THE
WAR IS OVER (comisariada por Óscar Alonso
Molina)
GALERÍA JOSÉ ROBLES:
13/06/12-27/07/12
Si hay un concepto fundamental en
la estética idealista –estética que, se quiera o no, vertebra todavía hoy la
práctica artística- es el de sublime. Y es que, nacida la Estética para
solventar la acuciante necesidad de cerrar la herida ontológica que se cernía sobre
toda posibilidad de conocimiento (del yo, del mundo y del alma), lo sublime
remite al límite al que es lanzado toda posibilidad de representación, toda
posibilidad de hallar consistencia epistémica. Sublime alude al desgarro, al
fondo de contraste sobre el que es lanzada la lógica de la identidad que -desde
Platón hasta hace medio siglo-
funcionaba como paradigma dentro de la filosofía.
Así, si la representación alude
al juego de presencias, lo sublime remite al campo donde la imaginación desbarra,
donde entra en conflicto con la lógica de las presencias y las representaciones.
Y es que en toda representación, en todo traer-a-la-presencia, existe un
exceso, un ir más allá de esa operación de presentabilidad: ahí donde ausencia
y presencia se confabulan, ahí donde –en el esquema kantiano- no hay concepto
para una experiencia determinada, ahí donde lo humano apunta a su inhumanidad,
donde la representación se desgarra, donde la ética se halla herida de muerte
Kant tuvo que vérselas con este
problema consustancial a la Estética misma apelando para su solución a un nuevo
arte sublime. Dicho arte juega en dos planos: si en el primero argumenta la
imposibilidad misma de la representación, en el segundo hace remitir a la
cuestión a un asunto ético, donde la noción de digno e indigno viene a ocupar
el primer plano. La imaginación, llevada más allá de sus dominios, se resuelve
impotente para comprender de manera positiva las Ideas de la razón y es
conducida a ver en el espectáculo sublime una presentación negativa de dichas
Ideas encargadas de elevarnos más allá del orden de la naturaleza fenomenológica.
Así el arte para Lyotard, fundamentada en esta noción de
sublime, apunta a una interpretación donde lo posible queda anudado a lo
representable y lo irrepresentable alude a lo imposible, a lo impresentable. Y
de ahí, en una última pirueta, a lo inhumano: lo impresentable es lo inhumano,
lo no-representable es aquello que es preciso mantener oculto.
Sublime es por tanto el lugar donde
la relación entre razón práctica y teórica no halla solución, donde la
representación intuye un más allá, un campo deshumanizado: y es que si las
condiciones de posibilidad (trascendentales) operan y vertebran una noción de
sujeto, de humanidad, atravesado
–parafraseando a Kant- por la bóveda
de las estrellas encima de él y la ley moral en su interior, todo desgarro en la
lógica de las representaciones apunta a lo inhumano.
Si toda imagen –aún incluso en
este régimen hiperlibidinal de la inmanencia de toda imagen- remite a un juego
ético y estético, es porque su posibilidad de presentabilidad –de hacerse no ya
visible sino incluso hipervisible- alude al juego de los olvidos, ahí donde lo
humano roza con lo inhumano: el horror, el oprobio del que la propia humanidad
hace gala. Así, el nuevo arte de lo sublime de Lyotard funciona como vestigios de un relato: un arte no preocupado
tanto en contar el acontecimiento como en testimoniar su ha habido
¿Olvidar o no hacerlo? Esa sería,
en última instancia, la solución que ha de hacer mediar el arte. Y es que la
noción de sublime, aún amparada en cuestiones epistemológicas, está anclada de
forma fundamental a la ética: a transigir o no con el horror, a olvidarlo o no
hacerlo. Como testimonio del olvido de lo ha
habido, el arte ha de quedar separado y asimilado a la fractura original de
lo sublime.
Sin embargo, la perversión de la
razón es absoluta. Contra el ‘buenismo’ de una razón que diferencia entre
olvidos, que sabe mirar ahí donde antaño no lo había hecho, se eleva más bien
una razón despótica y violenta cuya necesidad es olvidar incluso el olvido para
poder presentarse como dueño de sí. Así, girando sobre sí mismo, el deber
moderno del arte iría en la dirección de dejar constancia de ese impresentable
de la razón que se postula como la voluntad de acabar con el testigo que
siempre supone el Otro: la razón descubre cómo uno de sus polos sobre los que
se lleva a cabo el proceso dialéctico descansa en la figura del exterminio.
El ha habido que postula Lyotard
como lo sublime del arte no es más que el testimonio de aquello que no puede
ser representado: el olvido necesario para olvidar la necesidad de la razón de
exterminar al Otro. Para suprimir de su seno toda alteridad, el arte sublime
sería el encargado de testimoniar el querer borrar la huella de esa
exterminación, de querer olvidar el olvido.
Incluso, esta realidad -la de dar
carpetazo siniestramente a una memoria que sabe del dolor que ha causado y
sigue causando- en estos tiempos de telerealidad, se hace más insoportable que
antaño, cuando las imágenes y su caudal ético era mucho menos inamovible de lo que
es ahora. Porque ahora, cuando el ejercicio de identidad de las imágenes les
lleva a identificarse pleonásticamente con la realidad, el rastro dejado por el
olvido, la voluntad de transigir es tan enorme, que apenas nos deja un hilo de
oxígeno con el que sobrevivir. Cuando al memoria es instantánea, cuando todo
resto queda deglutido en el aquelarre de la fantasmagoría, el olvido es el poso
existencial –el síntoma epocal- del que nos valemos para seguir en nuestra
tarea
*******
Lo mejor de todo, la razón por la
cual esta exposición es muy buena: que Óscar
Alonso Molina (comisario de la exposición) lo sabe. Así, más que señalar la
violencia, más que mostrarnos el horror, se pregunta –ya en la misma hoja de
sala- sobre las verdaderas intenciones de los artistas. Si entendemos bien su
propuesta, cabe entender su exposición como un interrogante, como una interrupción
en los discursos engalonados y a-críticos que, la mayor parte de las veces,
copan las más altas instancias del arte moderno.
Dudar, preguntarse, valerse del arte
para ello: esa ha de ser la mecánica. No ya tanto usar los artistas para aplaudirse
uno mismo de los logros señalados, sino valerse del arte para señalar la fisura
por donde todo el discurso parece disolverse tan pronto como eleva los pies
unos palmos del suelo.
Estos son, ciertamente, tiempos
de conflicto. Pero la duda está en saber si, como él bien dice, son también
tiempos de lucha. El arte moderno apunta a una desconexión de las finalidades,
a una espera constante de los fines y las metas. Pero, ¿no puede ser también
que ese instante de espera le valga al propio arte para acampar a sus anchas en
los terrenos de esa razón dogmática que antes hemos descubierto? Espera
silenciosa, por supuesto; pero también una espera que ha de ser investigada, no
sea que la razón se haya enquistado en estas formas nuevas de descifrar el
pasado y de anticipar el futuro.
¿Hay mayor violencia entonces que
la impunidad de la que hoy en día goza toda injusticia?, ¿hay mayor violencia que
al del arte contemporáneo a la hora de valerse él mismo de este oprobio y
condensar su silencio en una espera ignominiosa mientras nos forramos por el
camino con nimiedades? Y es que si el concepto de sublime ha sido eliminado, si
los mundos de la mercancía lo han conquistado para sí, la consecuencia no puede
ser más desgarradora: no hay fondo de contraste, no hay humanidad ninguna, no
hay lugar para fractura alguna. Solo un gran campo libidinal, topológicamente
neutral, ideológicamente aséptico, estéticamente incapaz.
No, sí todavía hay contra lo que
clamar, si todavía hay cosas que no olvidar, ni el arte puede salirse por la
tangente de un concepto de sublime macerad al sol de una razón despótica, ni
aún menos podemos decir que la guerra ha terminado.
Así que no, el arte no es -como reza una de la sobras de la exposición- la
polla.
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