JOSÉ GUERRERO: LA MANCHA
GALERÍA FÚCARES: hasta 29/06/13(texto publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=430)
Hasta
el 26 de junio puede verse en la galería
Fúcares una espléndida exposición del fotógrafo José Guerrero titulada, concisamente, “La Mancha”. A pesar de que
las instantáneas presentadas hacen referencia al paisaje manchego, el interés
de la muestra trasciende la fotografía de paisaje ampliamente difundida en la
actualidad.
Es
confrontando estos paisajes desnudos, sin límite alguno para la visión salvo la
indecibilidad de un horizonte inalcanzable, lo que nos pone sobre la pista:
frente a la idea del paisaje sublime como punto arquimediano donde hacer
descansar todo el edificio de la filosofía idealista, estos paisajes y la
mirada puesta en juego nos retrotrae a un momento anterior en el despliegue de
la razón moderna: ahí donde todavía no se había experimentado la fractura, ahí
donde el sujeto –el héroe- es capaz de hacer emerger mundos de una razón
todavía autónoma.
Este
héroe de la razón “infinita” bien pudiera ser, y de hecho lo es, don Quijote: el héroe de una Modernidad
todavía gestante, donde todavía se podía creer en las apariencias sin descubrir
su necesaria mentira.
Son las maneras de mirar lo que construye
la subjetividad. No es el qué se ve
sino el cómo. Las apariencias, contra
lo que se quiere pensar, nunca engañan. Si la apariencia más largamente
sostenida es aquella que dicta que detrás de ella, de la propia apariencia, hay
una verdad oculta, los diferentes constructos subjetivos bien pueden comprenderse
como el enmascaramiento ideológico más capacitado y solvente para seguir
sosteniendo esa apariencia fundacional –y fundamental. Mirada y apariencia
convergen entonces en una idealidad ideológica inferida a partir de una máquina
escópica bien concreta: el sujeto.
Es en esta triada formada entre el
sujeto, la mirada y el mantenimiento del sortilegio de las apariencias, donde
el paisaje ha venido en revelarse fundamental para la comprensión de la
articulación entre estas tres partes. Así, desde que Petrarca describiera la subida al Mont Ventoux, el paisaje ha
servido de punto de apoyo desde el cual operar una torsión antropoide en la
idea que de sí mismo -y, sobre todo, de la razón- ha tenido el hombre.
La perspectiva renacentista, el paisaje
pintoresco decimonónico, lo sublime romántico, etc., son, por citar solo tres
de ellos, escenografías para dar cabida a la capacidad del hombre de seguir
levantando castillos en el aire: frente al mito de la realidad nouménica que se
esconde en las apariencias, la mirada amplía y moldea el campo escópico con el
fin de acoplar su mirar a sus necesidad ónticas e ideológicas.
Si famosas son las páginas que Foucault dedicó al estudio de Las Meninas de Velázquez para inferir de la convergencia de miradas que se dan en
el cuadro la emergencia de una nueva mirada moderna de mirar en torno a sí, no
menos pertinente es remitirse a la primera novela moderna: El Quijote. Porque en ella se pone de manifiesto la situación
contraria: una mirada, la del caballero de la triste figura, incapaz de hallar
límite; una mirada que no encuentra objeto con el que limitar la razón; una
mirada volatizada en ensoñaciones y capaz por sí sola de construir realidades. De
este modo, y contra todo pronóstico a poco que se piense, la locura de don Quijote no es tomar las apariencias
por realidad sino, al contrario, tomar a la realidad por una apariencia. Esa –y
no otra- es la Modernidad: la senda que lleva a reconocer que, finalmente,
debajo de las apariencias no hay nada, que no hay realidad oculta, y que todo,
en definitiva, está formado por una apariencia devenida –en estos tiempos de
líquida eclosión- espectáculo global.
La realidad como un exceso
suplementario de apariencia que, apenas se apunta a su desvelamiento, se torna igualmente
en apariencia. Así entonces, el juego de la ficción artística, desde Cervantes, no es mirar debajo de las
apariencias, sino moldear la frontera que separa –ideológica pero no antagónicamente-
la realidad de la apariencia: coger ese suplemento de realidad y camuflarlo vía
ficción en otra apariencia más para así desvelar los mecanismos de manipulación
de la realidad.
Pero no nos desviemos. Si hemos dejado
caer el nombre de don Quijote no ha
sido solo por obvia necesidad, sino porque esta exposición apunta con precisión
a esa orografía donde la mirada –como la del loco manchego- no hace pie ni encuentra límite. Es el paisaje de La
Mancha aquí retratado por José Guerrero
el páramo infinito donde nuestro caballero supo adivinar lo perverso de nuestra
mirada: si los otros, topándose a diario con la realidad, sueñan adivinar otra
realidad oculta bajo el velo de lo meramente aparente, él realiza el trayecto
inverso: una mirada errante, de nómada infinito bajo un paisaje cuya línea del
horizonte es inalcanzable, se convierte en la prueba definitiva de que, como
decimos, no hay ninguna realidad oculta.
¿Quién es el loco entonces?, ¿quien se
afana en mirar una y otra vez bajo lo obvio, o aquel que lucha por dotar a lo
real de más realidad convirtiéndolo –en ese giro genial de la modernidad- en
apariencia? La locura del segundo, si cabe, es la misma imposibilidad de su
proyecto: porque la mirada, se quiera o no, siempre ha de tener un tope, un
límite. Y es que esa es nuestra tragedia: no poder quedarnos en terreno neutral
sin querer reconvertir la realidad en apariencia ni la apariencia en realidad.
Nuestra tragedia está en no contar con una razón realmente autónoma, sino
poseer una razón deudora siempre de su propio límite, una razón fundamentada
únicamente en la capacidad de autocrítica que atesora. Una razón, en
definitiva, que quiere volar y no puede, pero que también sabe que, quedándose
atrapada en la ideología de las apariencias y de la realidad oculta, queda poco
menos que guillotinada.
Fue de esta situación trágica del ser
humano en relación a su razón de donde los románticos sacaron todo un arsenal
de fuerzas irracionales para mediar en la fractura insalvable. Y fue también de
esta paradójica situación de donde los mismos románticos, temerosos de que su
edificio también hiciese aguas, infirieron el concepto –ideológico como pocos- de
sublime.
Sublime: eso precisamente que escapa a
la razón, el punto donde la razón se fractura y roza con lo irracional, con lo
nouménico de una experiencia para la que no hay concepto mediador. La razón, abierta a una mirada que no encuentra forma
conceptuable, experimenta el sobrecogimiento de la confrontación no mediada. Robert
Rosenblum, famoso
historiador del arte que a partir de un ensayo suyo la Fundación March realizó hace unos años una espléndida exposición
tratando de conectar lo sublime romántico y lo sublime abstracto, sostiene que “lo sublime proporcionaba un receptáculo semántico
flexible que permitía expresar las nuevas y oscuras experiencias románticas de
sobrecogimiento, el terror, la experiencia de la infinitud y de lo divino”.
Si la pintura romántica es capaz de
aludir a esa experiencia de lo infinito que, aún en la ausencia de límites,
experimenta una poderosa totalidad, las fotografías de José Guerrero nos muestran, por el contario, un vacío donde la
mirada entra en una profundidad sin asideros ni totalidad alguna. Y es que
volvemos a lo mismo: ese concepto liminar de sublime romántico entronca con un
intento de sellar la brecha, de cerrar la fisura, de hacer de la razón un
edificio con sentido. Es, se quiera o no, un intento de mirar bajo las
apariencias, ya sea en el sublime paisajista romántico de Caspar David Friedrich, ya sea en la pintura abstracta norteamericana
(Rothko o Newman), donde, pasando por el filtro de las vanguardias, se
trabaja también con una mirada trascendental.
En definitiva, quien se
enfrente a estas fotografías de la Mancha realizadas por José Guerrero no puede hacerlo tomando la figura del monje frente al mar como modelo. Quien
las contemple no puede forzar un encontronazo visual ni puede glosar el poder
desbordante de lo infinito. Tiene que situarse con una mirada genéticamente
moderna y cervantina, una mirada que se atreva a volar sin miedo al que pasará,
si serán gigantes o serán molinos. Tiene que contemplar esos paisajes manchegos
como lo hizo el mismo don Quijote:
con ansias de conquistar esa línea del horizonte detrás de la cual,
definitivamente, no hay verdad ni realidad oculta alguna.
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