JAIME PITARCH:
DESPACIO/DESTIEMPO
GALERÍA
FÚCARES: 16/11/13-18/01/14
Entre la lacónica dejación de
principios que supone la frase “el arte es lo que hacen los artistas” y lo
apocalíptico-insustancial de “cada época tiene los artistas que se merece”, el
arte deambula -ya embalsamado- esperando su más que inminente disolución. Y lo
peor, o lo mejor, según se mire claro está, es que, como sostenía Calvo Serraller hace bien poco, no
pasaría nada. Nada en absoluto.
La monserga cacofónica del discurso de
lo artístico no se la traga ni el más inocente: ya sabemos que no es su meta
última pero, impotente para generar discurso crítico alguno con capacidad para
la incursión en lo fáctico-real, el arte merodea las brechas de la
macroinstitucionalizción de la vida moderna para proponerse como último gran
contenedor. El arte como último gran replicante, como reduplicación banal de
los modos de producción de la tardomodernidad.
Básicamente: en un mundo maquinalmente
dispuesto para que la objetividad tecnológica dirija nuestros pasos, el arte
trata de dotar de tensión subjetiva un régimen de producción en el que ya no
pintamos nada. Y la pregunta, llegados a este punto, solo puede ser una: ¿es
necesario hacer evidente que sobramos, que ya nada va con nosotros, que por
mucho que queramos el presente prende de lógicas semióticas ante las que,
adiestrados en un nihilismo cínico, solo podemos responder lo que ya de
antemano se nos exige? Es decir: ¿hace falta enfatizar el carácter de pose de
toda nuestra capacidad de resistencia?
Evidentemente no: salvo que queramos
hacer de tal pose nuestra última mueca de cinismo, que queramos
espectacularizar el desencanto, que queramos dejar un rastro de fetiches con
los que rescribir unas biografías desnudas de tensión vital. Es decir: salvo que
queramos hacer de la devastación virtud y soltarnos el pelo ante lo que se nos
avecina.
La exposición actual de Jaime Pitarch que actualmente puede
verse en la galería Fúcares encarna,
como pocas veces antes hemos visto, esta sintomatología y querencia por lo
fantasmático-espectral de la fascinación telúrica por el objeto: ya sea desde
el pop, desde instancias próximas al povera, con reminiscencias conceptuales o
como alegatos –panfletarios, eso sí- a lo político-social, el objeto redunda en
una dicotomía que nos deja helados: el objeto, devenido en su exceso productivo
obra de arte, nos habla.
Y es que desde que el señor Duchamp introdujese su mingitorio en el
museo las confusiones no han hecho sino crecer exponencialmente: de un acto de
rebeldía capaz de inaugurar una nueva época para el arte se ha pasado, vía
discursos recalentados, a una fe incorruptible en los objetos-mercancías
propuestos, de manera tautológica, como obras de arte. Cómo si estos hablasen,
se desea que, incluso, hagan todo nuestro trabajo. Una fe en lo matérico, en lo
objetual, una conmovedora fe en las historias que nos cuentan. Y es que para
eso están ya dentro de la institución-arte: para que podamos oírles, oír a esos
objetos que tanto han sufrido, que tanto tiene que contarnos.
La cosa está en que si Duchamp rearticuló el sentido clásico y
burgués de objeto artístico, si Warhol
intuyó el potencial críptico-popero de meter al objeto artístico no ya en la
red del arte sino en la cinta de producción postfordista, ahora, no se sabe muy
bien a cuento de qué, el objeto ya es elevado a la cima de su fetichismo:
atiende a su carácter de reliquia. Con esto, la ecuación, pese a sonrojarnos,
solo puede ser una: el capitalismo es nuestro dios y el arte su profeta.
Sí, ya sabemos que las tesis de la
historicia de Benjamin están en la
base de esta estrategia, que las glosas al artista como trapero de Baudelaire y del propio marxista judío
pueden rastrearse como fundamento teórico. Pero lo cierto es que no cuela ni
con calzador: si solo fuese eso, todavía; pero una vez el capitalismo ha
entrado a saco, una vez que la estetización de los mundos de vida ha
conquistado todas las esferas de producción humana, una vez que –en definitiva-
un objeto atiende a una semiótica libidinal harto compleja, pedirle a ese mismo
objeto que “hable” por sí mismo no es sino dejarlo todo en manos de un a priori
que desconecta al arte de todo potencial: nos dice aquello justo que queremos
oír. Pudiéndonos decir cualquier cosa,
elegimos nos diga, precisamente, aquella que ya estamos en predisposición de
oír.
A “destiempo”, como reza el título de
la exposición: por supuesto, la asincronía y heterocronía da sus frutos. Pero
una vidriera de una sucursal bancaria rota en una de las protestas que han
tenido lugar con ocasión de esta crisis, por mucho que la hagamos hablar, no
nos dirá más que lo que queremos nos diga. Y lo mismo el resto; no creo que
tengamos que ser exhaustivos en este punto.
En definitiva, el arte como vuelta de
tuerca última en el juego de las transacciones fetichistas, cómo instancia
donde la adoración mercantil adquiere rasgos de mistificación. Quizá estemos
muy confundidos, seguramente: igual el arte nos vale para seguir manteniendo la
fe en esta lógica simulacionista del capital. ¿No puede que el arte haya
devenido casilla vacía desde la que se permite la circulación de las cosas y
pone en marcha el sistema de los objetos? Custodiar el deseo, por ahí creo que
van los tiros.
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