lunes, 11 de noviembre de 2013

DESEOS EN LA IMAGEN-MUNDO: LA DESUBLIMACIÓN COMO ESTRATEGIA GANADORA



 JAUME ALBERT, VICENTE TIRADO DEL OLMO: LUGARES NODALES GALERÍA CÁMARA OSCURA: 27/09/13-16/11/13
(En colaboración con el Master en Fotografía de la Universidad Politécnica de Valencia)
Texto original publicado en 'arte10.com': hhttp://www.arte10.com/noticias/index.php?id=435
 
En uno de sus libros más celebrados, José Luis Brea sentenciaba: “acaso sea difícil encontrar un rasgo de identificación más claro de las transformaciones de nuestro tiempo que el que ha sido descrito como una ‘estetización’ del mundo contemporáneo”. Esta estetización es un nuevo sensorium, un dispositivo de homogenización donde todo remite a un desencantamiento de lo que antaño, benjaminianamente hablando, poseía un aura. El sistema reconfigura el significado visible de lo dado para administrarlo de la mejor forma posible: así la realidad devine epifenómeno desnudo con el que moldear deseos a la carta. La labor de estetización logra nivelar una realidad que ya no admite grados de realidad: el ser es y el no-ser, en la inmanencia del simulacro, también. Y ser, en esta fase de la tardomodernidad líquida, es estar atravesado de deseo.
Para tal fin, como decimos, el campo ontológico de la realidad ha de quedar desnudo, nivelado en toda su extensión. Todo ha de ser susceptible de ser catexizado en una lógica del ser que solo cabe comprenderla como presa de la economía libidinal de un deseo que ya, desde Spinoza pero ahora sin la clausula de una racionalidad limitadora, no conoce ni límites ni fronteras. Lo sublime por tanto no remite a ningún incognoscible en la capacidad trascendental kantiana del conocer, ni tampoco queda referido a la posibilidad nouménica de la moral. Ahora lo sublime es el impulso secularizante que impulsa la mirada del sujeto postmoderno. Si para los románticos lo sublime remite a la condición para que el verdadero arte produzca misterio y asombro, ahora lo sublime es más bien lo contrario: una máquina de visibilidad escópica confabulada para reterritorializar ámbitos de vida donde aún pudiera aletear la profundidad mistérica de la vida.


Para tales fines, el capital, devenido forma objetiva absoluta de una voluntad de poder que solo desea más poder, mapea una realidad con una sola variable: éxito y riqueza como puntos nodales de un régimen desiderativo que solo sabe desearse a sí mismo. Todo es, como poco, impresentable. Impresentable porque la desnudez de la realidad raya lo perverso y, también, porque ya todo está presentado de una sola vez. Es decir, no caben juegos de miradas en derredor, no es posible mirar de soslayo. Mirar es desear y, habiendo devenido el mundo esfera global, todo es digno de ser deseado en una hiperpresentabilidad cuya dialéctica remite a la presentabilidad hipnótica de un deseo que es siempre tesis afirmativa.
Es decir: la realidad toda, sin excepción de ningún tipo, remite a un ejercicio de sublimidad. No hay siquiera posibilidad de echar una mirada melancólica: todo sentimiento ha sido absorbido por una mercadotecnia que sabe cómo hacer de cada síntoma la oportunidad de un nuevo impulso desublimador y, por tanto, consumista. En otras palabras: la imbricación del deseo y del campo socio-político se muestra como un vaciamiento de lo político y lo ético, con un consiguiente llenado tecno-publicitario a fin de retematizar el propio deseo, de modo que todo vínculo social revierta en una estructura intersubjetiva alrededor del vacio pulsional que supone un deseo siempre frustrado, llamado a conquistar nuevas y más seductoras cimas.
Estos asuntos no son aquí traídos sin razón alguna sino porque, pensamos, forman la columna vertebrar que permite aunar los trabajos de los dos fotógrafos que comparten exposición en la Galería Cámara Oscura: Jaume Albert (Valencia, 1980) y Vicente Tirado del Olmo (Castellón, 1967). Bajo el título de “Lugares Nodales” la muestra -la primera colaboración entre la galería y el Máster en Fotografía de la Universidad Politécnica de Valencia en el que ambos han cursado estudios- perfila dos miradas con una misma preocupación: desvelar el juego equívoco y falsario de aquello que llamamos realidad.


Jaume Albert nos enseña nuestro propio mirar cartográfico e ideológicamente construido en torno a una identidad que ya poco o nada tiene de emancipada. Y es que, si se conviene sin dificultad (y sobre todo por el magisterio de Heidegger en este asunto) que la técnica, confabulada con el ocularcentrismo de una razón omnipotente, ha terminado por convertir el mundo en imagen, lo peor, sin duda, viene en el paso siguiente: la ideología se establece no como falsa conciencia, sino como espejo al que mirarse para converger uno mismo en una identidad imaginaria plena. Claro está que ese converger está en sintonía con el espectrograma fragmentado de la ideología postmoderna: uno puede ser esto y su contrario, pero siempre en relación a un “sí” ideológico, a un asentimiento respecto a esa imagen original que nos forma la ideología; siempre, en definitiva, sin salirse de esa imagen-mundo en la que la realidad se ha duplicado. Y hoy en día esa imagen-cero, ese asentimiento diferido gracias al cual devenimos sujeto, tiene su ceremonia propia: el espectáculo.
Ya no se trata de adoctrinamientos ni de poner el danza a un poder disciplinario. Ahora lo que funciona es levantar acta de macroacontecimientos donde el mirar, nuestro mirar, haga piña con muchas otras mónadas para crear entre todos la fantasmagoría preferida de lo que va de milenio: el espectáculo. Pero no ya el de cuño debordiano: ahora el acontecimiento es televisado en prime time. Sin momento de negatividad alguno, el espectáculo, en la inmanencia de la imagen-mundo, es.
Lo que importa no es tanto el ver sino en ser vistos; no tanto el qué sino el cuántos. No importa si estamos equivocados: lo fundamental es que seamos visibles. Y es que, como ha señalado Rancière multitud de veces, el acto político por antonomasia es el de hacernos visibles, el de dotarnos de visibilidad, el de devenir máquina escópica con autonomía propia.
Y esto, precisamente, es lo que nos enseña de forma perversamente perfecta Jaume Albert: una vida, la nuestra, que en su pleonástica libertad, está cuartelariamente marcada por acontecimientos llamados únicamente a crear consenso, a producir masa. Es decir: a imaginarnos que deseamos el propio acontecimiento, a identificarnos con la ideología que nos da a ver -y aquí lo maquínico de todo el asunto- aquello justo que deseamos.
Su trabajo produce en cadena un mise en abyme donde se ve aquello que otros ven y cuyo último escalón  está, justamente en nosotros mismos. Y es que, si queremos ser justos con aquello que estamos deseando de llamar arte, ¿escapa nuestra mirada, esta ya de sabiondos culturetas, a la espectacularización de una propia imagen que usa al espectáculo para, queramos o no (ahí está el núcleo de mucha problemática estética actual), también él ser espectáculo? Es decir: ¿puede la mirada estética escapar a su espectacularización mediática, a su estetización difusa? Muchos dirían que, obviamente, no y, además, en tal respuesta hallarían la razón para desprestigiar por insolvente al arte. Pero muy al contrario, el quid de la cuestión es la contraria: hacerlo evidente, hacerlo consciente.  


Por su parte Vicente Tirado del Olmo nos ofrece otra cara de la misma moneda: la capacidad de la mirada publicitaria de desublimar a la propia naturaleza de todos sus engranajes de extrañamiento para nivelarla con nuestros deseos. Es decir, la naturaleza ya no marca el límite de la praxis humana, ni siquiera remite a una tematización alienadora y cosificadora de la razón ilustrada. Ahora la naturaleza se muestra desmitificada y objetivada al máximo: es comprendida, dominada y conquistada por ser ya solo el fondo de contraste con el que valorar nuestros deseos consumistas.
La mirada teledirigida del spot publicitario nos anima a comprar ese coche porque con él dominaremos el paisaje, un paisaje yo en modo alguno sublime sino, más bien todo lo contrario: hiperpresente, como huella de un bello natural ya del todo –en la era de la cibercultura- indescifrable.
La estetización funciona aquí perfectamente: bajo la promesa emancipadora, el objeto del deseo redunda en una experiencia de lo real totalmente falsificada pero que nos vale para creernos que nuestro deseo está aquí listo para quedarse. Ser y querer ser, gracias a esa dromótica de la imagen libidinal con que los medios de comunicación y la publicidad de las marcas manipulan lo real, han terminado por coincidir. Eso sí, claro está, remitiendo la construcción de la realidad a los parámetros de una estetización acrítica que permita la emergencia de imágenes huecas, sin original ni copia, y donde el deseo fluya imparable por sus circuitos de distribución y exhibición.
En definitiva por tanto, dos fotógrafos que evidencian nuestro estado perenne ya de desahucio: nuestra realidad, los mecanismos por los que nos identificamos en un “yo” y por lo que nombramos a la naturaleza como exterioridad absoluta, han claudicado ante una visión que goza de múltiples y variadas estrategias para colapsar toda experiencia de lo real. El espectáculo, el simulacro, lo fantasmático, etc: en definitiva, la imagen huera cuyo contenido apela a un deseo, el nuestro, para que lo dote de sentido y así pensemos ufanamente que sí, que éramos nosotros, benditos indocumentados, quienes lo deseábamos. 

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