viernes, 22 de noviembre de 2013

EL ARTE COMO DECOMISOS



JAIME PITARCH: DESPACIO/DESTIEMPO
GALERÍA FÚCARES: 16/11/13-18/01/14

Entre la lacónica dejación de principios que supone la frase “el arte es lo que hacen los artistas” y lo apocalíptico-insustancial de “cada época tiene los artistas que se merece”, el arte deambula -ya embalsamado- esperando su más que inminente disolución. Y lo peor, o lo mejor, según se mire claro está, es que, como sostenía Calvo Serraller hace bien poco, no pasaría nada. Nada en absoluto.
La monserga cacofónica del discurso de lo artístico no se la traga ni el más inocente: ya sabemos que no es su meta última pero, impotente para generar discurso crítico alguno con capacidad para la incursión en lo fáctico-real, el arte merodea las brechas de la macroinstitucionalizción de la vida moderna para proponerse como último gran contenedor. El arte como último gran replicante, como reduplicación banal de los modos de producción de la tardomodernidad.
Básicamente: en un mundo maquinalmente dispuesto para que la objetividad tecnológica dirija nuestros pasos, el arte trata de dotar de tensión subjetiva un régimen de producción en el que ya no pintamos nada. Y la pregunta, llegados a este punto, solo puede ser una: ¿es necesario hacer evidente que sobramos, que ya nada va con nosotros, que por mucho que queramos el presente prende de lógicas semióticas ante las que, adiestrados en un nihilismo cínico, solo podemos responder lo que ya de antemano se nos exige? Es decir: ¿hace falta enfatizar el carácter de pose de toda nuestra capacidad de resistencia?
Evidentemente no: salvo que queramos hacer de tal pose nuestra última mueca de cinismo, que queramos espectacularizar el desencanto, que queramos dejar un rastro de fetiches con los que rescribir unas biografías desnudas de tensión vital. Es decir: salvo que queramos hacer de la devastación virtud y soltarnos el pelo ante lo que se nos avecina.
La exposición actual de Jaime Pitarch que actualmente puede verse en la galería Fúcares encarna, como pocas veces antes hemos visto, esta sintomatología y querencia por lo fantasmático-espectral de la fascinación telúrica por el objeto: ya sea desde el pop, desde instancias próximas al povera, con reminiscencias conceptuales o como alegatos –panfletarios, eso sí- a lo político-social, el objeto redunda en una dicotomía que nos deja helados: el objeto, devenido en su exceso productivo obra de arte, nos habla.
Y es que desde que el señor Duchamp introdujese su mingitorio en el museo las confusiones no han hecho sino crecer exponencialmente: de un acto de rebeldía capaz de inaugurar una nueva época para el arte se ha pasado, vía discursos recalentados, a una fe incorruptible en los objetos-mercancías propuestos, de manera tautológica, como obras de arte. Cómo si estos hablasen, se desea que, incluso, hagan todo nuestro trabajo. Una fe en lo matérico, en lo objetual, una conmovedora fe en las historias que nos cuentan. Y es que para eso están ya dentro de la institución-arte: para que podamos oírles, oír a esos objetos que tanto han sufrido, que tanto tiene que contarnos.
La cosa está en que si Duchamp rearticuló el sentido clásico y burgués de objeto artístico, si Warhol intuyó el potencial críptico-popero de meter al objeto artístico no ya en la red del arte sino en la cinta de producción postfordista, ahora, no se sabe muy bien a cuento de qué, el objeto ya es elevado a la cima de su fetichismo: atiende a su carácter de reliquia. Con esto, la ecuación, pese a sonrojarnos, solo puede ser una: el capitalismo es nuestro dios y el arte su profeta.
Sí, ya sabemos que las tesis de la historicia de Benjamin están en la base de esta estrategia, que las glosas al artista como trapero de Baudelaire y del propio marxista judío pueden rastrearse como fundamento teórico. Pero lo cierto es que no cuela ni con calzador: si solo fuese eso, todavía; pero una vez el capitalismo ha entrado a saco, una vez que la estetización de los mundos de vida ha conquistado todas las esferas de producción humana, una vez que –en definitiva- un objeto atiende a una semiótica libidinal harto compleja, pedirle a ese mismo objeto que “hable” por sí mismo no es sino dejarlo todo en manos de un a priori que desconecta al arte de todo potencial: nos dice aquello justo que queremos oír. Pudiéndonos decir cualquier cosa, elegimos nos diga, precisamente, aquella que ya estamos en predisposición de oír.  
A “destiempo”, como reza el título de la exposición: por supuesto, la asincronía y heterocronía da sus frutos. Pero una vidriera de una sucursal bancaria rota en una de las protestas que han tenido lugar con ocasión de esta crisis, por mucho que la hagamos hablar, no nos dirá más que lo que queremos nos diga. Y lo mismo el resto; no creo que tengamos que ser exhaustivos en este punto.
En definitiva, el arte como vuelta de tuerca última en el juego de las transacciones fetichistas, cómo instancia donde la adoración mercantil adquiere rasgos de mistificación. Quizá estemos muy confundidos, seguramente: igual el arte nos vale para seguir manteniendo la fe en esta lógica simulacionista del capital. ¿No puede que el arte haya devenido casilla vacía desde la que se permite la circulación de las cosas y pone en marcha el sistema de los objetos? Custodiar el deseo, por ahí creo que van los tiros.

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