Suele pasar que, con el verano, la profundidad informativa, ya de por sí menguante y superficial, se ve adelgazada hasta quedar barrenada en una esquelética y raquítica realidad. Consejos para no sufrir insolaciones ni cortes de digestión suele ser lo más granado del tegumento informativo de estos día. Pero hete aquí que, para darle mayor enjundia cultureta al asunto, de vez en cuando algún reportero se pasa por los cursos de verano –otra plaga a tener en cuenta– para sondear qué se cuece en las altas instancias del mainstream intelectual.
Como la cosa está en darle un barniz cultural al telediario de turno pero sin perder un ápice de tontuna manifiesta ni de, tampoco, poder rematar la jugada con algún titular engolado que haga deseoso sufrir mejor de insolación que comprobar cómo el dislate adquiere rango de verdad manifiesta, las caras populares –la de algún escritor o pintor de renombre– son las preferidas. Así las cosas, no creo que me falle la memoria si digo que el ínclito Antonio López suele ser un habitual de estas hazañas pseudoperiodísticas del estío. En lo que llevamos de verano, por de pronto, ya ha estado en dos cursos de verano, uno en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander y otro en la Complutense para decir, en ambos casos, cosas más bien de otra era glacial.
Lo fascinante del asunto es que lo de López tiene mérito: porque esto de ser considerado un fraude suele ser más cosas de modernos tecnoexistenciales, de gafaplastas bulímicos que ven en la cosa artística la salida para no ser considerado la oveja negra de la familia bien. Pero esto de venir del pasado para dar lecciones y, además, ser escuchado con pleitesía –sino incluso con adoración– es cosa solo, hay que reconocérselo, de los mejores. Él, como Umbral, viene siempre a hablar de su cuadro: la coartada perfecta para un engañabobos que da al espectador aquello justo que éste reclama. Una consideración de la técnica como subalterno de la inspiración romántica, y un trabajo –el del arte– que ha de salvarse de caer en manos de las manadas consumistas que le piden –¡los muy desvergonzados!– el cuadro ya, son los dos pilares fundacionales sobre los que basa un discurso tan decadente como desvergonzado. Antonio López o el último reducto de la Modernidad siesteante: aquel que todavía ve en las potencialidades matéricas y físicas del óleo, el pigmento y el lienzo la razón de ser del arte.
Él, casi diría, no trabaja: es el cuadro el que le habla y dirige. Así, normal que, ante la pregunta de rigor, la de cuándo terminará el cuadro, ese que empezó hace ya diecisiete años, solo pueda contestar: "terminaré el retrato de la familia real cuando Dios quiera". Bien dicho maestro, aunque lo malo es que, con 300.000 euros ya cobrados, el cuadro va a tener que terminarse –permítaseme la irreverencia– quiera Dios o no. Y es que López siega la hierba bajo sus pies cada vez que habla: echa por tierra el lodazal del arte contemporáneo y denuncia sus manos manchadas de dinero mientras él, presa de una neurosis galopante, ve en el dinero un “mal” menor que a veces, incluso, le sirve para tener que acabar cuadros que no deberían acabarse nunca.
Quizá es que López no se quiere despertar de un mal sueño y prefiere disimular y hacer como que todavía puede vivir dentro de la película El sol del membrillo, esa oda a la insensatez de querer hacer del arte un subterfugio para estetas trasnochados. Porque eso de querer hacer del arte el lugar endiosado para dar pábulo a la pamema de lo “efímero romántico” y lo inacabado como, imagino, meandro por donde dejar ver la grandeza de una práctica siempre en desnivel respecto a la realidad, no es más que el esténtor último de la muy sibilina idea de lo sublime –en este caso de lo sublime paranoico. En definitiva, como cada verano, como la playa, el tinto de verano y la canción del verano, López vuelve para que no le olvidemos, para que no olvidemos su cuadro y para poder seguir tomándonos el pelo como mejor sabe.
Porque esa pureza del arte que canta López y glosó Erice nunca ha existido. Ni existe ni existirá. No es más que una ideología artística con la que poder tamizar la falta de ideas, la mediocridad y el embeleso por un mundo fantasmagórico que solo anida en esa narración cortoplacista y miope de una historia del arte comprendida como homogénea y, cómo no, genial. El órdago pleistocénico viene cuando sentencia que no tendrá problemas por pintar a Urdangarín, el yernísimo, ya que, recalca, en la historia de la pintura se ha pintado a gente mucho peor. Ahí estamos, justo donde queríamos, justo donde el tropel de gente que fue a ver su gran retrospectiva en el Thyssen quería: seguir anidando la absurda idea del arte como un cuento de hadas mágico que tiene que ver con la realidad y con la ética, con lo que es bueno y lo que es malo; seguir trajinando con el simulacro de una correspondencia entre realidad y arte, entre temas por pintar y temas que merecen ser pintados según una jerarquía de competencias.
Aquellos que ven en el sabio manchego algo más que a un simple pintor fotorealista están en lo cierto: lo suyo no es “representar” la siempre ficticia realidad; lo suyo es no moverse de la realidad. Porque allí, en su quietismo e inmovilidad, ficciones tan paupérrimas como la suya, discursos tan vacuos como el suyo, pueden seguir guardándose el as en la manga que, muy a pesar suyo, muchos vemos: que es fraude.
Deja que cada uno practique su arte, no?
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