Todo, en política, se reduce a
mantener un secreto. Como la canción de Dylan:
yo sé que tú sabes que yo sé. Pero, ¿quién mueve primero ficha? La paranoia
postmoderna es mantener una cierta inercia de movimiento mientras todo
continúa, irremediablemente, en la quietud más envolvente.
Sabemos que ellos, los políticos,
están ahí no para sacarnos las castañas del fuego, no para ser los
representantes de no se sabe qué. Están ahí para tapar el vacío estructural, para
hacer como si aún cupiese tal
posibilidad, para hacer que lo imposible y lo impensable nunca tenga lugar.
Están ahí para tapar la fuga, para crear el espejismo de que la gangrena se
está cicatrizando. Pero nosotros también nos engañamos: creemos desear que
preferimos la nada, el vacío, el desierto de lo real, pero es falso. Les
necesitamos; les necesitamos casi más que ellos a nosotros. Necesitamos
mantener lo real alejado de nosotros. Pensamos, creemos pensar, que nuestros
reproches hacia ellos son ciertos, que estamos realmente indignados. Pero no:
sabemos que su función es meramente institucional. Y la institución ha pasado
de ser la encarnación de una normatividad devenida ley a ser la encarnación de
una psicopatología. No hay, en definitiva, mecanismo más potente a nivel
ideológico que la cabeza de turco. Y es que ella, la cabeza de turco, permite la
rotación sobre nosotros mismos: nos permite situarnos siempre y en cada caso a
la distancia precisa respecto a lo real, respecto a aquello que no queremos ver
ni, por supuesto, saber. Esta ausencia, entre la culpa y la angustia, y su
trampantojo ideológico posibilita una organización ritual instalada en torno a
ella misma. Así, en la sociedad falta precisamente lo social, lo real en sí
mismo, y la política se encarga de hacer viable la mediación imposible entre el
individuo y la sociedad colocándonos siempre a la distancia adecuada. En este
mismo sentido Susan Sontag sostiene
que “nuestros dirigentes nos han informado que consideran que la suya es una
tarea manipuladora: cimentación de la confianza y administración del duelo. La
política, la política de una democracia ha sido reemplazada por la
psicoterapia. Suframos juntos, faltaría más. Pero no seamos estúpidos juntos”.
¿Es decir, de qué herramientas disponemos
para darnos cuenta, instalados en este trabajo de duelo compartido, de que el
cadáver es siempre el equivocado? O, dicho de otra manera, ¿cómo hacer para
desvelar que el secreto es, simplemente, que no hay secreto, que todo está a la
vista?, ¿cómo decir, simplemente, el secreto; o, como diría Derrida, cual es la “posibilidad de
decirlo todo sin afectar al secreto”?
Se nos dice: la democracia es la
transparencia absoluta. Pero, erigida sobre el púlpito de su paradoja (la
democracia, como dice Rancière,
queda asimilada sobre la aporía de que el poder lo ostentan aquellos
precisamente que no están destinado a ello, ni por cuestiones de sangre,
abolengo ni autoridad) la democracia no puede decirse sin traicionarse a sí
misma. La democracia evidencia entonces el secreto de su aberración fundacional
y, bajo la ideología de no-haber-secreto, no hace sino dejarlo a la vista de
todos. Ampliando esto un poco para mejor comprensión, el nacimiento de la
democracia como tal la sitúa Rancière
en una paradoja fundacional, en una aberración respecto de la forma habitual
del poder ejercido de hombres sobre hombres basada en el poder de la sangre y
del saber. Tal paradoja es que la democracia queda constituida como el gobierno
de aquellos que no tienen ningún título para gobernar, siendo entonces que “la
democracia no es una simple forma de gobierno, ni menos una forma de sociedad,
sino la separación misma por la cual la política existe en general”. La
democracia, podría decirse, es el a priori por el cual la política existe. Así
entonces la democracia es un exceso, una extravagancia que descansa en la
paradoja de que “para que la política exista, es necesario que exista una forma
de gobierno que no descanse sobre ninguno de esos títulos para gobernar”.
La democracia entonces estructura su
vis social sobre el silencio que todos guardamos respecto de su originaria
génesis. Porque solo guardando silencio podemos hacer que el secreto estructure
lo social y que lo político tenga lugar. La democracia, para decirlo de una vez,
condensa la necesidad fundacional y fundamental de guardar silencio respecto al
secreto. Así el secreto más que no existir, se hace más evidente que nunca: el
secreto es que no hay secreto.
Pero la trampa –ideológica- está en
que no hay manera de decir ese silencio y desvelarlo. La ascendencia paradójica
de la democracia evidencia la propia perversión del sistema: decir que hay
secreto o que no lo hay es lo mismo. Son simples tomas de posiciones que se
tornan especulares la una de la otra según la ideología más perfecta que
existe: la del capitalismo. Porque…decir que no hay secreto, corre parejo a las
necesidades bien pensantes de transparencia de la democracia; decir que hay
secreto evidencia por sí sola la necesidad de ampliar los ámbitos de la
democracia.
El único poder que evidencia la
democracia es el control por el secreto, por mantenerlo a buen recaudo y, al
mismo tiempo, a la vista de todos permitiendo que lo social tenga lugar. Es ese
poder el que ejercemos todos y cada uno de nosotros, llamados como estamos a una hiperresponsabilidad que no hace sino
ir en aumento. Todos sabemos cómo deberían de ser las cosas y, sin embargo,
comulgamos día sí y día también con ruedas de molino. Y es que nuestro umbral
para la sinceridad está más bien bajo mínimos: “los ciudadanos de la
modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos a la
proximidad sin riesgos, han sido instruidos para ser cínicos respecto de la
posibilidad de la sinceridad”, dijo también Sontag. O sea, sabemos que sabemos pero disimulamos muy bien
El secreto es entonces el (no)
querer decir más propio de la conciencia refugiada en la idealidad utópica de
una verdad silenciosa reacia a caer en la exterioridad material del
significante. Secreto como custodia de la totalidad de un sentido, una verdad
acerca del pasado o de un futuro profético que alguna vez será o ha sido y que
se mantiene oculto por aquel que sabe. Total y resumiendo, que volvemos al
principio: una cuestión de organización efectiva del saber y de (no)decirlo y
(no)mantenerlo en secreto.
En estas que va un ingeniero
informático, un experto en seguridad llamado Edward Snowden, y dice –después de dejar a una novia incandescente y un salario de 200.000
euros al mes– lo que todos sabíamos, la
razón de ser del juego ideológico de la democracia: que la libertad como límite
nouménico de toda la esfera social no es más que un baremo regulativo con
respecto al miedo pulsional que tenemos a dejarnos caer del otro lado. Lo
sabíamos y lo sabemos, pero nos lo hemos callado.
Estas declaraciones, se miren por
dónde se miren, son una putada. Porque si por una parte nos hacen tener que
recolocarnos respecto a esa distancia ideológica con la que crear el sortilegio
de una sociedad eficiente, si hemos de nuevo de cargar las tintas contra el
gobierno Obama aún a sabiendas de
saber que lo hace por nuestro bien, por otra no lo dudamos ni un instante: las
medidas de seguridad, después de este episodio, no harán sino crecer
exponencialmente y de manera inversamente proporcional a nuestra codiciada
libertad. Es más: es lo que esperamos porque nosotros, efectivamente, no
tenemos nada que ocultar.
Es decir, si tienes que decir algo,
espero que sea "decirlo todo", porque si no le estás haciendo el juego sucio a
esta ideología de base que, pese a convenirnos a todos, algún día deberá ser desvelada. Es decir, y una vez más: ¿cómo decirlo todo? Obviamente
no con perogrulladas; porque el decir del secreto –el rasgar la pantalla-tamiz
y ver lo real- no debe afectar al secreto. Porque lo real del secreto no es caer
en uno de los dos lados: verdad/mentira o realidad/apariencia. Lo real del secreto
es su mismo decirse.
Lo que revela Snowden –y más aún con esa creencia paranoide que tiene en la
justicia ("mientras
me garanticen un juicio justo y libre, estoy bien”, dice el bendito)– es un fundamentalismo galopante.
Quizá lo más pertinente sea dar la vuelta a su argumento: no lo ha desvelado (el
secreto) para que sea conocido –realmente ya lo sabíamos–; sino que lo ha
revelado para que se mejore su implantación, para que la vigilancia –como nudo
traumático de ese secreto democrático– sea optimizada. Es decir, y contra todo
pronóstico, este muchacho es todo menos un héroe.
A partir de aquí podemos empezar a
hablar. Pero para decirlo todo.
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