sábado, 7 de julio de 2012

EL ARTISTA OBSERVADO: SECUENCIA Y GOCE DE LA PARADOJA


SYDNEY B. FELSEN: THE ARTIST OBSERVED
GALERÍA LA CAJA NEGRA: hasta el 27/07/12


En la eclosión del arte como instancia privilegiada, sin duda alguna que el desmarcarse de aquello otro que pudiera llamarse –con todo el calado despectivo que se desee- como artesanía, fue sin duda uno de los detonantes que precipitaron la toma de posiciones. Toma, ésta, que por otra parte subvierte los cánones del trabajo y designa a unos poco como genios, como sujetos tocados por la barita de las musas.

Porque sí, claro está, que el arte viene de aquello que los griegos llamaban teckné, nada tiene que ver lo uno con lo otro. Sus musas, más que encargadas de dotar al sujeto de una inventiva descomunal capaz, como dijera milenios más tarde Kant, de darse a sí mismo sus propias reglas, están –las musas griegas- vinculadas más al acto de rememoración, de articulación de un presente siempre vinculado al pasado de las Historias y al futuro de las ficciones.

En definitiva, y por no dar muchas vueltas sobre el mismo eje, la emergencia del arte tiene su punto álgido ahí donde el sujeto se desmarca de las propias condiciones materiales de la existencia con las que tiene que fajarse la comunidad entera. Dejado de la mano de dios, apartado de la ergonomía que dispone tiempos y lugares (y capital) a cada uno de los sujetos, el artista bien pudiera ser aquel que no hace nada productivo y, encima, se le permite.

Incluso la conceptología mejor traída hace gala de esta aparente improductividad: la belleza material, como copia de la belleza natural, no ha de dejar rastro alguno ni huella ninguna: toda mano, todo trabajo, ha de ser eliminado, ocultando bajo la espesa capa de la genialidad. Arte y artesanía se separan ahí justo donde lo necesario se bifurca de forma paradójica.


Pero siempre, adherido a esta pérfida paradoja que dota de divinidad a aquel que reniega de la productividad propia de su sociedad, el arte y el artista apuntan al ejercicio disruptivo, al gesto displicente de quien está en posición de de promover una dualidad exasperante e inconcebible.

Rancière –atento a estas paradojas materiales- se retrotrae al libro tercero de La República de Platón para comprobar que ya entonces el sujeto mimético es condenado no por la falsedad o lo pernicioso de las imágenes que propone, sino porque subvierte la división del trabajo por la cual es imposible hacer más de una cosa. Rancière apunta que la idea del trabajo no es en primer lugar la de una actividad determinada, sino que es ya en sí mismo un reparto de lo sensible determinado: es, antes que cualquier otra cosa, “la imposibilidad de hacer otra cosa fundada sobre una ausencia de tiempo”. El trabajo es comprendido entonces como “la relegación necesaria del trabajador en el espacio-tiempo privado de su ocupación, su exclusión de la participación en lo común” y el mimetista no viene sino a confundir esta escena postulándose como un agente doble ya que ofrece el principio privado del trabajo en una escena pública.

De ahí al malditismo moderno no hay más que un paso: a partir del romanticismo el artista encuentra su veta en una oposición al mundo de las mercancías la cual le vale de manera perversa para promoverse él mismo como una de ellas. Es decir –y aunque sea un tanto farragoso quizá merezca la pena: el artista moderno se ve aupado por una práctica que ya no es solo concebida como simulacro y que es adjetivada como ‘excepción artística’, como genialidad, al precio –ni más ni menos- de tener que dejar de comprenderse como agente doble. Ahora, sujeto a la misma lógica que el resto de mortales, su excepcionalidad tiene un lugar preciso y bien paradójico: si por una parte su finalidad radica en disponer una reorganización efectiva en la sensibilidad puesta en marcha por la comunidad, por otra parte este ‘hacer’ no puede separarse de su condición de producto, de mercancía, de personalidad tocada por la divinidad refulgurante de la mercancía.

En esta situación paradójica remite la propia constitución del artista: llamado a promover una ruptura en la lógica transaccional imperante, él mismo “lucha” por no ser tildado como icono, en no apoltronarse en la idealidad de la que goza. ¿No es el decadentismo de por ejemplo Oscar Wilde la mayor prueba de que no hay salida posible, de que mejor convenir con las fuerzas del capital para, quizá a sí, provocar una ruptura en la lógica del capital?

De esta situación paradójica –si queremos hacer un ejercicio crítico, claro está- se nutre esta exposición que ahora nos presenta La Caja Negra. En ella podemos ver a artistas observando su propio trabajo, dando los últimos apliques, concibiendo, creando. Y si decimos artistas quizá mintamos: son más que artistas, son marcas de clase, son iconos epocales, son la retahíla de nombres que dan forma a una historia bien precisa del arte: aquella que ha terminado por ser dogmática y establecerse como mainstream y organum fundamental.

Eso, pensamos, provoca esta exposición: una mirada sobre lo que de ningún modo podemos ver. El trabajo de aquel que está apartado, separado de la lógica de las productividades. Y si lo vemos –si tenemos acceso a tales imágnes- no es por otra razón que aquella que nos dice que tales artistas han devenido mercancías, sujetos capaces de organizar una mirada sobre ellos y en torno a ellos.

Si toda mirada cosifica, esta exposición –construida a base de fotografías tomadas por Sydney B. Felsen (cofundador de Gemini G. E. L., una de las más importanes editoras gráficas del siglo XX)- no hace sino constatar la perversión de una mirada que tan pronto necesita satisfacer su conocimiento vuelca todo potencial en una anulación, en una violencia dogmática para la que no hay posibilidad de esconderse.

Richard Serra, Ellswoth Kelly, John Baldessari, Bruce Nauman, etc. Son artistas: pero esta exposición nos da cuenta de que toda historia, la del arte como otra cualquiera, necesita de sus puntos nodales, de sus lugares de intersección donde la mirada se tope con la objetividad, con la mercantilización, con la posesión de dogmas, el goce infinito de sabernos una proyección en la secuencia de miradas, el goce infinito de provocar también nosotros nuestra particular violencia.

Toda mirada construye, conforma; pero también ejerce su violencia, cosifica, hace inamovible los dogmas: ese es el goce infinito, el goce de quien todo lo ve.



3 comentarios:

  1. Me ha parecido interesantísima tu reflexión y me hace pensar mucho, en especial tu referencia a Rancière, ¿podrías ayudarme indicándome dónde podría continuar leyendo sobre estas observaciones de Rancière? muchas gracias!

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  2. Hola amigo! muchas gracias. Pues si no me equivoco, la cita en concreto pertenece al librito "El espectador emancipado". No obsatnte el grueso de las reflexiones de Rancière siguen estos asuntos de lugares y competencias.
    Un saludo!!

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  3. Mil gracias! Saludos!!

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