miércoles, 2 de febrero de 2011

NOTAS SOBRE LO SUBLIME: ESTÉTICA DEL ACCIDENTE COMO REFUGIO ÚLTIMO DE RESISTENCIA


Pese a que la noción de sublime remite a la problemática contradicción que pudiera haber entre estética y ética -en el sentido de dar respuesta a sí es lícito que la miseria humana cause placer estético (Moritz) desplazándose más tarde a la Naturaleza (Kant)-, hoy en día, una vez que el dominio de la naturaleza por la técnica ha venido a ser casi completo, surge la pregunta de si la categoría de lo sublime no tendría que aplicarse más bien en relación a esta hipertecnificación más que al sentimiento sobrecogedor que pudiera causarnos lo infinito de la naturaleza.
Si la vivencia de lo sublime viene a ser, desde Kant, una fuerza interna de nuestro ánimo por la cual, al tiempo que tenemos la experiencia del estar amenazados, también se nos da, como contrapartida, el sentimiento de que podemos resistir, de que somos superiores a la naturaleza, hoy, la impresión de lo sublime se activa ahí donde la amenaza de la técnica se nos impone sin apenas límites en el que respetarnos.
Dicho de otro modo: si lo sublime por tanto apunta a ese más allá de toda relación entre imaginación y razón merced a la cual nos sentimos impotentes y temerosos al tiempo que, gracias al desarrollo de ideas morales en nosotros, nos resolvemos en nuestra humanidad debido al hecho de ser capaces de juzgarnos como seres independientes de la naturaleza, hoy en día, cuando la naturaleza entera se ha tecnificado, lo sublime remite a una específica relación de temor que nos causa la cada vez más acuciante preponderancia de la técnica frente a la cual nuestra libertad poco o nada puede hacer salvo, eso sí, esperar lo inesperado.
Así pues, y para ir adelantando, lo sublime postmoderno será entonces la fascinación por el Accidente. Si lo sublime remite al cortocircuito que se produce en el libre juego entra la imaginación y la razón (Kant), si apunta a la representación de lo irrepresentable (Lyotard), sin duda alguna que lo sublime postmoderno vendría a ser ese espanto de horror que nos proporciona el poder casi absoluto de la técnica.
Lo inesperado, lo trágico, el accidente: lo sublime ha ido condensando a través de la historia los imposibles que ponían coto al campo de la experiencia estética comprendido éste como ámbito independiente y autónomo. Que la separación entre arte y ética es de por sí precaria es hacia donde apunta el concepto de sublime. Y es que lo sublime se sitúa justo ahí, entre el bien como categoría ética y entre lo bello como categoría estética, para tensionar las contradicciones de una autonomía como límite infranqueable de una estética cuya finalidad es no tener fin.
Estética del horror y provocación ética van entonces de la mano para lograr profundizar en sentencias como aquella de Rilke que aseguraba que “lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, que todavía apenas soportamos, y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña destrozarnos”. Eso, precisamente, es lo que hay despierta una naturaleza hipertecnologizada: un miedo paralizante, un pavor desorbitado al sabernos ya marionetas en manos de la técnica.



Pero es que, su dominio es tan amplio, tan serena la pasmosidad de su poder, que incluso ese sobreponernos a nosotros mismo al que apuntaba Kant y en el que se apoyaba para hacernos desvelar nuestra cualidad de libres y separados de la naturaleza, queda hoy sin duda puesta entre paréntesis debido al hecho de que nuestra subjetividad, nuestro ‘ser sujetos’, descansa en las propias tecnologías. De este modo tan perverso, el poder de la técnica, el pavor que causa no tiene contrapartida en ningún sentimiento de sobrepujanza de la racionalidad libre. El sujeto, en su propio estar-sujeto a la técnica, no tiene margen de maniobra desde el cual reafirmarse en su eticidad. Al sujeto no le queda nada: la experiencia estética es ese cercionamiento de estar amparado en un poder que le excede de tal modo que puede destruirle en cualquier momento y en el cual es imposible hallar ninguna falla, ningún punto de fractura por el cual filtrar algún potencial emancipador.
Tanto, así pues, es su poder, que el futuro, dejos de desearse, no es ni siquiera pensado como posible (Jameson); tanto es su poder que, sin el anclaje que suponía lo sublime para la autonomía del arte, el propio arte se va extinguiendo en un mundo cada vez más dominado por la técnica (Heidegger); tanto, por último, es su poder, que con un concepto de sublime que no pide nada al sujeto, queda borrada la línea de demarcación respecto a aquello que se llama industria cultural (Adorno).
Lo sublime postmoderno, lejos ya de funcionar como límite desde donde operar el libre juego entre entendimiento e imaginación que de pie a la emisión de un juicio estético, dentro de la lógica del capitalismo teje una red de posibles/imposibles que van administrando un campo deseante ideológico cimentado en las nociones de riqueza, felicidad y éxito.
En este proceso, si ha habido alguna dinámica que haya podido acelerar el progresivo desanclaje de la dimensión antropológica del concepto de sublime dejándolo todo del lado de la hipertecnificación de la naturaleza, esa ha sido la iniciada por la mercancía. Lo sublime de la mercancía ha sido sin duda alguna el catalizador a través del cual las experiencias modernas han ido ampliando el campo para una alienación de toda actividad humana, despejando la topología pulsional y liberándola para la instauración de la ideología propia del capital.
Su proceder es tan sencillo como sofisticados sus resultados: si lo sublime estético aparece ahí donde la mediación imaginación/entendimiento es incapaz de dar cuenta de una determinada experiencia sobrecogedora, lo sublime de la mercancía aparece, como efecto estructural, ahí donde la supuesta satisfacción de la mercancía es incapaz de dar cuenta del deseo.
Si lo sublime es un más allá de toda experiencia, al tiempo que apela directamente al sujeto, la mercancía aparece entonces, en su doble aparecer como la máxima abstracción y máxima corporeidad –mercancía como “cosa sensiblemente suprasensible” (Marx)-, como la instancia preferida para dar cuenta de la destrucción pavorosa a que lo sublime somete al sujeto. La fascinación que opera en el núcleo de la mercancía es que el sujeto sabe que lo sublime de la mercancía –esa inadecuación constante y perpetua entre deseo y gozo- puede terminar por destruirle.


En la perfección maximizada en que ha devenido el movimiento de capital a velocidad límite, la mercancía consigue, en ese movimiento subliminal de no dar nunca aquello que se le pide, anestesiar el campo de lo posible para, todo él, convertirlo en virtualidad. Así, lo sublime acapara todo el campo de lo virtual ya que éste, como sustitutivo de una realidad convertida en mera apariencia, se convierte en topología libidinal y pulsional donde la imagen quede imposibilitada de imaginar lo real ya que, de hecho, ella misma es lo real (Baudrillard).
En este sentido, el espectáculo como afirmación irrefrenable de la apariencia consigue subvertir la relación dialéctica de la historia de modo que ahora “lo verdadero es un momento de lo falso”, siendo así que, corrigiendo a Hegel, todo lo real es espectáculo y todo espectáculo es real (Debord).
Así pues, lo sublime de la mercancía opera deslizando constantemente el dominio simbólico de la ausencia en una profusión de imágenes que, en su brutal inmediatez, devienen realidad. En este sentido, lo sublime postmoderno coincidiría, en el límite de la total anulación de la realidad por el campo libidinal creado por la mercancía, con la implosión de lo real; en el límite de la instantaneidad de un mundo cuyo tiempo ya ha acabado, con el crack de las imágenes (Virilio).
Es decir, lo sublime coincide, ya por fin, con la posibilidad de la imposibilidad, con la decibilidad de lo que es imposible de decir: con el accidente, con el tiempo-cero de toda experiencia.
Esta naturaleza paradójica de lo sublime toma prestadas muchas de sus cualidades de lo Real (Lacan). Lo Real es ese lugar vacío que nos excede por completo; lo Real es ese noúmeno al que no podemos llegar porque, de hacerlo, no veríamos más que la verdadera cara del terror. De igual modo, el juego libidinal de las mercancías no estaría orientado sino a llenar el lugar vacío de ese Real que nos de-sujeta: bajo la promesa imposible de un plus de jouissence, corremos como locos tras el imposible de un gozo supremo: algo que nos alivie en nuestro constante estar remitidos a un afuera, a un algo más que nos excede.
Para concluir, si antes era la naturaleza la que causaba nuestro pavor, hoy es esta hipertecnologización la que, ya incluso, nos imposibilita tener una relación normalizada con la realidad. Si la realidad se ha acelerado y está ya en el límite de su virtualidad, lo sublime está tan cercano a nosotros que, en su coincidir con lo virtual, casi podemos decir que nuestro ethos fundamental es ahora el del miedo y el del terror.



Lo sublime, en su hacer de dique contra lo sobrecogedor, en su llamar al sujeto a ir más allá de sí mismo para autofundamentarse éticamente, en su servir de arbitrio en la elucidación de las paradojas fundacionales que respecto a la ética pudiera tener la autonomía del arte, ha ido desplazando cada vez más sus fronteras hasta lindar ya, en la implosión mediática, en las cercanías del accidente telemático, con aquello que, actualmente, se ha convertido en nuestra realidad: una aterradora fantasmagoría sustentada en un juego de apariencias provocado por la implosión de mercancías-imágenes a velocidad límite.
Así pues, no hay salida: la estética, no pudiendo renunciar a vérselas con lo sublime, ha de apostar por un arte que ensaye el accidente, profiriendo así, en la imposibilidad de lo posible, una última diferencia, una última jugada que le posibilite un poco más de tranquilidad, un poco más de humanidad. En este sentido, una estética de la resistencia para una categoría de sublime que ha terminado por abnegar el campo pulsional, solo puede comprenderse como una estética que violente al sistema, que, incluso, simule lo imposible: que el accidente ya está aquí.



Así pues, y llegados hasta este punto, ¿qué estrategias son las que ha de tomar para sí un arte que no disimule sus necesidades y se atreva a lanzarse de lleno en pos de lo sublime radical del Accidente?

Estética de la ceguera: perturbar el mirar, postular otro régimen escópico opuesto al de lo hipervisible y que se postule como de resistencia. Nihilidad escópica: ocultar a la mirada aquello que ’debe’ estar ahí. Estética de la resistencia como una siniestralización del ver. Quitar de la vista aquello que debería de estar presente. Así, al tiempo que se resiste frente a lo hipervisible, el riesgo sistémico queda evidenciado como ceguera colectiva y desorientación de nuestra relación con lo real.

Estética de la desaparición: frente a la automatización de la percepción y la industrialización de la visión. Apología de lo infraleve, ese algo que está ahí presente pero, al mismo tiempo, la visión es incapaz de verlo. Lo infraleve (inframince de Duchamp) remite al inconsciente óptico de Benjamin. Lo impensado, lo no dicho, lo no hecho; también lo que sobra de lo dicho y de lo hecho; lo imposible de deslindar: el reflejo y la superficie, la sombra y el suelo, la huella y el terreno

Estética/políticas de la identidad: la técnica cambia la percepción. Con la técnica, la función del arte deja de ser una mimesis de la naturaleza para tomar una función política (Benjamin). Políticas del mirar, políticas del ver como a priori de un nuevo reparto de lo sensible (Rancière). ¿Qué se nos da a ver?, ¿qué imagen es la insoportable?

Estética de la decepción: el acontecimiento ya ha sucedido, la mercancía ya ha sido consumida. Estéticas de la basura, del reciclaje. Lo kitsch como lo que se nos aparece como ya consumido (Eco)

Estética/seducción del accidente: insertarse dentro de la máquina productiva para jugar con el accidente, para ensayar una fuga, una ruptura. Microcaos. Introducir, quizá, lo aberrante dentro de la totalidad del sistema –alterar el espacio libidinal- para dejar constancia de la imposibilidad de cualquier utopía. De la utopía a la heterotopía (Vattimo).

Estética del trauma: si lo sublime se equipara con lo Real, esta estética remitiría a un arte que intente estar dentro de lo Real para comprobar el vaciamiento que se produce, para simular u cara-a-cara con lo traumático de nuestra existencia. Así, arte excesivo de lo abyecto, lo traumático, lo obsceno.

Estética de lo siniestro: asociado al anterior, lo siniestro indica que el sujeto está demasiado cerca de lo Real. A punto de llegar al accidente, a lo Real, se opta por una salida de escape. Angustia, extrañamiento, unheimlicht freudiano. Escenificación del trauma para quedarse un poco más acá o un poco más allá. El simulacro perfecto.




Estética de la (des)memoria: gran error: cosificar la memoria. Porque, ¿cuánta memoria es uno capaz de soportar? Mejor jugar a la anticipación/rememoración: ¿somos capaces de imaginar un futuro no-siempre-dado? Efecto Larssen: “la proximidad excesiva del evento y de su difusión en tiempo real genera indeterminación, una virtualidad del evento que lo despoja d su dimensión histórica y lo sustrae a la memoria “ (Baudrillard)

Estética de lo efímero: un último gesto: recoger potencialidades destruyendo el tiempo de la presencia. Si el aura es una trama particular de espacio-tiempo, resulta que la destrucción es también aurática. Nuevas ontología de la imagen digitales: su tiempo, ahora sí, es el del tiempo-real: ¿hay lugar para una e-utopía? (Brea)

Estéticas de la sospecha: definitivamente, al otro lado no hay nada. Bajo el soporte no hay nada. El Acccidente, aunque el (im)posible deje siempre su huella… ¡nunca tendrá lugar!

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