NICOLÁS GUAGNINI: PARA LOS HIJOS DE LA REVOLUCIÓN FALLIDA
GALERÍA MARTA CERVERA:desde 16/11/13
Cierto que, enfangada la sociedad en
el aburrimiento con que Le Monde
explicitaba la situación apenas dos meses antes, fueron los situacionistas los
únicos a los que el archicélebre Mayo’68 no les pilló con el pie cambiado. Su
venazo idealista no cuadraba bien con la escolástica marxista del momento y,
ajenos a pusilánimes diatribas de salón, Debord
y sus secuaces fueron los únicos en tomar verdadera “conciencia de clase”.
Sumando la Tesis 11 sobre Feuerbach
con las estrategias subversivas de las vanguardias de principio de siglo, Debord dinamita la escena parisina sin
que, paradójicamente, nadie, con anterioridad, lo sepa: como dice José Luis Pardo, “el 68 estuvo a la
altura de los situacionistas, mientras que casi todos los demás tuvieron que
procurar ponerse a la altura del 68”.
En la base de su argumentario
filosófico, una tesis que alumbra ya más de medio siglo: el descubrimiento de Marx de que la fuerza de trabajo del
obrero es una mercancía, una mercancía especial habida cuenta de que es la
única mercancía cuyo valor de uso constituye la “fuente, no solo del valor,
sino de un valor mayor del que ella misma tiene”, es acertada pero solo cubre
la mitad del problema. Y es que el capitalismo se había ya desarrollado lo
suficiente como para exigir no solo la expropiación de su tiempo social de
producción, sino, también, el de su ocio. Así, el sujeto se convierte en
espectador de una enajenación, la de su vida, que le compete a tiempo completo.
La ideología, pues, es más que una falsa conciencia: es un espectáculo,
devenido, en nuestros días, hipermedial.
Pero la cosa es que la mecha prendió
mal y la derrota fue devastadora; y la cosa es que nuestro mundo,
institución-arte incluida, vagabundea con el norte más que perdido entre las
ruinas del “después de la batalla”, con los adoquines levantados y cerciorados
de que, definitivamente, debajo no hay ninguna playa. El capitalismo, más que
desplomarse, crece sorteando con audacia infinita sus crisis; la sociedad,
exhibe una indignación impotente para sortear la lógica del espectáculo. En tal
situación, normal que Danny el Rojo
concluye la aventura sesentayochista con un lacónico y profético “fuimos la
primer generación televisiva”: o sea, la primera generación que supo que toda
consigna queda adulterada al no tener más remedio que difundirse como mercancía
según los canales institucionalizados por el espectáculo. El acabose.
Y es, precisamente, sobre ese fracaso
sobre el que se levanta acta de un mundo que solo cabe ser interpretado, no
transformado ni cambiado. Y en esas estamos: casi cuarenta años interpretando
los signos de un tiempo que no sabe bien a qué carta quedarse. ¿Es la realidad
la que está falseada y la que no nos deja ver nuestra verdadera posición de
alienados, o es realmente toda actitud contestataria un eslabón en nuestra
falsa conciencia (una simple creencia administrada para hacernos creer que cabe
una salida)?
Nicolás
Guagnini (Buenos
Aires, 1966) –como buen artista de esta tardo-postmodernidad flagelatoria–
trabaja sobre y con estas ruinas arqueológicas para mostrarnos un vistazo de lo
que somos en ese espejo ideológico en el que estamos adiestrados. Así por
ejemplo, la duda casi metódica anteriormente comentada, aquella que remite al
juego de apariencias ideológicas, a la realidad de lo real o a lo aparente de
una revolución necesaria, es rearticulada a través de un panóptico invertido
que ocupa el centro de la primera sala. Más que reflejarnos en él –es decir,
más que devenir imagen identitaria en relación a descubrirnos de cara al poder
de la ley que todo lo ve– somos repelidos, sacados fuera, invertidos en nuestra
aparente identidad de ciudadanos de esta modernidad licuada. Guagnini ha trabajado con Dan Graham…y se nota.
Pero este ejercicio espectral no
remite a un simple juego de espejos: es la posibilidad única de reabrir la
herida, de dejar que la historia se reabra justo en referencia a aquello que
nos dicen nunca pasó. El juego de inversiones al que la historia y los
acontecimientos remiten no nos deja más que una salida, justo aquella que ya
vio Debord: invertir lo
invertido.
Y es que si la historia está
invertida, es decir, consignada como verdadera únicamente en relación a los
intereses de la clase hegemónica; y si, al tiempo, todo acto revolucionario –Mayo’68
incluido– nunca ha pasado, no ha sido sino una travesura infantiloide de
burgueses aburridos, la única solución es invertir lo invertido, hacer el gesto
–quizá el más revolucionario y más imposible que cabe– de negarle a la realidad
establecida el carácter mismo de realidad.
Es decir: lejos de ser individuos en
relación única al “sí” ideológico al que nos dirigimos encantados, nuestra
imagen reflejada en las estructuras de poder –panóptico– no hacen sino
enajenarnos de nosotros mismo, alienarnos, sacarnos fuera. Así, nunca somos
menos que cuando, aparentemente, más somos (o más nos hacen creer ser). A esto
se debía de estar refiriendo el propio Debord
cuando comentaba la necesidad de “transformar policialmente la percepción”.
Es decir, si el espectáculo invierte
lo real tergiversando entonces nuestra negativa, no cabe otra que invertir la
propia inversión. Es decir: no ser reflejados, no ser inscritos como imagen en
el espejo ideológico que, aunque lleve un ‘no’ por respuesta, en su inversión,
no supone más que un firme y rotundo ‘sí’.
Invertir por tanto la realidad ya de
por sí invertida supone una negación, un
rechazo, un no querer ser ya más eso que nos dicen somos: y no,
simplemente, porque no; sino porque hemos descubierto el núcleo traumático
sobre el que se levanta toda realidad: que, ella también, está invertida, que,
ella también, digámoslo así, es un producto más de la falsa conciencia.
Este ‘no’ nos recuerda a la figura que
glosa toda nuestra época: Bartleby.
Y es que, no pudiendo ser de otro modo, la famosa pintada “ne travaillez
jamais” de Debord tiene mucho del
famoso copista. Incluso, nos dice Vila-Matas en su fascinante Bartleby y compañía, Debord realizó su grafiti en la rue de
Seine, perpendicular a la rue de Beaux Arts, donde justo cincuenta y tres años
antes había muerto, casi indigente y después de renunciar a escribir, Oscar Wilde.
Guagnini presenta en esta ocasión varias de
las siete reinterpretaciones (pues “Seven” es el título genérico de la serie)
que de la célebre frase debordiana ha ido realizando con el único propósito,
pensamos, que de calibrar bien los modos y maneras que tenemos ahora de decir
‘no’. Sus pinturas, monocromas, hacen difícil percibir siquiera la inscripción:
pero no es solo la lectura lo que parece sin más prohibida. Es que,
simplemente, la premisa situacionista se ha convertido en un leitmotiv, en una
cacofonía de la pose contestataria, en un slogan para camisetas y –ya casi
falta poco- para gadjet de todo tipo. Porque, incluso, ¿no sería incluso una
galería de arte el lugar menos propicio para su intento de ponerla de nuevo en
circulación?
Pero no se trata de una apropiación
acrítica: se trata de reflejar un estado de la cuestión donde el cinismo
ideológico se ha instalado entre nosotros y ya casi da lo mismo lo uno que lo
otro: decir que si o tratar de decir que no ha terminado convergiendo en el
aborregamiento espectacular de las masas. Y lo más cruel de todo es que nuestra
empatía para con el otro –y para con nosotros mismos, claro está- casi no tiene
límites. Es decir, y como decía Sloterdijk,
vivimos según valores falsos pero, irónicamente, somos consciente de ello …y
tan felices.
En este estado de cosas, si Zizek se ha instalado entre los
filósofos más capaces en los últimos tiempos es porque ha sabido ver –en ese
refrito casi imposible de digerir de hegelo-lacanismo que se gasta- que la
falsedad está del lado de lo que ‘hacemos’ y no de lo que decimos. Es decir, ha
invertido la interpretación clásica de la ideología: si antes las prácticas
sociales se consideraban reales pero las creencias para justificarlas eran
falsas (falsa conciencia), ahora poco importa que se diga ‘sí creo’ o ‘no creo’
ya que la falsedad se da en el orden de la praxis, es decir, está inscrita en
la propia situación.
Es decir, al fin y al cabo, da igual
si creemos en el capital o no creemos; incluso, nuestro cinismo de
supervivencia nos alerta de cuando sostener una cosa y cuando otra: y da igual
porque lo fundamental es que, previamente, para poder proferir un acto político
de enunciación hemos tenido que ser visible para esa ideología que tratamos de
refutar. Es decir: la cuadratura del círculo.
En definitiva, podemos repetir una y
otra vez “ne travaillez jamais” que su potencial emancipatorio está por
completo desconectado: desconectado porque estamos ya demasiado domesticados
para saber que creerlo o no creerlo, sostenerlo o no sostenerlo, afirmarlo o no
afirmarlo, nada importa.
Así las cosas, el vídeo que se
proyecta en la segunda sala viene a dejar las cosas en su sitio. ¿Cómo hacer
para mascullar siquiera una negativa?, ¿cómo hacer para rebelarnos, siquiera
mínimamente, y no por ello quedar reconsignada nuestra posición en hueras poses
inscritas en el espectáculo? Es decir, y aunque la jerga hegeliana nos obnubile
un poco: ¿cómo hacer para, en el momento en el que la humanidad está presa de
un momento de autoalienación, provocar un reinscripción en sí misma, hacer que
tome autoconciencia? Sí Debord
sostiene que “el espectáculo es el momento de enajenación dialéctica hegeliana
por el cual la realidad sale fuera de sí y queda objetivada esperando la
síntesis, el momento en el que se conozca a sí mismo” y que “esta síntesis es
el momento de la revolución, ¿cómo hacer para salir del espectáculo?, ¿cómo
hacer la revolución?
Difícil porque, incluso el arte, ese
ámbito en el que torticeramente han ido a parar falsificados todos los momentos
de utópica emancipación, juega en contra nuestra. Remitirnos a Benjamin es ya casi una obligación: “la
humanidad se ha convertido ahora en espectáculo de sí mismo. Su autoalienación
ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce
estético”. La estetización de los mundos de vida, esta consigna de la
belleza-utilitaria que nos inunda no es sino el reverso traumático de una
humanidad que goza sentándose delante del Tv en prime time para ver el grado de
destrucción apocalíptica que se ha alcanzado.
Pero volvamos al video. El propio
artista, bandera en mano, recorre desde la parte más pobre de Harlem la ciudad
durante 36 minutos hasta llegar a la Universidad de Columbia, una isla de
privilegio a la que él pertenece como profesor. El arte situacionista del deambular,
heredera directa del flaneur fin de
siécle, pero ahora a sabiendas de que no hay ninguna belleza fugitiva que
contemplar: todo lo sólido se ha desvanecido en el aire y el mismo aroma
líquido de las cosas remite a una retroalimentación de la maquinaria capitalista.
Una o varias personas que se abandonan
a la deriva renuncian durante un tiempo más o menos largo a los motivos para
desplazarse o actuar normales en las relaciones, trabajos y entretenimientos
que les son propios, para dejarse llevar por las solicitaciones del terreno y
los encuentros que a él corresponden. Una parte aleatoria, de dejación de
principios, de sujeto no objetizable durante algunos momentos –los que dure la
deriva.
Pero el gesto de portar una bandera
trasparente es inequívoco de querer tomar, el artista, una posición determinada,
una posición política que, quiero entender, es la única opción válida para
posicionarse de cara al espectáculo sin ser fagocitado en el intento: portar la
consigna del lugar vacío, disponer de una identidad.
En su discurrir el artista va creando
una fisura, una reordenación de todas los afectos que han ido urdiendo una
trama que se nos repite ha de quedar silenciada, barrida por relaciones
únicamente consignadas en el valor-trabajo. Parecido a la famosa perfomance de Omar Jerez, aquí Guagnini realiza una deriva que reabre el tiempo dando la
posibilidad de una emancipación, aquella justamente que fue tongada.
La única obra de arte capaz de sortear
el influjo malévolo del espectáculo no es aquella que denuncia a las bravas, no
es aquella que se ofrece como soporte para el docudrama. Es algo más íntimo,
más sencillo: el momento de la obra es el de la inscripción de un “él” entre un
“yo”, una inscripción que hace posible dar la palabra al otro, una inscripción
disensual, un, como dice Rancière, “estar
juntos estando separados” como forma sensible de darse una eficiente política
de la estética.
Guagnini, en su paseo situacionista, introduce
la heterocronía, la inscripción del otro, remitiéndose para ello a una
identidad (la suya) que solo puede ser comprendida como apertura radical a un
nosotros, a una colectividad que adquirimos identidad no ya reflejados en el
panóptico ideológico del espectáculo, sino en el juego de las diferencias disensuales
adquiridas entre las partes, entre ellas mismas, con su pasado y su por-venir. Y
es que, como dice de nuevo Rancière,
“hay política porque hay causa del otro, una diferencia de la ciudadanía
consigo misma”.
Es precisamente esta diferencia la que
nos ningunean desde una nueva ideología democrática; y es, también precisamente,
esta diferencia la que Guagnini trata
de abrir para que ahí, de una vez por todas, quepamos todos.
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