“Quien rechaza la
imagen, rechaza la economía”
Niceforo
Si el primero aboga por no
rebajar un ápice los logros ilustrados alcanzados por la sociedad occidental
(libertad de prensa ante todo), los segundos, con mejores intenciones que
logros, tratan de apelar a un sentimiento de mancomunidad global donde cada uno
tenga ‘sus’ razones. En ambos se ve una
cierta dosis de paternalismo, de comprender que todavía están un peldaño por
debajo y que, por tanto, o rebajar el
listón de nuestras expectativas o hacerles ver más pronto que tarde el error
mayúsculo de sus posiciones no estaría mal del todo.
No es que aquí nos vayamos a
poner a discutir cada uno de las posiciones. Ya cada uno tiene suficiente
información paras sacar sus propias conclusiones. Pero si que, tratando este blog
de arte, sí que nos parece pertinente encontrar otro punto de vista desde donde
comprender estas disputas que cada poco nos sacuden llenándonos de estupor e
indignación en partes iguales. Y es que, si el asunto es un problema en cuanto
a las imágenes, la cosa tiene un recorrido tan amplio y tan lejano en el tiempo
que apenas posiciones como las arriba descritas se sostienen. Más aún hoy en
día, donde el tertuliano (esa protuberancia seborréica) está terminando –a base
de poder mediático e indocumentación a partes iguales- por fagocitar al antaño intelectual.
Quizá sea, adelantando en parte
nuestras conclusiones, que el salto de un régimen de visibilidad al otro es tan
infinito que, mientras para nosotros todo puede ser visto ya que remite en
última instancia a una mismidad instantánea, para ellos nada puede ser visto ya
que el asombro ante lo incognoscible es aún enorme. Mientras en nuestro entorno
la asepsia simbólica ha esterilizado por completo las miradas, para ellos
todavía el levantar ídolos tiene el punto de sacrílego de aquel que se atreve
con lo innombrable y lo invisible.
Y bien podemos convenir que en el
principio la prohibición era así para todos. Ya por ejemplo el Éxodo: “Tú no
harás ídolos”; y ya por ejemplo a lo largo de la Biblia si de algo se
diferencia el pueblo judío de los demás es porque ellos no construyen ídolos.
En un principio la imagen estaba referida únicamente a los muertos a modo de
triunfo de la vida. En las exequias de los reyes, cuando los banquetes de las
ceremonias mortuorias duraban días, para luchar contra la podredumbre de la
carne del muerto, se le hacía un doble que presidía todas las ceremonias: el
maniquí del difunto “es” el cadáver. Así ídolo, en griego eidôlon, significa fantasma de
los muertos. Así también en Grecia, las estatuas de los dioses no
estaban para adorarlas no verlas, sino, más bien todo lo contrario, para que
ellas nos mirasen, para que mediasen por nosotros. Lo mágico –lo terrible y lo
sublime- era la mirada, el ver.
Y así duró hasta que el genio del
cristianismo apareció en escena. Porque, ¿quién es Jesucristo sino la imagen de Dios?, ¿no es verdad que “quién me ve
a mi ve al Padre”?, ¿no es un cuadro algo más que una tela coloreada, igual que
una Ostia es algo más que un trozo de pan? Sin lugar a dudas, es la Encarnación
el hecho original sobre el cual las imágenes empiezan su flujo de
transacciones. Si algo seguro significa es que la Transubstanciación da origen
a una teología de la mirada capaz ya de desplegarse en este mundo. Si hubo
imagen mientras hubo terror, ahora la gloria de Dios se manifiesta en una clase
especial de imagen: aquella que es bella, ahí donde el terror es domesticado.
La belleza es el límite de lo
cognoscible: de ahí que Dios sea Uno, Verdadero, y Bello. Lo siniestro, por el
contrario, es el paso de más que se da para el velo de lo bello se desgarre y
aparezca aquello que no debía de ser mostrado, aquello que debía ser mantenido
oculto.
El arte occidental comienza justo
aquí: en el hecho de que la tela debía mostrar algo al tiempo que lo oculta.
Una verdadera teología de la mirada da sus primeros pasos. Y, con ello, una
exégesis, una interpretación, la búsqueda de un sentido, una hermenéutica, la
apertura de un invisible que se da a ver a través de lo simbólico. Si, por
ejemplo, San Juan Bautista vino a
reconocer a Jesucristo, su imagen es
aquella que porta un cordero y, con el dedo índice, lo señala: lo da ver sin
enseñarlo del todo. De igual modo, si el culmen de la vida cristiana es el entrar
en el Reino de Dios, ¿no son las cristaleras góticas el primer peldaño de una
fantasmagoría donde el no ver nada se hace uno con la belleza, donde la luz
ciega en un caleidoscopio de colores? Ver sin ver, o mejor aún, ver lo
invisible, ¿no es ese el propósito de lo que con el correr de los años vino en
designarse como arte?
A partir de entonces –y sin ánimo
de ningún análisis exhaustivo- nuestra historia, la de Occidente, ha sido la historia
de la revolución de la imagen. Liturgia, agit-prop o marketing. Todo apela a lo
mismo: ver detrás de las apariencias, ya sean la de lo divino, la de las
fuerzas materiales de dominación capitalista, o las de la mercancía. Así hasta que
la imagen ha terminado por adelgazarse tanto que ya no remite sino a sí misma. El
tiempo ha implosionado en el interior de la imagen permitiendo una fluídica
hiperrápida que termina por saturar todos los códigos. La imagen ha perdido
toda mediación con la memoria del pasado, con cualquier realidad que no sea ella
misma. El único valor de la imagen es la de su exposición y distribución, sin
profundidad, sin aura, sin misterio…
Así, la imagen –en nuestro régimen
escópico- ha pasado de ser mesiánica a ser mediática. El triunfo del ojo ha
sido tan radical que, en la videosfera global, la cultura visual ha terminado
por unificar mundialmente la mirada mediante una reducción, nunca antes llevada
a cabo, de lo real a lo percibido.
El punto de divergencia está aquí
entonces: ahora, aquí, en Occidente, la esencia de lo visible no es ya lo
invisible, sino un sistema de puntos y de líneas, una perspectiva escópica
detrás de la cual está siempre la mirada no de lo trascendente sino del hombre.
Y es que, donde hay imágenes de lo divino es que ya algo se ha negociado entre
el hombre y Dios: el ídolo deja de tener la iniciativa, el hombre levanta la
mirada y empieza a ver.
Pero, ¿cómo ese paso?, ¿cómo el
salto a elevar imágenes de lo sagrado a desacralizar la imagen? Mediante un proceso
de democratización de la imagen, auspiciada por la democratización radical del
dinero. El dinero fluye para que fluya la imagen que hace fluir el dinero. Tan sencillo
como siniestro: la era de lo visual se corresponde con la supremacía del
capital financiero. De la imagen de la religión a la religión de la imagen. Arte
y dinero se aúnan para convenir en la construcción de una nueva religión
mundial: la del propio arte.
Un proceso en última instancia
con tres órdenes: el mediático –de la noticia al mensaje-; el político –del Estado
a la sociedad civil-; el ocio –de la cultura de la instrucción a la cultura de
la diversión. Un proceso por el cual la democratización de la imagen –vía estetización
de la imagen- ha terminando matando a Dios, al hombre y a la propia imagen. Porque
el zappeo esquizoide lleva irresolublemente a que ningún ojo mire nada, a que
haya infinitas imágenes pero nada que ver. La saturación escópica, la
coincidencia especular del ser con el percibir, lleva aparejado un efecto disciplinado
de invisibilización.
Entonces, cuando se les vende la
democracia, cuando les vendemos las verdades occidentales, ¿qué les estamos
vendiendo? Porque la democracia no es –como piensan muchos inocuos inocentes-
el poder representar a Mahoma, ni
siquiera el hacer caricaturas de él. La democracia es hacer posible que una
lata Campbell valga tanto como Mahoma.
Porque el problema –y la
diferencia- es esa: que si en un lado las imágenes están referidas aún a un
régimen de poder jerarquizado, en el otro lado las imágenes ya no significan
nada: sin pasado ni futuro, las imágenes trazan brechas instantáneas en la
pantalla-mundo para desvanecerse al siguiente segundo. Es la democratización en
la producción de imágenes lo que, en último punto, iguala a todas: no ya solo a
Mahoma con las latas Campbell, sino
a Jesucristo con Mario Vaquerizo o la Madre Teresa con Lady Gaga.
La democracia opera la fractura. Es
hiperfluídica y necesita cada vez más campo para llevar a cabo sus
transacciones. La democracia, como campo topológico de lo consensuado, ahí
donde los flujos viajan cada vez a mayor velocidad en busca de lo Mismo, es la
fantasmagoría ideológica que vertebra este régimen de las imágenes. La democracia,
en sintonía con los simulacros de la era Ilustrada (autonomía, libertad,
libertad de prensa, etc) allana el camino para un flujo de transacciones a
velocidad límite.
Así, en definitiva, no existe punto
de anclaje entre un mundo y otro. No hay medida común alguna. Pero, siendo esto
cierto, lo fundamental es redirigir la mirada para no centrar el problema en
una cuestión de “democracias” y “libertades”. Porque, ¿no será que la democracia, la
ideología democracia, esa que se ha convertido en leitmotiv panavisionario en la
era post-89, necesita de estas diatribas para fluir más rápido, para acaparar
cada vez más ámbitos de los mundos de la vida? Y es que la razón occidental
funciona siempre así (y ya tenemos una edad para saberlo): polarizándose frente
al otro, estigmatizándole y, más tarde, exterminándole.
Todo exterminio es una guerra por
las imágenes, una lucha a muerte por ver lo que hay que ver. La razón
occidental se ha convertido en poderosa porque iguala todas las miradas, porque
incluso la visión del holocausto le es querida. Olvidar el olvido; ver lo
invisible. Mismas ecuaciones para un mismo poder exterminador.
Para enfrentarse al problema, si
de verdad quiere uno enfrentarse, se ha de dejar de tomar la democracia como la
máxima realización de la razón humana, se ha de dejar el paso abierto a otras
posibilidades para el pensamiento y la concordia. Porque el problema no es de
imágenes ni de libertades, sino de un cierto modo de libertad que ha hallado en
la imagen la forma perfecta de dinamitar todo a su paso. Es una cuestión de
miradas, de miradas demasiado sacralizadas o de miradas desacralizadas, que
solo encuentran tope en una hipereconomía de la inmediatez.
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