martes, 19 de abril de 2011

RECONFIGURACIONES DE LA IMPOSIBILIDAD




TODO CUANTO HICIMOS FUE INSUFICIENTE
GALERÍA CÁMARA OSCURA: 02/04/11-30/04/11

Apenas se veía ya venir el desplome epistémico del edificio sobre el que se elevaban las premisas fundamentales de la modernidad, ya algunos –popes aventajados- se aventuraban a dejar zanjada la cuestión en términos de poética de la rememoración del olvido fundacional (Heidegger) o en una negatividad que invitaba a hacernos cargo del horror pretendidamente olvidado (Adorno).
Encallados ambas reflexiones –y similares- en callejones sin salidas, la cosa no tuvo más remedio que saltar por los aires en forma de constitución de una pluralidad radical a la que llamaron Postmodernidad. Cifrada ésta en una pluralidad de juegos de lenguaje, formas de experimentación y formas vitales heterogéneas, la experiencia fundacional de la Postmodernidad supuso, en palabras de Wolfgang Welsch,  “el derecho intransgredible a formas de saber, proyectos de vida y modelos de acción de gradación diferentes en alto grado”.
Eclecticismo radical, deconstrucción, fragmentación, vienen a ser enfatizadas en un proceso de fuga donde, y por poner un ejemplo, Charles Jencks ve como rasgo más específico de la Postmodernidad una nueva hybris de “belleza disonante” o “armonía disarmónica”. Dicho de otra manera: multivalencia, equivocidad intencionada, etc, y, junto con ello, la alegoría, la ironía, el cinismo, etc. Todo ello en un totum revolutus que convertía este mundo nuestro en una andanada neobarroca.
En el límite, como no, Lyotard: “finalmente debería ser claro que lo que nos incumbe no es aportar realidad, sino idear alusiones a algo pensable que no puede representarse”. Es decir, el arte de la Postmodernidad remite siempre, como en el centro ausente de su construcción, a lugares vacíos.
Reinterpretando lo sublime kantiano como escena de una separación fundadora entre la idea y toda representación sensible, el postmodernismo entró demasiado pronto en, como dice Rancière, “el gran concierto del duelo y del arrepentimiento del pensamiento modernitario”. Es decir, la fiesta duró poco: la exaltación carnavalesca de los simulacros se transformó rápidamente en autocuestionamiento de su propia libertad. Todo entonces se vuelve escena primordial y la separación sublime de Lyotard resume toda tipo de escenas de pecado y separación original.
Si la modernidad entonces se tornó destino fatal debido al olvido fundacional, al heideggeriano peligro esenciante de la técnica, la Postmodernidad ha venido a poner nombre a lo ya innombrable: “el postmodernismo se ha convertido entonces –otra vez Rancière- en el gran treno de lo irrepresentable/intratable/irredimible, que denuncia la locura moderna de la idea de autoemancipación de la humanidad del hombre y su inevitable e interminable acabamiento en los campos de exterminio”.    
Estando así la cosa, lo que uno no deja de atisbar en el panorama artístico actual es una especie de cansancio ortopédico de tanto sufrimiento, de tanto mirar de reojo la carga pecaminosa que todavía supone, por poner por caso, la huida heideggeriana de los dioses, lo irreductible freudiano del objeto insimboliante y de la pulsión de muerte, o la voz de la Absolutamente Otro que pronuncia la prohibición de la representación. Y es que, en definitiva, nos sentimos tan solos que incluso ya estamos desgañitados de tanta claudicación.


¿Qué hacer entonces después de errar por el páramo desolado de la postmodernidad? El yo, barruntado como el efecto de superficie de una tectónica de placas disciplinantes, queda a expensas de tantos efluvios libidinales que apenas es un vestigio fetichizado en su propia insatisfacción. Obviamente, se diría, posturas tales como la estética de la existencia de Foucault ya no son posibles…
Pero la paradoja habita la (im)posibilidad: “todo cuanto hicimos fue insuficiente” –título de la exposición- nos invita a renovarnos en el fracaso de un pasado renuente a dar dos oportunidades pero en el cual se ha abierto la distancia estética precisa para reactualizar la posibilidad. Intentarlo de nuevo para, como diría Beckett, fallar de nuevo y fallar mejor. Pero intentarlo. No dar por cerrada la historia, no dar por claudicadas nuestras intenciones, no contentarnos con la estetización de la vida que propone el espectáculo, sino reabrir la sutura que sella pensamiento y acción mediante la mediación de otra distancia.
No ya proponiendo alternativas al relato hegemónico, no ya oponiendo realidades a simulacros estetizados, no ya cifrando al arte como político y subversivo per se. Sino permitiendo el deslizarse de una temporalidad diferenciada, de una diferenciación en los efectos, de un proyectarse desde el ruborizante pasado a un futuro abierto de nuevo a la utopía.
En este sentido, el conjunto global de las obras seleccionadas para la exposición –comisariada por Edu Hurtado-, tienen en común la apertura de la narración hacia lo abierto de lo no-dado de antemano, y una tensión que conecta, como decíamos antes, temporalidades diferentes con el fin –logrado en todos los casos- de reconfigurarlos en una nueva reasignación espacio-temporal. Lo colectivo y lo individual, la acción y la reflexión, la representación y la identidad, etc, quedan dirimidos en lo abierto de la configuración de otra posibilidad.
En definitiva, esta exposición se inserta de manera precisa y ejemplar dentro de los cauces estéticos que tratan de prefigurar el escenario para un último desacato: si, como dice Konrad P. Liessmann “es indudable que siempre hay que estar prevenido de que, tras el juego postmoderno de las formas y los colores, irrumpe en ocasiones una nostalgia desatada por al vida auténtica que con impactante brutalidad se impone como reivindicación de lo propio”, esperemos que no se quede solo en nostalgia y que el arte –exposiciones como esta en particular- se atreva a operar un nuevo recorte en el régimen de lo posible y de lo experimentable.  

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