(En colaboración con el Master en
Fotografía de la Universidad Politécnica de Valencia)
Texto original publicado en 'arte10.com': hhttp://www.arte10.com/noticias/index.php?id=435
En uno de sus libros más celebrados, José Luis Brea sentenciaba: “acaso sea
difícil encontrar un rasgo de identificación más claro de las transformaciones
de nuestro tiempo que el que ha sido descrito como una ‘estetización’ del mundo
contemporáneo”. Esta estetización es un nuevo sensorium, un dispositivo de
homogenización donde todo remite a un desencantamiento de lo que antaño,
benjaminianamente hablando, poseía un aura. El sistema reconfigura el
significado visible de lo dado para administrarlo de la mejor forma posible:
así la realidad devine epifenómeno desnudo con el que moldear deseos a la
carta. La labor de estetización logra nivelar una realidad que ya no admite
grados de realidad: el ser es y el no-ser, en la inmanencia del simulacro,
también. Y ser, en esta fase de la tardomodernidad líquida, es estar atravesado
de deseo.
Para tal fin, como decimos, el campo
ontológico de la realidad ha de quedar desnudo, nivelado en toda su extensión.
Todo ha de ser susceptible de ser catexizado en una lógica del ser que solo
cabe comprenderla como presa de la economía libidinal de un deseo que ya, desde
Spinoza pero ahora sin la clausula
de una racionalidad limitadora, no conoce ni límites ni fronteras. Lo sublime
por tanto no remite a ningún incognoscible en la capacidad trascendental
kantiana del conocer, ni tampoco queda referido a la posibilidad nouménica de
la moral. Ahora lo sublime es el impulso secularizante que impulsa la mirada
del sujeto postmoderno. Si para los románticos lo sublime remite a la condición
para que el verdadero arte produzca misterio y asombro, ahora lo sublime es más
bien lo contrario: una máquina de visibilidad escópica confabulada para
reterritorializar ámbitos de vida donde aún pudiera aletear la profundidad
mistérica de la vida.
Para tales fines, el capital, devenido
forma objetiva absoluta de una voluntad de poder que solo desea más poder,
mapea una realidad con una sola variable: éxito y riqueza como puntos nodales de un régimen
desiderativo que solo sabe desearse a sí mismo. Todo es, como poco,
impresentable. Impresentable porque la desnudez de la realidad raya lo perverso
y, también, porque ya todo está presentado de una sola vez. Es decir, no caben
juegos de miradas en derredor, no es posible mirar de soslayo. Mirar es desear
y, habiendo devenido el mundo esfera global, todo es digno de ser deseado en
una hiperpresentabilidad cuya dialéctica remite a la presentabilidad hipnótica
de un deseo que es siempre tesis afirmativa.
Es decir: la realidad toda, sin
excepción de ningún tipo, remite a un ejercicio de sublimidad. No hay siquiera
posibilidad de echar una mirada melancólica: todo sentimiento ha sido absorbido
por una mercadotecnia que sabe cómo hacer de cada síntoma la oportunidad de un
nuevo impulso desublimador y, por tanto, consumista. En otras palabras: la
imbricación del deseo y del campo socio-político se muestra como un vaciamiento
de lo político y lo ético, con un consiguiente llenado tecno-publicitario a fin
de retematizar el propio deseo, de modo que todo vínculo social revierta en una
estructura intersubjetiva alrededor del vacio pulsional que supone un deseo
siempre frustrado, llamado a conquistar nuevas y más seductoras cimas.
Estos asuntos no son aquí traídos sin
razón alguna sino porque, pensamos, forman la columna vertebrar que permite
aunar los trabajos de los dos fotógrafos que comparten exposición en la Galería Cámara Oscura: Jaume Albert (Valencia,
1980) y Vicente Tirado del Olmo (Castellón, 1967). Bajo el título de
“Lugares Nodales” la muestra -la primera colaboración entre la galería y el
Máster en Fotografía de la Universidad Politécnica de Valencia en el que ambos
han cursado estudios- perfila dos miradas con una misma preocupación: desvelar
el juego equívoco y falsario de aquello que llamamos realidad.
Jaume Albert nos enseña nuestro propio
mirar cartográfico e ideológicamente construido en torno a una identidad que ya
poco o nada tiene de emancipada. Y es que, si se conviene sin dificultad (y
sobre todo por el magisterio de Heidegger
en este asunto) que la técnica, confabulada con el ocularcentrismo de una razón
omnipotente, ha terminado por convertir el mundo en imagen, lo peor, sin duda,
viene en el paso siguiente: la ideología se establece no como falsa conciencia,
sino como espejo al que mirarse para converger uno mismo en una identidad
imaginaria plena. Claro está que ese converger está en sintonía con el espectrograma
fragmentado de la ideología postmoderna: uno puede ser esto y su contrario,
pero siempre en relación a un “sí” ideológico, a un asentimiento respecto a esa
imagen original que nos forma la ideología; siempre, en definitiva, sin salirse
de esa imagen-mundo en la que la realidad se ha duplicado. Y hoy en día esa
imagen-cero, ese asentimiento diferido gracias al cual devenimos sujeto, tiene
su ceremonia propia: el espectáculo.
Ya
no se trata de adoctrinamientos ni de poner el danza a un poder disciplinario.
Ahora lo que funciona es levantar acta de macroacontecimientos donde el mirar,
nuestro mirar, haga piña con muchas otras mónadas para crear entre todos la
fantasmagoría preferida de lo que va de milenio: el espectáculo. Pero no ya el
de cuño debordiano: ahora el acontecimiento es televisado en prime time. Sin
momento de negatividad alguno, el espectáculo, en la inmanencia de la imagen-mundo,
es.
Lo
que importa no es tanto el ver sino en ser vistos; no tanto el qué sino el
cuántos. No importa si estamos equivocados: lo fundamental es que seamos
visibles. Y es que, como ha señalado Rancière
multitud de veces, el acto político por antonomasia es el de hacernos visibles,
el de dotarnos de visibilidad, el de devenir máquina escópica con autonomía
propia.
Y
esto, precisamente, es lo que nos enseña de forma perversamente perfecta Jaume Albert: una vida, la nuestra, que
en su pleonástica libertad, está cuartelariamente marcada por acontecimientos
llamados únicamente a crear consenso, a producir masa. Es decir: a imaginarnos
que deseamos el propio acontecimiento, a identificarnos con la ideología que
nos da a ver -y aquí lo maquínico de todo el asunto- aquello justo que
deseamos.
Su
trabajo produce en cadena un mise en abyme
donde se ve aquello que otros ven y cuyo último escalón está, justamente en nosotros mismos. Y es
que, si queremos ser justos con aquello que estamos deseando de llamar arte,
¿escapa nuestra mirada, esta ya de sabiondos culturetas, a la espectacularización
de una propia imagen que usa al espectáculo para, queramos o no (ahí está el
núcleo de mucha problemática estética actual), también él ser espectáculo? Es
decir: ¿puede la mirada estética escapar a su espectacularización mediática, a
su estetización difusa? Muchos dirían que, obviamente, no y, además, en tal
respuesta hallarían la razón para desprestigiar por insolvente al arte. Pero
muy al contrario, el quid de la cuestión es la contraria: hacerlo evidente,
hacerlo consciente.
Por
su parte Vicente Tirado
del Olmo nos ofrece otra cara de la misma moneda: la capacidad de la mirada
publicitaria de desublimar a la propia naturaleza de todos sus engranajes de
extrañamiento para nivelarla con nuestros deseos. Es decir, la naturaleza ya no
marca el límite de la praxis humana, ni siquiera remite a una tematización
alienadora y cosificadora de la razón ilustrada. Ahora la naturaleza se muestra
desmitificada y objetivada al máximo: es comprendida, dominada y conquistada
por ser ya solo el fondo de contraste con el que valorar nuestros deseos
consumistas.
La mirada teledirigida del spot publicitario nos anima a comprar ese
coche porque con él dominaremos el paisaje, un paisaje yo en modo alguno
sublime sino, más bien todo lo contrario: hiperpresente, como huella de un
bello natural ya del todo –en la era de la cibercultura- indescifrable.
La estetización funciona aquí perfectamente: bajo la promesa emancipadora,
el objeto del deseo redunda en una experiencia de lo real totalmente
falsificada pero que nos vale para creernos que nuestro deseo está aquí listo
para quedarse. Ser y querer ser, gracias a esa dromótica de la imagen libidinal
con que los
medios de comunicación y la publicidad de las marcas manipulan lo
real, han
terminado por coincidir. Eso sí, claro está, remitiendo la construcción de la
realidad a los parámetros de una estetización acrítica que permita la
emergencia de imágenes huecas, sin original ni copia, y donde el deseo fluya
imparable por sus circuitos de distribución y exhibición.
En definitiva por tanto, dos fotógrafos que evidencian nuestro estado
perenne ya de desahucio: nuestra realidad, los mecanismos por los que nos
identificamos en un “yo” y por lo que nombramos a la naturaleza como
exterioridad absoluta, han claudicado ante una visión que goza de múltiples y
variadas estrategias para colapsar toda experiencia de lo real. El espectáculo,
el simulacro, lo fantasmático, etc: en definitiva, la imagen huera cuyo
contenido apela a un deseo, el nuestro, para que lo dote de sentido y así
pensemos ufanamente que sí, que éramos nosotros, benditos indocumentados,
quienes lo deseábamos.
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