DAVID
ESCALONA: BAJO
LA CAMA
GALERÍA
FÚCARES (ALMAGRO): Hasta el 11 de octubre de 2012
Dicho lo cual, avanzamos. Todos tenemos
un punto desde el cual catapultarnos a una comprensión más primigenia de
nuestro ser más íntimo. Porque no hay que ponerse muy psicoanalítico para
comprender que es un vacío estructural, una nada que se desliza en torno a
zonas de invisibilidad, lo que nos va construyendo en el tiempo. Un trauma, un
rasgar el velo de la mismidad para darse cuenta de que existe el lenguaje y los
otros, para darse cuenta que el enfrentamiento de igual a igual con la realidad
es imposible, que solo cabe comprendernos –comprenderles- bajo la horma de una
simbolización radical.
Para él fue el accidente. Ese que
ocurrió cuando de niño su mano quedó atrapada en una de las máquinas del obrador de pan de sus padres. Todo su trabajo como artista
consiste en volver a ese origen germinativo donde anida siempre del otro.
Porque, ¿no es la construcción de nuestra subjetividad el robo sistemático que
se le hace a aquel otro que podíamos haber sido? Siempre una presencia que
alude a esa ausencia que nos susurra, a esa oportunidad perdida que siempre
somos.
Pero Escalona lo tiene claro. No se trata de
reelaborar el trauma, no se trata de insertar el accidente dentro de una
secuencia donde la narración tenga pleno sentido. Ya decimos que nos encontramos
más bien en las cercanías de la ausencia. Es decir, nada de Freud. Más bien es practicando ese
esquizonálisis tan deleuzniano como nos podemos enfrentar a nuestros fantasmas,
incluso a este en que hemos terminado enjaulados.
Nada de
interpretarnos, nada de dar una explicación consecuente al relato de nuestras
vidas. De lo que se trata es más bien de lo contrario: de hacer la herida más
grande, más poderosa, llenarla con el tiempo de una existencia para la que
siempre –y quizá porque sabemos que lo hemos perdido todo- todavía cabe una
mínima esperanza. Es decir, nada de volver a la seguridad de nuestro “yo”, sino
de mantenernos en la indigencia de esa separación que siempre seremos.
Así entonces, su obra
no trata de buscar sumergiéndose en las inmundicias de nuestro pasado para
explicar mínimamente este presente paralítico que disfrutamos. Más bien es
manteniéndose en la superficie de lo simbólico donde Escalona sabe que se haya, no ya la respuesta, pero sí la pregunta
correcta. Es, como bien dice el texto de Chantal Maillard que le vale a
nuestro artista de introducción, deslizándose cómo se puede obtener alguna
respuesta diferente de aquellas que se nos venden y que remiten a la dialéctica
bien sabida de la enfermedad y la sanación:
“se trata de aprender una nueva forma de honradez...tomar conciencia del vacío,
de la página en blanco, de la posibilidad de ser: de hacerse. A partir de ahí,
podrán empezar a hablar".
Porque es
en la superficie donde la herida empieza supurar y no para; donde el dolor toma
otro nombre para reconvertirse en pathos,
en senda inencontrable a través de los años y los días. Es en la superficie
donde acontece la gran parataxis, la desmedida de un murmullo gutural tratando
de decir, de poner nombre, de acotar, enfrentándose a la imposibilidad de
cerrar nunca el círculo. Porque, ¿qué sabe mi dolor de mí?, ¿qué sabe la
enfermedad de mis límites? No hay límite sino el que nos damos, no hay dolor
sino la atestiguación de una cura como existencia, no hay incapacidad sino aquella
que se forja en la posibilidad más radical: la de la apertura de ser.
Sus obras por tantos no son
evidencias sino metáforas de una ausencia, rodeos prelingüísticos que se sitúan
en la frontera misma donde lo bello y lo siniestro se separan siendo uno la
posibilidad del otro. Porque, en ese vuelco hacia el futuro que toda búsqueda
iniciática origina, es justo lo más cotidiano lo que se nos muestra como más
desconocido. Quizá Escalona está aquí buscando lo inhóspito, el unheimlicht
freudiano: aquello que de tan cercano se hace extraño. Aquella herida que de
tanto ser suya deviene extraña; aquel destino que te danto llevarlo cosido a
nuestra vida termina por rasgarse en una herida sin fin y al que ya ni
reconocemos.
Esa es la razón de porque Escalona
se sitúa en el límite de lo visible. Y es que, si como dejó dicho Eugenio Trías lo siniestro es aquello
que teniendo que mantenerse oculto, termina por desvelarse y salir a la luz, su
trabajo consigna los modos de visibilidad de esa herida, de esa cicatriz interior
que todos llevamos dentro. No trata de ocultarlo bajo el velo taimado de la
belleza, sino que su ejercicio apunta a otro tipo de mediación, otro tipo de
representación.
Si también sabemos que una vez
descorrido el velo, una vez enfrentados cara a cara con el miedo y espanto que
causa lo siniestro, no hay nada, absolutamente nada, de lo que se trata es de
hacer de algún modo presente esa ausencia fundacional. Aquí Escalona es más que preclaro: la metamorfosis,
el límite de lo perceptible, aquello que aunque está ante los ojos no se ve.
¿Qué hay debajo de las vendas de su herida?, ¿qué hay en los capullos de seda
que guardaba debajo de su cama? No sabemos, simplemente un límite; una frontera
entre aquello que podemos ver y lo que es preciso mantener oculto.
En definitiva: trabajar con esa ‘nada’,
acercarnos lo más que podamos a lo noúmeno sin quemarnos en el intento, sin que
el dolor termine por desagarrar todas nuestras heridas, dejar que la memoria se
abra a la infinidad de posibilidades que a cada instante se abre al vivir.
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