ABRAHAM LACALLE: SIGUIENDO A PYNCHON
GALERÍA BENVENISTE: hasta el 18/02/12
En esa narración falsificadora de la realidad que
ha supuesto las tesis greenbergnianas de la autonomía del arte merced a la
conquista de cada práctica artística de sus medios técnicos y materiales, la
pintura se ha visto apelada, si no a su más de una desaparición, a quedar
arrinconada en el cajón de las sobras y los retales. Y es que, en ninguna otra
práctica la superficie es más patente, en ninguna otra práctica la materialidad
mímica del trazo es más corpórea.
Pero la tautología ha sido desvelada: si algo es arte porque remite a su autorefencialidad, es –en sentido inverso- en la conquista de sus medios lo que le hace ser comprendido como arte. Dar al traste de una vez por todas con esta ecuación enmascaradora sería un golpe de aire fresco para una pintura que desde hace ya tiempo da síntomas de recuperación. Porque desde que Pollock viese como su dripping remitía siempre a una idealidad repetitiva hasta al nausea, las comparecencias de la pintura ante el tribunal de su propia historia se ha resuelto en más de una ocasión como la más que incipiente posibilidad de su retorno.
Desde el pop, pasando por la nueva figuración, la transvanguardia italiana o el neoexpresionsismo alemán, la pintura ha parecido querer desasirse de su programático destino para aliarse con las demás prácticas artísticas en la búsqueda de una nueva reconfiguración disensual de la realidad. Así, si se hace obvio y patente que la narración representativa, la adecuación copia-realidad, ya no tiene ninguna cabida, no por ello ha de dejarse el ejercicio entero de la pintura a manos de la autoreflexión de sus primados teóricos. Nuevas formas de plasmar las identidades, los tiempos y los espacios; nuevas maneras de fragmentación, ruptura y derivas. La superficie del lienzo, más que ser ahora la esencia a conquistar, es la posibilidad más patente de ejemplarizar la narratología de una sociedad en continua fuga.
Porque, creemos, que ya está bien de que la pintura cargue con tordas las trabas ideológicas de una modernidad soterrada y prisionera de sus propias ruinas, mientras otras prácticas, por ejemplo véase la literatura, queda lanzada en pos de articular un discurso capaz de dar cabida a la pluralidad simulacionista e hiperreal de un mundo, el nuestro, devenido imagen-simulacro.
A este respecto, el trabajo de Abraham Lacalle y que ahora presenta en la Galería Benveniste bien puede comprenderse como una necesidad, la de la propia pintura, de latir al unísono de la contemporaneidad y no diluirse ya más en propuestas utópicas de autoreflexión. En diálogo con una práctica como la del cómic, Lacalle descentra –una vez más- todo el discurso pictórico para hacer de él un dinamizador más entre las esferas de la alta y la baja cultura, de los elementos propios de la pintura y los externos, de la Historia de su concepto y las historias que traza en su narración.
Pero la tautología ha sido desvelada: si algo es arte porque remite a su autorefencialidad, es –en sentido inverso- en la conquista de sus medios lo que le hace ser comprendido como arte. Dar al traste de una vez por todas con esta ecuación enmascaradora sería un golpe de aire fresco para una pintura que desde hace ya tiempo da síntomas de recuperación. Porque desde que Pollock viese como su dripping remitía siempre a una idealidad repetitiva hasta al nausea, las comparecencias de la pintura ante el tribunal de su propia historia se ha resuelto en más de una ocasión como la más que incipiente posibilidad de su retorno.
Desde el pop, pasando por la nueva figuración, la transvanguardia italiana o el neoexpresionsismo alemán, la pintura ha parecido querer desasirse de su programático destino para aliarse con las demás prácticas artísticas en la búsqueda de una nueva reconfiguración disensual de la realidad. Así, si se hace obvio y patente que la narración representativa, la adecuación copia-realidad, ya no tiene ninguna cabida, no por ello ha de dejarse el ejercicio entero de la pintura a manos de la autoreflexión de sus primados teóricos. Nuevas formas de plasmar las identidades, los tiempos y los espacios; nuevas maneras de fragmentación, ruptura y derivas. La superficie del lienzo, más que ser ahora la esencia a conquistar, es la posibilidad más patente de ejemplarizar la narratología de una sociedad en continua fuga.
Porque, creemos, que ya está bien de que la pintura cargue con tordas las trabas ideológicas de una modernidad soterrada y prisionera de sus propias ruinas, mientras otras prácticas, por ejemplo véase la literatura, queda lanzada en pos de articular un discurso capaz de dar cabida a la pluralidad simulacionista e hiperreal de un mundo, el nuestro, devenido imagen-simulacro.
A este respecto, el trabajo de Abraham Lacalle y que ahora presenta en la Galería Benveniste bien puede comprenderse como una necesidad, la de la propia pintura, de latir al unísono de la contemporaneidad y no diluirse ya más en propuestas utópicas de autoreflexión. En diálogo con una práctica como la del cómic, Lacalle descentra –una vez más- todo el discurso pictórico para hacer de él un dinamizador más entre las esferas de la alta y la baja cultura, de los elementos propios de la pintura y los externos, de la Historia de su concepto y las historias que traza en su narración.
Así, en diálogo con el libro ‘Vicio Propio’ (Inherent Vice, 2009) de Thomas Pynchon, Lacalle establece un vínculo literatura-pintura para dar cabida en él a multitud de devaneos, de deslizamientos y tensiones capaces de articular la práctica pictórica en una relación de tú a tú con el tiempo presente que le está tocando vivir.
Quizá sea un ensayo, un ejercicio un tanto diletante este de pintar a medida que uno lee una novela tan psiconarcótica como pudiera ser cualquiera de las de Pynchon; pero bien es cierto que el ejercicio merece la pena ya que demuestra que las prácticas artísticas quedan engarzadas actualmente en una interdisciplinariedad que abre como pocas veces antes lo ha hecho el campo de lo posible, de lo decible y lo visible.
Si Pynchon reescribe la historia de las utopías de los años sesenta para entregarnos lo no-dicho, lo oculto, lo sedimentado siempre en el ejercicio de selección del que toda narración adolece, si nos presenta la otra cara de aquellos héroes que hicieron vibrar a medio planeta, Lacalle zigzaguea igualmente en la puesta en claro de unas relaciones –las que median entre pintura y escritura- para darnos a ver la ‘cara b’ de la pintura.
Quizá así exista un vínculo oculto en el ejercicio preciso de Lacalle: si la pintura fue el adalid de la autonomía del arte que Greenberg hizo recaer en la conquista de los propios medios, quizá esa condena que la propia pintura ha sufrido sea la causante de su remisión a lo ‘underground’ del arte, a la necesidad que tiene de partirse todavía la geta para que se la preste atención. Así, igual que Pynchon reescribe la caída de los mitos nacidos al socaire de las ideologías de los años sesenta, Lacalle plasma en el lienzo las escenas de ese ‘vicio propio’ pero también la de otra caída: la de la pintura en los abismos de las utopías de la Modernidad de la que parece nunca salir del todo.
En definitiva, de lo que se trata, de lo que trata el arte, lo que tiene que darnos a ver, no son ya cuestiones epistémicas ni procedimentales, no ya vacua conceptología en torno a los beneficios de una narración que se satisfaga en sus propios límites, sino lo otro de la realidad, lo que permanece en los rincones, en las fronteras.
Así, si Pynchon plasma el vacío de unos ídolos, la retórica barata de unas promesas fundamentadas en la más pasmosas de las nada, la narración de Lacalle puede comprenderse que excede esa historia para, con un guiño, hacer referencia al propio encallamiento de la pintura, al desvelar lo falsificador del discurso modernista y para, claro está, ver al necesidad de abrir las ventanas para que entre aire fresco
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