MUJER. LA VANGUARDIA FEMINISTA EN LOS AÑOS 70.
OBRAS DE LA COLECCIÓN SAMMLUNG VERBUNG, VIENA
CÍRCULO DE BELLAS ARTES (MADRID): 04/06/13-01/09/13
Sí, esto ya no hay quien lo aguante: otra exposición de tinte feminista; abierto el melón, pareciera que éste no tiene fin. Sí: pudiera pensarse eso. De hecho, confieso, lo he pensado. Lo he pensado hasta que, casi a la par, saltaron a la ‘opinión pública’ imágenes de los sanfermines. Sí; esas donde ellas son manoseadas por ellos, donde ellas exponen libremente y sin cortapisas sus atributos sexuales mientras ellos exponen, también sin cortapisas, sus más sucios instintos cavernícolas. ¿O era al revés? Imágenes donde ellos no pueden hacer otra cosa que coquetear festivamente con la mujer que está pidiendo a gritos, la muy …, ser tocada.
Sí: pensé que la exposición del Círculo de Bellas Artes era otra exposición feminista hasta que, vistas esas imágenes, visto y leído bastante de lo que opinan los expertos y no tan expertos, cambié de inmediato de opinión: hacen falta no solo una exposición feminista, sino diez, cien, las que sean necesarias para que, de una vez por todas, nos enteremos de cómo hacer para no confundir una involución –decir revolución suena ya a rancio- con dar carnaza a los medios, para no confundir la alegría dionisíaca con encontrar vía libre para el manoseo.
Idiotas podemos ser todos en un determinado momento, unas por despelotarse y otros por fogar instintos de manera más que pueril. Pero idiota a tiempo completo solo puede serlo aquel que todavía piensa que está en el lugar correcto y que son solo los demás, siempre los demás, quienes están equivocados. Hacen falta muchas exposiciones para comprender que del juego ideológico no se sale tomando mando en plaza en cualquiera de las posiciones que la dialéctica nos ofrece; muchas exposiciones para que el cuerpo de la mujer, de tanto proponerse como campo de (auto)experimentación estética, logre resignificarse dentro de los flujos fetichistas e ideológicos, logre una inscripción sensible diferente en cada caso en el campo de lo social, y no solo la inscripción sellada por el intercambio simbólico del capital-falo.
La pregunta que muchos se hacen, para qué demonios sirve el arte, es bien concisa: para experimentar con emplazamientos exteriores al reparto ideológico de sensibilidades y competencias, para trazar un afuera desde el que inscribir nuestra identidad, para ensayar comunidades abiertas a procesos de desidentificación que la hagan remitir siempre y en cada caso a otro territorio.
No sé si me explico bien…
En estos días pasados ha salido a la luz una polémica bastante pueril pero que ha dado para llenar de milongadas las redes sociales durante un par de días. Me refiero al hecho –denunciable, lo digo ya por si, me adelanto, no se me entiende- de que durante el chupinazo en las fiestas de San Fermín se han podido ver fotografías en las que muchachas desnudas de cintura para arriba eran manoseadas por muchachos cachondos de cintura para abajo.
Como todos los movimientos sociales, el feminismo, imagino que para poder movilizar a cuanta mayor gente mejor, tiene un ideario tan palmariamente candoroso que, a la hora de dar cuenta de, por ejemplo, estas fotografías es incapaz de alzar la voz y ganarse un tanto que, quién sabe, siempre puede ser el definitivo. Lo digo porque, por mucho post que pongan en la catalogación de sus movimientos, lo suyo es del pleistoceno. “Las ideas dominantes son en cada época las ideas de la clase dominante”, decían Marx y Engels en La ideología alemana: los movimientos sociales, bajo esta casposa sentencia –casposa hasta para el propio Marx quince años más tarde-, y haciéndose fuerte en el licuado de la esfera pública a manos de los postestructuralistas franceses, concitan todo su interés práctico en desvelar cuáles son esas ideas dominantes para, una vez descubiertas, movernos a la indignación y al perdón por cómo han podido ser así las cosas durante milenios. Es decir, marxismo de primera ola y deconstrucción van de la mano para lograr una doble articulación: desvelar la falsa conciencia que hemos dado todos por buena durante siglos y, al tiempo, dar la oportunidad de que nuevas identidades políticas –postsexuales, transexuales o, incluso, cibersexuales- se alojen, esta vez sí limpios de polvo y paja, como dispositivos de diferenciación en las estructuras rizomáticas de la sociedad medial.
Este discursito no está nada mal. De hecho ha dado sus frutos aunque, se empieza a ver, se duda de si ha sido, en el caso de la liberación de la mujer, para bien de la mujer, de la sociedad, o solo del capital, que encontró el excedente de mano de obra que necesitaba a un bajo precio y que, ¡oh candor de los movimientos sociales!, aún soñaban con moralizar al capital. Tu ponte aquí que veras como en poco tiempo te igualo el salario con tu compañero masculino y no te preocupes por tener hijos y demás que aquí estarás siempre protegida: tragarse ese camelo solo ha podido suceder debido al hecho de no comprender la liberación –de la mujer o de cualquier otra minoría– como algo mucho más difícil y costoso que el echar un vistazo bajo las apariencias, el de gritar a los cuatro vientos la mentira en que se basa toda ideología y el proponer otra alternativa. Sí, si de algo ha pecado la generalidad de movimientos sociales es de creerse el camelo de que el capital iba a ser consciente de sus miserias y susceptible de ser agente ético y moral. A este respecto Althusser, en el año 1968, en abril según parece, dejó escrito: “la ideología no dice nunca: ‘yo soy ideológica’”. Es decir, la ideología existe desde siempre y no hay cara exterior: tan pronto se desvela como falsa, dicho momento es asumido por un movimiento superior de síntesis que hace de tal falsedad el momento de verdad del siguiente. Es decir, total y resumiendo: no hay salida exterior al capitalismo y la actual sociedad del espectáculo no es sino la optimización de este proceso de inversión dialéctica de los momentos de falsedad y de verdad.
Es decir: el machismo nunca dice ‘yo soy machista’. Ese cinismo tan de nueva ola de apostillar cosas como “sé que soy un jodido racista, pero odio a los negros”, no son más que poses de cara a la galería, una galería devenida espectáculo y donde su régimen especular diluye posiciones a marchas forzadas: no se trata de ‘saber’ que mi posición es falsa y aún así mantenerla –esta sería la posición de “falsa conciencia ilustrada” de Sloterdijk–; se trata más bien de que en la sociedad del espectáculo da igual en qué lado del espejo se esté: la ideología ha implosionado a ambos lados y ya no hay justificación necesaria alguna ni verdad/mentira que sostener. Decir “sé que soy un jodido racista, pero odio a los negros” no supone un desenmascaramiento de la ideología, sino el hacer evidente cómo la ideología es insensible a su crítica: da igual que sea racista o que no lo sea, pero el caso –y lo importante- es que odio a los negros. Dicho lo cual, no hay que ser muy lince: da igual si soy un decimonónico machista o no, de hecho no lo sé ni me importa, pero el caso es que te toco las tetas porque sí. Y punto. Es decir, no es cuestión de “saber”. A eso se refería el propio Althusser cuando sostenía que teoría y praxis no pueden estar al mismo nivel: no es posible mantener –o denunciar– ideas ideológicas y estar dentro de la ideología.
Las teorías feministas –tan foucaltinas ellas a la hora de comprender las identidades como dispositivos tecnológicos de enunciación diferencial– no son conscientes, creo, que la propia ideología se ha tecnificado y que ya no es cuestión de creer ni de saber, no es cuestión de seguir engordando al embobado ciudadanos que pasa sus fines de semana enchufado al zapping convulsivo ni de seguir dando carnaza fresca al adolescente hormonado que ve un par de tetas y se lanza como poseso. Posiblemente ambas cosas sean ciertas, pero, ahí está el truco, la ideología no necesita pasar ya por la conciencia para imponerse, no es necesario ‘creer’ o ‘saber’: lo que mantiene unido no es la ideología sino las propias operaciones sistémicas, unas operaciones sistémicas que pueden ser cualquier cosa menos obvias.
En este estado de cosas, y si queremos elevarnos siquiera un palmo sobre la mediocridad circundante, hay que ser claros al respecto: frases como “la culpa es de ellas por provocarnos”, o “quiero que me manoseen pero yo establezco los límites” remiten a una crítica de la ideología del año la tana. Este tipo de debates, por decirlo finamente, se la traen al pairo a la ideología del capital. Cada posición dice la verdad que a la otra le falta y, en todo caso, aún teniendo todas las de ganar la mocita que se saca las tetas, todavía estamos a las espera que de algún significante desublimado se haya inferido una mínima conquista en ámbito de emancipación alguna.
En este sentido, el pobre Adorno murió de una cacatonia pocos días después de que un grupo de estudiantes entraran en una de sus clases en la universidad de Berkley en top-less. El cansado profesor no tuvo otra cosa que hacer que despedirse comprendiendo que de ésta no nos salva ni el Tato. Cerca de cien años de crítica ideológica, debió de pensar el frankfurtiano, para que vengan con estas, con no solo seguirle el juego al capital sino, incluso, hacerle la cama. Pero en fin, la mala comprensión de la transformación que Adorno hizo de la célebre undécima tesis de Feuerbach ("hasta ahora los filósofos no han interpretado suficientemente el mundo") sigue siendo el pan nuestro de todos los días.
Todo esto muy bien, se me dirá, o muy mal, que para el caso casi es lo mismo. Pero, y esto es lo fundamental, ¿qué hacemos?, ¿qué hacemos con una ideología de género machista, endogámica, violenta y dogmática? Si, retomando a Marx y Engels, y aunque intuyamos cuales son las ideas dominantes, éstas se metamorfosean en una variedad de posiciones hasta confundirse con las ideas no dominantes, ¿qué capacidad para la acción desideológica tenemos?
Es en este sentido donde pensamos que el arte es pertinente: en su impertinencia, en su salirse del contexto establecido, en ser una producción ilustrada que juega él mismo –en su propia efectuación- a escabullirse de las redes de lo ya-dado. Trazar nuevas síntesis no reunificadoras donde pueda acontecer lo diferente, lo imposible, lo inactual.
Sostiene Rancière –y aunque mi amigo Andrés Isaac Santana se me canse de tanto citarle, es aquí necesario- que la novedad técnica no es ya de por sí una nueva forma artística sino que, para llegar a serlo, debe de ser capaz de dar forma a los nuevos repartos que la sociedad ya barruntaba desde hacía tiempo. Es decir, y esto es lo fundamental, el arte no funciona como aparato autónomo y desanclado de lo social sino que, más bien, trabaja instituyendo nuevas ficciones que reordenen el espacio de lo social que la propia sociedad trata políticamente de llevar a cabo. En este sentido, si, por ejemplo, la escritura de Balzac y Flaubert dan cabida a un nuevo reparto de lo social ya auspiciado por la necesidad de reordenación tras el periodo revolucionario, a un nuevo sistema de visibilidad donde los temas y situaciones hasta entonces privilegiados dejaron de serlo, de igual modo el arte femenino de los años 70 queda anclado en la nueva sensibilidad que se hacía patente en aquellos años: la de resignificar el campo social para instaurar otro orden político donde la razón del otro, de un otro concreto en este caso mujer, entrara a formar parte de los repartos de tiempos y competencias, que tomara la voz y se hiciese visible como sujeto socio-político.
Es así que el arte se erige siempre como ficción no opuesta a lo real, sino opuesta a otra ficción. Es decir, ni existe lo real en sí, ni la ficción es una sombra de apariencia que cae como nube de verano sobre lo real: lo real es un choque de ficciones, un campo topológico moldeado como reparte de sensibilidades según ese choque ficcional. De ahí toma el arte su fuerza reconfiguradora, fuerza que –aunque resulte paradójico– no tiene la política: si esta última se empeña en reificar lo social, en remitir –y al mismo tiempo diluir– toda potencia de subversión a una distribución novedosa de competencias que no es sino el espejo especular –vía espectacularización– de la anterior situación, el arte por el contrario traza no una novedad endogámica –es decir, no una realidad alternativa– sino una ficción disruptiva, capaz no ya solo de cambiar y reordenar lo que es visible sino de hacerlo incorporando de modo suspensivo y disyuntivo parcelas de invisibilidad, territorios de silencio a los cuales no se les dota de voz y voto inscribiéndolos en los códigos ya existentes sino en otros que están siempre a la espera, en un flujo de desincorporaciones, desterritorializaciones y desidentificaciones.
Por el contrario, las imágenes que se pueden ver en la exposición del Círculo de Bellas Artes, imágenes estéticas, no entran a saco en el campo fáctico de lo dado sino que inventan una ficción; es decir, proponen una salida escópica más que una burda ampliación vía ver lo obviamente-no-visto. Proponen juegos de desidentificación, emplazamientos polémicos del cuerpo cosificado de la mujer, miradas confundidas en su mezcla de órdenes y géneros. Es decir, proponen no solo una salida sino los mimbres para imaginarla, para hacerla remitir no al juego dialéctico –y siempre con ganancias para el capital- de lo visto/no-visto que nunca se sale de lo homogéneo sino a otra dialéctica suspensiva de lo heterogéneo, ahí donde la ficción no es solo una alternativa, un sesgo de emancipación bien pensante, sino un momento a la espera de interpretarse, un bloque de sentido sin topología aún donde adherirse.
Sí, está visto, hacen falta muchas exposiciones como esta, donde la mirada de la mujer, donde la mirada a la mujer, no sea ni la una ni la otra, ni la de siempre ni la deconstruida, sino una mirada que proponga otro recorte de cuerpos y espacios, una mirada que no comprenda siquiera su necesidad, que no sepa ni crea nada. Una mirada disyuntivamente dialéctica cuyo sentido sea un sinsentido en busca de nuevos terrenos y cuerpos.
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