LARA ALMARCEGUI: MADRID SUBTERRÁNEO
CENTRO DE ARTE DOS
DE MAYO: 28/06/12-28/10/12
(texto publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=420)
Tejer la posibilidad dentro de la
esfera que define la sensibilidad común de una sociedad es, sin lugar a dudas,
la labor única de un arte que, plegado en esa (in)creencia de la que hacía gala
Brea, sea capaz de no caer en
narraciones del acabamiento, en ofuscarse en polémicas inútiles en relación al
arte y al no-arte, ni en hacer de aquel, del arte, el ámbito para la redención
escatológica o en asumir para sí la carga de una humanidad salvajemente lacerada.
Y si decimos apuntar la posibilidad, es sin duda en su obturación hacia el futuro,
en la construcción de esa sociedad siempre por venir, hacia donde el arte debe
de apuntar en una monumentalización no de lo pasado sino del acontecimiento que
está a la espera, aleteando en la posibilidad que abre todo futuro.
Estrategias para ello hay muchas,
pero lo que hay que saber es que hoy el monumento está en el extrarradio, en
los márgenes de visibilidad que nos ofrece esta mirada industrializada e
inquisitoria. No hay ya lugar para la utopía sino, como mucho, para una
heterotopía que nos libre momentáneamente de la anorexia pandémica que
sufrimos. Una heteropía que, jugando con ese aberrante que se ha instalado en
el seno de lo real, proceda a crear otra serie de emplazamientos, de
deslizamientos y de series; una heterotopía que bascule hacia el extrarradio,
hacia lo olvidado, hacia lo que segrega y expulsa la maquinaria libidinal del
signo-mercancía.
Así entonces, si la experiencia
contemporánea cabe comprenderla como la del “no-lugar”, la posibilidad del arte
remite a operar otra inscripción en el lugar, en la topografía saturada de
códigos en que deviene toda espectacularización. Y si esta promesa de
posibilidad alude sin dudas a la deconstrucción, bien hay que convenir con Derrida en que la deconstrucción no es
un método, sino un “ven” que silba entre los escombros, un “estar juntos”
apuntalado sobre la violencia mimetizada del sistema. Así, la posibilidad es
siempre un susurro que se lanza al futuro de un porvenir en comunidad.
Si nos ponemos estupendos a la
hora de consignar las potencialidades del arte en estos tiempos de crisis
generalizada es para toparnos de forma más original con la posibilidad que
cifra Lara Almarcegui en su quehacer
artístico. Porque ahora, cuando la labor de desescombro se hace ya ingente,
hacia donde hay que mirar es hacia ese extrarradio al que antes nos hemos
referido para atisbar otra posibilidad que no sea la archirecurrente de la pose
rebelde o la melancolía tecnoexistencial.
Si la Modernidad es un proceso de
desposesión, ningún otro como aquel que toca en lo íntimo de un habitar no ya
como acaecimiento del ser como existencia sino como saber técnico, como
emplazamiento donde aniquilar esa siniestralidad endémica sobre la que acampa
nuestro vivir. Porque el hogar es eso mismo: el emplazamiento donde puede
desvelarse lo real de ese aberrante antes nombrado. El hogar es lo “cercano más
lejano”, la lejanía de una proximidad que nos infunde el terror necesario para
seguir viviendo. Lo desconocido que desde el origen conocemos, el terror de lo innombrable
y de lo imposible. De ahí que las soluciones pasen únicamente por dos vías: o
la bunkerización extrema o el idílico “en ningún lugar como fuera de casa”. Es
decir, o acercarte tanto al trauma que te hagas uno con él, o dar vueltas en
círculo –vueltas a la manzana global- para no toparte nunca con él.
De todo esto habla el trabajo de Lara Almarcegui: cuando la polis se ha
convertido en el esperpento de la simulación y el espectáculo, cuando la
dromótica funcionalista del urbanismo y el glamour de la mega-arquitectura ha
arrasado páramos enteros de inocente habitar, nuestra artista se las ve con los
retales de una planificación urbanística donde bien se puede decir que el mapa
es el territorio: todo sucede en la superficie y todo construir remite a
arruinar la posibilidad de habitar de acuerdo a índices que no queden referidos
a la conquista de la publicidad y el marketing. Nada escapa a la lógica de la planificación
estratégica de la megalópolis; lo pensado es lo construido.
Para ello Almarcegui pone en relación la ciudad con el páramo, con el
descampado. Si lo primero remite a lo cerrado de un presente siempre
insustituible, lo segundo alienta la posibilidad de lo nunca-acaecido. Y es que
para Lara el descampado condensa en
su perímetro las posibilidades que de fractura aletean aún en las moles
disciplinarias de la ciudad postmoderna. Si el “no-lugar” remite al eterno
retorno como temporalidad fugitiva de un mundo global, el “lugar-descampado”
trata de exortizar todos los fantasmas de la identidad para dar cabida a la
diferencia. La misma artista ha declarado que la definición de descampado que
más le gusta es la de Ignasi de Solá Morales, quién se refiere a ellos como a “lugares
vacíos”, lugares de posibilidad, lugares que no coinciden con su diseño o que,
simplemente, no ha habido diseño para ellos. Lugares donde no hay nada y que,
precisamente por ello, reúne en torno a sí todas las posibilidades y, como no
también, todos los riesgos.
Porque el riesgo está ahí mismo:
si el “no-lugar” nos cobija aún en la sordidez de lo fantasmagórico
(gasolineras, hoteles, aeropuertos, etc), el descampado nos indica el camino de
no estar a cubierto, de estar a la intemperie, de –según esta lógica- no salir
ya en el mapa. Porque, precisamente, el descampado es lo que no sale en el
mapa: aquello que nadie ha construido pero que está ahí, y que precisamente en
esa indefinición son capaces de articular algún cambio. Es decir, son promesas
de posibilidad en el seno mismo de lo inamovible
Así pues, ni land-art ni arte
público, tampoco eco-arte ni no-arquitectura. El trabajo de Almarcegui se sitúa en la necesidad
misma de la estética: abrir topologías a la memoria de lo nuevo, remitir la
construcción de la esfera común a otro ritmo de relaciones donde lo inesperado
también suceda. Su trabajo consiste en catalogar esos espacios desnudos y
transformarlos en espacios de memoria individual y colectiva.
Porque no hay posibilidad alguna
sin una reconsideración de la memoria, sin un operar una fractura en la
temporalidad causal de lo dado para priorizar las potencialidades siempre nuevas
de lo ya-sido. Así, no solo el
descampado, sino también el lugar abandonado (como la estación de tren
abandonada de Fuentes del Ebro) o
los paisajes subterráneos (como en este caso los de Madrid). Pero incluso el propio cavar de la artista en un descampado
en busca de lo impredecible, o, más aún, lo aparentemente inútil de restaurar
lo pasado para que sea demolido inmediatamente después (Mercado de Gros, San Sebastián). Y, sobre todo: pesar
una ciudad, en este caso Sao Paulo.
Porque pesándola, sumando las toneladas de cada material a lo largo y ancho de
toda la ciudad, la ciudad queda reconvertida en una serie de cifras, en el
aniquilamiento de toda utopía social y en el surgimiento de una posibilidad
radical: la de hacer otras sumas, otras restas, en pensar la ciudad en su
abstracción más potente. Y pensar es siempre abrirse a lo posible-diferente, en
este caso tan diferente que objetivamente es imposible.
En definitiva, cortocircuitar con
diferentes estrategias la secuencia lógica de la construcción y la utilidad,
hacer de lo periférico y lo oculto la razón de ser de otra narración. Hacer de
lo baldío y lo inhóspito la réplica perfecta al mito ilustrado de la ciudad.
Esperar lo imposible, hacer lo inútil, buscar lo in-encontrable: es decir,
hacer que la herida supure, que el pensamiento se tope con otra posibilidad.
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