EDWARD HOPPER
MUSEO THYSSEN: hasta el 16/09/12
Y es que nada es ni blanco ni
negro, sino que más bien es solo en el eje que separa los productos del arte de
la causalidad histórica de la sociedad (de sus fines y sus destinos), donde el
arte se lo juega todo por primera vez en cada caso. Y ahí, en esa intersección,
solo hay suspensión, una nueva distancia estética basada en la desconexión
entre causas y efectos.
Sí, no nos hemos equivocado, esto
va sobre Hopper y su pintura. Pero si
empezamos este texto sobre un pintor recurriendo a una de las últimas teorías
cinematográficas, es porque Hopper
encarna como nadie este arte de la narración no-narrada, de la suspensión de la
narración. El arte, dicho en pocas palabras, que se independiza de las grandes
narraciones monárquicas o teológicas y que consigna en la narración de la
propia historia de la comunidad su razón de ser.
La imagen se estanca, se paraliza
a la espera de un desenlace que nunca llega: la belleza sin concepto de Kant, la dialéctica del juego de Schiller. Y, en el ínterin, la
posibilidad manifiesta de una historia nunca resulta: el no hacer nada, el
preciosos far niente, el “prefería no
hacerlo” de Bartleby, la soledad de Julien Sorel en su mazmorra esperando
ser ejecutado: “no pensar en nada más que el momento presente, no disfrutar de
nada más que del puro sentimiento de la resistencia y, eventualmente, del
placer del compartir con un alma igualmente sensible”. La potencia de
subversión de una nueva comunidad queda cifrada en la potencia del ocio, del no
acudir presto a la cita que las lógicas de la historia disponían antaño, de
disponer cada uno de su propio tiempo, de darse cada uno su tiempo.
Como conclusión, una última
vuelta de tuerca: todo puede ser narrado, todo puede ser representado. Todo, en
su quedar a la espera, puede ser consignado como importante y digno. Todo puede
ser interesante, todo puede sucederle a cualquiera, todo puede ser copiado. De
esta forma, en el proceso de cotidianidad que todas las artes sufren a partir
del siglo XIX, el cine ha recorrido de manera mucho más directa esta relación
de la forma artística con la realidad. El cine, incluso, no constituye nunca
ningún intento, sino que ya en su mismo producirse se inserta dentro de las
lógicas de la cotidianidad más banal. Es precisamente ese quedar desde el principio
incardinado dentro de la banalidad lo que dota al cine, como dijimos al
principio, de un privilegio respecto de las otras artes.
Y ahí aparece Hopper, mayúsculo y solemne para hacer
lo mismo que trataba de hacer el cine clásico por aquellos mismos años: conciliar
una distancia donde texto e imagen se empujen la una a la otra para ir abriendo
la imagen a una acontecimiento siempre por escribir, por representar, por-venir. Es decir, integrar en un
mismo lienzo –en una misma película- regímenes diferentes, clasicismo y
modernidad: la lógica de la narración y el régimen de la suspensión. La forma
de anudar ahora la imagen y la palabra –la narración- es la de la parálisis,
una gran parataxis como momento de advenir el sentido dentro de un no-sentido
siempre postergado.
Y ahí, otra vez, el gusto del
público por esa pintura –pintura de fotogramas se diría- que se comprende como
bisagra entre la lógica de los objetos del arte, y la banalidad de lo hipercotidiano,
de las historias de una comunidad para la que los fines sociales siempre están
en espera. Porque ahí es donde radica el arte: en su impureza, en su plegarse
no ya a las conquistas de un medio, sea el lienzo o la película, sino a
descifrar las lógicas de las historias de lo cotidiano y de lo banal.
Y es que el arte siempre excede
un poco la vida, siempre se inserta en la lógica de unas historias que se
pliegan y se despliegan en el tejido de lo sensible según la potencia de un
todo abierto, de un todo que excede toda totalidad orgánica; pero también es un
poco menos porque siempre parece necesitar una historia que llevarse a la boca.
Es por tanto un choque de ficciones, de historias aceleradas y desaceleradas,
un choque múltiple de cuerpos y luces, de sensibilidades que atraviesan cuerpos
y de cuerpos fragmentados en al (des)espera imposible de un “no estar ya a tiempo”. Todo
eso pasa en la superficie, en la superficie del medio artístico. Porque eso, y
no otra cosa, es el arte.
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