viernes, 21 de septiembre de 2012

LA DISPUTA DE LAS IMÁGENES: UNA TEOLOGÍA DE LA MIRADA


“Quien rechaza la imagen, rechaza la economía”
                                                                                                                      Niceforo

 Una vez más la disputa de las imágenes llena nuestra actualidad más internacional. Y, una vez más, las posiciones son tan enfrentadas que apenas uno logra hallar un intersticio por donde sacar la cabecita. Porque, esta visto, posiciones solo puede haber dos: o hay quien tacha de retrógrados integrales (e integristas) a la mayor parte de la sociedad musulmana, o, en el polo opuesto, nos encontramos a quien defiende un acercamiento respetuosos con lo que, simplemente, viene a ser otro espíritu del mundo.

Si el primero aboga por no rebajar un ápice los logros ilustrados alcanzados por la sociedad occidental (libertad de prensa ante todo), los segundos, con mejores intenciones que logros, tratan de apelar a un sentimiento de mancomunidad global donde cada uno tenga ‘sus’ razones.  En ambos se ve una cierta dosis de paternalismo, de comprender que todavía están un peldaño por debajo y que, por tanto,  o rebajar el listón de nuestras expectativas o hacerles ver más pronto que tarde el error mayúsculo de sus posiciones no estaría mal del todo.

No es que aquí nos vayamos a poner a discutir cada uno de las posiciones. Ya cada uno tiene suficiente información paras sacar sus propias conclusiones. Pero si que, tratando este blog de arte, sí que nos parece pertinente encontrar otro punto de vista desde donde comprender estas disputas que cada poco nos sacuden llenándonos de estupor e indignación en partes iguales. Y es que, si el asunto es un problema en cuanto a las imágenes, la cosa tiene un recorrido tan amplio y tan lejano en el tiempo que apenas posiciones como las arriba descritas se sostienen. Más aún hoy en día, donde el tertuliano (esa protuberancia seborréica) está terminando –a base de poder mediático e indocumentación a partes iguales- por fagocitar al antaño intelectual.


Quizá sea, adelantando en parte nuestras conclusiones, que el salto de un régimen de visibilidad al otro es tan infinito que, mientras para nosotros todo puede ser visto ya que remite en última instancia a una mismidad instantánea, para ellos nada puede ser visto ya que el asombro ante lo incognoscible es aún enorme. Mientras en nuestro entorno la asepsia simbólica ha esterilizado por completo las miradas, para ellos todavía el levantar ídolos tiene el punto de sacrílego de aquel que se atreve con lo innombrable y lo invisible.

Y bien podemos convenir que en el principio la prohibición era así para todos. Ya por ejemplo el Éxodo: “Tú no harás ídolos”; y ya por ejemplo a lo largo de la Biblia si de algo se diferencia el pueblo judío de los demás es porque ellos no construyen ídolos. En un principio la imagen estaba referida únicamente a los muertos a modo de triunfo de la vida. En las exequias de los reyes, cuando los banquetes de las ceremonias mortuorias duraban días, para luchar contra la podredumbre de la carne del muerto, se le hacía un doble que presidía todas las ceremonias: el maniquí del difunto “es” el cadáver. Así ídolo, en griego eidôlon, significa fantasma de  los muertos. Así también en Grecia, las estatuas de los dioses no estaban para adorarlas no verlas, sino, más bien todo lo contrario, para que ellas nos mirasen, para que mediasen por nosotros. Lo mágico –lo terrible y lo sublime- era la mirada, el ver.

Y así duró hasta que el genio del cristianismo apareció en escena. Porque, ¿quién es Jesucristo sino la imagen de Dios?, ¿no es verdad que “quién me ve a mi ve al Padre”?, ¿no es un cuadro algo más que una tela coloreada, igual que una Ostia es algo más que un trozo de pan? Sin lugar a dudas, es la Encarnación el hecho original sobre el cual las imágenes empiezan su flujo de transacciones. Si algo seguro significa es que la Transubstanciación da origen a una teología de la mirada capaz ya de desplegarse en este mundo. Si hubo imagen mientras hubo terror, ahora la gloria de Dios se manifiesta en una clase especial de imagen: aquella que es bella, ahí donde el terror es domesticado.    


La belleza es el límite de lo cognoscible: de ahí que Dios sea Uno, Verdadero, y Bello. Lo siniestro, por el contrario, es el paso de más que se da para el velo de lo bello se desgarre y aparezca aquello que no debía de ser mostrado, aquello que debía ser mantenido oculto.

El arte occidental comienza justo aquí: en el hecho de que la tela debía mostrar algo al tiempo que lo oculta. Una verdadera teología de la mirada da sus primeros pasos. Y, con ello, una exégesis, una interpretación, la búsqueda de un sentido, una hermenéutica, la apertura de un invisible que se da a ver a través de lo simbólico. Si, por ejemplo, San Juan Bautista vino a reconocer a Jesucristo, su imagen es aquella que porta un cordero y, con el dedo índice, lo señala: lo da ver sin enseñarlo del todo. De igual modo, si el culmen de la vida cristiana es el entrar en el Reino de Dios, ¿no son las cristaleras góticas el primer peldaño de una fantasmagoría donde el no ver nada se hace uno con la belleza, donde la luz ciega en un caleidoscopio de colores? Ver sin ver, o mejor aún, ver lo invisible, ¿no es ese el propósito de lo que con el correr de los años vino en designarse como arte?

A partir de entonces –y sin ánimo de ningún análisis exhaustivo- nuestra historia, la de Occidente, ha sido la historia de la revolución de la imagen. Liturgia, agit-prop o marketing. Todo apela a lo mismo: ver detrás de las apariencias, ya sean la de lo divino, la de las fuerzas materiales de dominación capitalista, o las de la mercancía. Así hasta que la imagen ha terminado por adelgazarse tanto que ya no remite sino a sí misma. El tiempo ha implosionado en el interior de la imagen permitiendo una fluídica hiperrápida que termina por saturar todos los códigos. La imagen ha perdido toda mediación con la memoria del pasado, con cualquier realidad que no sea ella misma. El único valor de la imagen es la de su exposición y distribución, sin profundidad, sin aura, sin misterio…

Así, la imagen –en nuestro régimen escópico- ha pasado de ser mesiánica a ser mediática. El triunfo del ojo ha sido tan radical que, en la videosfera global, la cultura visual ha terminado por unificar mundialmente la mirada mediante una reducción, nunca antes llevada a cabo, de lo real a lo percibido.

El punto de divergencia está aquí entonces: ahora, aquí, en Occidente, la esencia de lo visible no es ya lo invisible, sino un sistema de puntos y de líneas, una perspectiva escópica detrás de la cual está siempre la mirada no de lo trascendente sino del hombre. Y es que, donde hay imágenes de lo divino es que ya algo se ha negociado entre el hombre y Dios: el ídolo deja de tener la iniciativa, el hombre levanta la mirada y empieza a ver.

Pero, ¿cómo ese paso?, ¿cómo el salto a elevar imágenes de lo sagrado a desacralizar la imagen? Mediante un proceso de democratización de la imagen, auspiciada por la democratización radical del dinero. El dinero fluye para que fluya la imagen que hace fluir el dinero. Tan sencillo como siniestro: la era de lo visual se corresponde con la supremacía del capital financiero. De la imagen de la religión a la religión de la imagen. Arte y dinero se aúnan para convenir en la construcción de una nueva religión mundial: la del propio arte.

Un proceso en última instancia con tres órdenes: el mediático –de la noticia al mensaje-; el político –del Estado a la sociedad civil-; el ocio –de la cultura de la instrucción a la cultura de la diversión. Un proceso por el cual la democratización de la imagen –vía estetización de la imagen- ha terminando matando a Dios, al hombre y a la propia imagen. Porque el zappeo esquizoide lleva irresolublemente a que ningún ojo mire nada, a que haya infinitas imágenes pero nada que ver. La saturación escópica, la coincidencia especular del ser con el percibir, lleva aparejado un efecto disciplinado de invisibilización.

Entonces, cuando se les vende la democracia, cuando les vendemos las verdades occidentales, ¿qué les estamos vendiendo? Porque la democracia no es –como piensan muchos inocuos inocentes- el poder representar a Mahoma, ni siquiera el hacer caricaturas de él. La democracia es hacer posible que una lata Campbell valga tanto como Mahoma.   


Porque el problema –y la diferencia- es esa: que si en un lado las imágenes están referidas aún a un régimen de poder jerarquizado, en el otro lado las imágenes ya no significan nada: sin pasado ni futuro, las imágenes trazan brechas instantáneas en la pantalla-mundo para desvanecerse al siguiente segundo. Es la democratización en la producción de imágenes lo que, en último punto, iguala a todas: no ya solo a Mahoma con las latas Campbell, sino a Jesucristo con Mario Vaquerizo o la Madre Teresa con Lady Gaga.

La democracia opera la fractura. Es hiperfluídica y necesita cada vez más campo para llevar a cabo sus transacciones. La democracia, como campo topológico de lo consensuado, ahí donde los flujos viajan cada vez a mayor velocidad en busca de lo Mismo, es la fantasmagoría ideológica que vertebra este régimen de las imágenes. La democracia, en sintonía con los simulacros de la era Ilustrada (autonomía, libertad, libertad de prensa, etc) allana el camino para un flujo de transacciones a velocidad límite.

Así, en definitiva, no existe punto de anclaje entre un mundo y otro. No hay medida común alguna. Pero, siendo esto cierto, lo fundamental es redirigir la mirada para no centrar el problema en una cuestión de “democracias” y “libertades”.  Porque, ¿no será que la democracia, la ideología democracia, esa que se ha convertido en leitmotiv panavisionario en la era post-89, necesita de estas diatribas para fluir más rápido, para acaparar cada vez más ámbitos de los mundos de la vida? Y es que la razón occidental funciona siempre así (y ya tenemos una edad para saberlo): polarizándose frente al otro, estigmatizándole y, más tarde, exterminándole.

Todo exterminio es una guerra por las imágenes, una lucha a muerte por ver lo que hay que ver. La razón occidental se ha convertido en poderosa porque iguala todas las miradas, porque incluso la visión del holocausto le es querida. Olvidar el olvido; ver lo invisible. Mismas ecuaciones para un mismo poder exterminador.

 Para enfrentarse al problema, si de verdad quiere uno enfrentarse, se ha de dejar de tomar la democracia como la máxima realización de la razón humana, se ha de dejar el paso abierto a otras posibilidades para el pensamiento y la concordia. Porque el problema no es de imágenes ni de libertades, sino de un cierto modo de libertad que ha hallado en la imagen la forma perfecta de dinamitar todo a su paso. Es una cuestión de miradas, de miradas demasiado sacralizadas o de miradas desacralizadas, que solo encuentran tope en una hipereconomía de la inmediatez.

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