BEL FULLANA: MALDITOS CUENTOS
GALERÍA LOUIS 21: 25/05/13-27/09/13
Desde que Adorno y Horkheimer desvelaron la razón ilustrada como mítica, y desde que Levi-Strauss revalorizase el mito como una racionalidad alternativa al imperio de la razón instrumental, lo cierto es que la propia razón ha sufrido un desprestigio que a duras pena logra salvar con apelaciones fantasiosas al calado de una nueva ideología de masas: la fe en la ciencia como salvífica utopía.
Pero, quedémonos con la primera parte. La razón ilustrada se ha topado con un compañero de viaje bastante incómodo pero del que es imposible desasirse: una razón otra, diferente, gestada no en la posibilidad trascendental (en sentido kantiano) de inferir causalidades, sino en construir un sentido latente capaz de dotar al mundo de explicación. En este sentido, el paso definitivo del mito al logos bien puede datarse en aquel paso que dio Aristóteles basado en comprender el conocimiento como conocimiento de causas: aquello que escapa a dilucidar científicamente las causas no es logos, es mito.
No obstante, y en tanto en cuanto la cadena de consecuentes enlaza –por el lado de la infinidad- con una idea regulativa de la razón, lo cierto es que muchas cosas se quedan fuera de esa axioma genético de la razón aristotélica. De ahí a comprender la capciosa razón como un mito enmascarado por una lógica causal generalmente emponzoñada de ideología no hay más que un paso: el que dieron, entre otros, los tres nombres a los que nos hemos referido al comienzo.
Total y resumiendo: que el mito no es solo un reducto de magia y superstición sino que es una verdad, la constatación de una relación racionalizada entre el sujeto y lo que le rodea. Esto, que por otra parte siempre ha sabido la razón instrumental, es precisamente lo que trata de ocultar. Así, toda crítica de la razón pasa por el reconocimiento de un olvido, un olvido que se pretende olvidar. Esa y no otra es la vis posthistórica de la postmodernidad: hagamos como que todo ha acontecido, incluso ese olvido del olvido con el que la otrora razón ilustrada soñaba, y veamos sí así podemos construir, siquiera en equilibrio inestable, alguna realidad que llevarnos a la boca.
Es en este punto -en la conquista que ha llevado a cabo industrias del entretenimiento infantil como Walt Disney de los mundos de la inocencia y de la infancia, de lo traumático de los ritos de paso y del asombro ante la brutalidad sublime de la naturaleza- que la obra de Bel Fullana toma forma.
Lo que logra la cosificación del potencial mítico de los relatos a manos del entertainment más perfecto es una equalización de todos los niveles de significancia y de todos los rangos de experiencia. La profunda disneylanización de nuestro mundo y la infantilización de nuestras conciencias son efectos patológicos de esta depotenciación que sufre una razón mitológica ninguneada por las fuerzas del capital. Ante esta imposición de los imaginarios colectivos que a todos los niveles se nos impone, Fullana opta por manipular las imágenes-icono y descontextualizarlas de su fin original. Remitiéndose a estéticas cercanas al bad-painting y al grafitti, la artista desgarra la bucólica imagen mediática para socavarla en sus fundamentos más básicos. Inocencia y candor son así trocados en ferocidad y perversión.
La perversión sexual, latente en toda su obra, funciona como un catalizador para poner en crisis el orden simbólico imperante. Fascinados por el trauma que su historia suele ocultar, los personajes aquí dibujados parecen afanados en contar la verdad, es decir, lo real. Por eso sus rasgos se diluyen, por eso sus cuerpos se fragmentan y se reconocen –en muchos casos- simplemente por un contorno donde habitan unas bocas y ojos devenidos negros agujeros. El que en otros casos esos mismos personajes se suban a la grupa de una silueta borrada nos pone sobre la pista: lo real, desnudo de esa capa condescendiente de racionalidad, retorna para imponerse como trauma fundacional –en este caso coqueteando con los juegos de la perversión y el masoquismo. Y es que ahí nace el mito: en el suplemento de realidad con el que la propia realidad carga. Ese plus de significado que se escapa a todo significante; esa falla en la misma razón que, por mucho que quiera, siempre se topa con una diferencia: entre la cosa y su nombre, entre la historia y su relato, entre el señalar y el decir.
Si los personajes animados se tornan pervertidos es porque se oponen a la tiranía del padre, de la ley, de lo que siempre es igual a sí mismo. Se oponen a que sus historias queden encajonadas por una razón moralista y edulcorada. Aludiendo al carácter seminal con que la artista quiere caracterizar al relato, como una experiencia oral antes que escrita, Rafael Sánchez Ferlosio sostiene que “toda ceremonia…es siempre, y por naturaleza, lèttre, texto, repetición, no tiene primera vez (…): proceden, con toda probabilidad, de palabras, de actos o de gestos que algún día tuvieron que ser dichos o hechos, oídos y aceptados por primera vez, pero que tan sólo en su repetición pudieron adquirir los caracteres de lo ceremonial”. Eso, y no otra cosa, es un cuento: algo que vuelve repetidas veces para operar otra apertura en el texto, para diferir otra vez, para transigir con otro nivel de significado: en pocas palabras, para celebrar la ceremonia de su perpetua diferencia.
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