tiempos singulares que definen maneras de estar juntos o separados, frente a o en medio de, dentro o fuera, próximos o distantes”.
Es decir, ni pedagogía de la representación sustentada en la contemplación de la belleza, ni tampoco pedagogía de la inmediatez ética. Entre ambas se encuentra la verdadera eficacia estética: la que suspende toda relación de continuidad entre las intenciones del artista y la mirada de un espectador que busca aquello que precisamente sabe va a encontrar. Benjamin sostenía algo bien parecido: “una forma artística nunca puede ser determinada por función de los efectos que produce”
En este punto Rancière es claro: un arte político a la altura de las circunstancias ha de “borrar las fronteras entre quienes actúan y quienes contemplan”. En este sentido, tanto el teatro como la perfomance “se proponen enseñar a sus espectadores los medios para dejar de ser espectadores para convertirse en agentes de una práctica colectiva”. Contra la práctica común del arte político que simplemente se ofrece como lugar de cobijo desde el cual convertirse en imagen especular del régimen imperante, Rancière sostiene que el arte ha de utilizar su distancia –la tensión que opera siempre en su interior- para eliminarla.
Así, el teatro, la perfomance, ofrece aquello otro que el espectáculo evita: propone una distancia que romper, un continuum que poner en liza. En el espectáculo, en la pasiva contemplación de aquello que ha devenido realidad preeminente, al sujete se le sustrae su propia esencia: en el espectáculo el espectador es enajenado, alienado en su propia esencia que se revuelve contra él.
Justo, entonces, lo contrario que sucede en el buen teatro, en el buen arte. Justo, ya por fin, lo contrario que nos ofrece está pieza de Cabello y Carceller que puede verse en Matadero Madrid hasta el día 13 de marzo.
Su título, “Si yo fuera…”, alude de manera precisa a la distancia primordial, aquella que media entre nosotros, nuestro destino, y aquello soñado, aquello –quién sabe- arrebatado. Distancia política como pocas, la pieza de estas artistas se enfrenta a la posibilidad de romper casi lo imposible: la distancia que opera como régimen disciplinante y que condensa todas las estrategias de inclusión/exclusión.
Porque ellas, como, insistimos, Rancière, entienden que el arte es eminentemente político no en cuanto en tanto tiene en sí la posibilidad de mostrar las injusticias del mundo ni la capacidad para hacernos pensar, sino porque se entiende que toda distancia es, esencialmente, una distancia política.
Si el espectáculo bendice a los pasivos, si la dysneilanización de los mundos de la vida gratifica al que consume y al que más rápido fluye, si, en una palabra, la escenificación de nuestra fantasmagoría diaria compensa al que calla y otorga, Cabello y Carceller se esfuerzan por devolver al arte a la misión de la cual nunca debió haber salido: dar la posibilidad de preguntar y de hablar, de romper la distancia entre lo esperado y lo posible, de fragmentar el régimen disciplinario que presenta el futuro como siempre-ya-dado.
Así, si la obra funciona en cuanto en tanto da voz a quien no la tiene, si realiza su función política de plantear, aún hoy y con cierta sorna, un quizá desesperado, es sin embargo en su capacidad de romper distancias, de enarbolar juntos la bandera y subirnos también al escenario –en una palabra, en hacernos no solo espectadores sino también actores- donde radica todo el potencial político de la pieza.
“Si yo fuera…” da qué hablar y permite hablar, narra una historia y permite narrar otras. Y es que, como bien sabe Rancière, “una comunidad emancipada es una comunidad de narradores y de traductores”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario