sábado, 8 de noviembre de 2014

ÁNGEL MARCOS: EL MITO DE LA CIUDAD O EL VACÍO DE UN SUEÑO


ÁNGEL MARCOS: ALREDEDOR DEL SUEÑO (ESCENARIOS PARA EL VACÍO)
SALA CANAL DE ISABEL II: 10/09/14-23/11/14

Quizá lo suyo sea empezar por el final o, mejor dicho y dado la forma ascendente de la propia exposición, por el tejado: las últimas escaleras nos llevan a un video centrado en la Residencia de Estudiantes donde una voz en off, la de Ortega y Gasset, nos señala que el único baluarte desde el que construir Europa es aquel que erija al viejo continente en repositorio memorístico de la humanidad. Porque si algo tiene Europa para dar y tomar es historia, siendo por ello su imperativo categórico el mantenimiento de una memoria egregia que precisa de atesorarse y no dilapidar.


Y digo “empezar por el tejado” porque quizá sea esa idea, de todo punto trasnochada y fosilizada, la que haya marcado el rumbo –obviamente, desde su no cumplimiento– de lo acaecido en las últimas décadas, no ya solo en la vieja Europa sino en todo el globo: la eliminación de todo vestigio de memoria que pudiera impedir al “sistema” su desarrollo. Porque si la memoria, antaño, era el legado que se trasmitía de generación en generación y sobre el que pivotaba cada comunidad, es desde hace unas décadas que se hace claro que si hay algo que moleste a la lógica sistémica eso es, precisamente, la comunidad.


Pero, obviamente, no hay de qué preocuparse: volatizada la sutura social siquiera como contenedor de un ‘bien común’ que resta como mínimo común denominador, la memoria puede ya dejarse seducir por la implosión mediática del signo. La memoria más que fosilizarse, implosiona ahora como instantaneidad donde el signo opera a máxima velocidad, no ya para significar nada en concreto sino para generar efectos de asignificación, encadenamientos donde la precesión de la simulación como nueva lógica ideológica hace que el referente renuncie dejando tras de sí un reguero de cadáveres que transitan por nuestras conciencias bajo el epígrafe mortuorio de lo post.



Lo post colapsa obscenamente una escena donde las cosas han llegado hasta el límite de no significar nada, de no referirse a nada más que al paroxismo de una autoproducción de signos que mantiene la historia en ralentí, que simula que todavía nos queda algo por lo que luchar, algún motivo por lo que esperar la ansiada emancipación, alguna razón por la que esperar la eclosión de lo social justo ahora que, como todo, lo social ya no existe. Es entonces que sin memoria, sin nexo social alguno, sin comunidad depositaria alguna, la ciudad –emplazamiento comunal por antonomasia– no es ahora sino el dispositivo de simulación más perfecto. La ciudad ha pasado de ser el más capaz emplazamiento para la emancipación colectiva a no ser sino una máquina libidinal todopoderosa que reparte sus gracias en relación a una fluídica que tiene en la voladura de la ciudadanía su razón de ser.


Según esto, la ciudad, mito moderno por antonomasia, es ahora desahuciada de sus fundamentos ónticos (ahí donde todavía se vislumbraba un futuro mejor) para quedar reducida a emplazamiento para concretar la disolución de lo social, para disimular que, aunque hagamos la pose de aún esperar algo, lo único que nos cabe esperar es nuestra propia exclusión. La ciudad, sin memoria, historia ni nexo social, es de todo menos un resto improductivo: es, por el contrario, la máquina que maximiza el ritmo de excluidos necesarios para seguir soportando la falsedad simulacionsita actual.


Esta exposición de Ángel Marcos trata de reflejar esta situación detrítica de la ciudad en su estado epilogal actual. La ciudad como escenario donde poder contemplar los restos del embalaje, la ruina paisajística donde los sueños yacen rotos en algún solar, en algún eslogan que yace rarificado junto el resto del atrezzo. Nos creímos el sueño de una Modernidad donde cabíamos todos y ahora solo quedan los rastros fantasmáticos de un escenario que se nos revela falso en todos sus aspectos.


Porque si algo se percibe como fondo de contraste en este trabajo de Marcos es que no había tanta diferencia: reposando en una ideología que se hacía fuerte en los antagonismos sobre los que se construía, pensábamos que entre el capitalismo y el comunismo, entre Oriente y Occidente, entre este lado y el otro, mediaba una diferencia (nunca mejor dicho) capital. Pero viendo estas fotografías, fotografías de un naufragio mancomunado y que pasa por epicentros tales como Nueva York, La Habana o Shanghái (ahora también Madrid), solo cabe pensar que la trampa era la misma para todos: el imaginar mundos nuevos donde no había otra cosa que una maquínica a punto para hacer descarrilar la Historia y los motores dialécticos que antaño la propulsaban. Es decir: ya sea el sueño americano consignado en luces de neón y en publicidad nada subliminal, ya sea el relato revolucionario de una Cuba que soñaba con la cadencia colonial como relato patrio, o ya sea la puesta punto de la maquinaria china como dragón a punto de comerse el mundo, lo cierto es que no media mucha diferencia entre esta trilogía de derrumbes.



El truco del asunto fue el no caer en la cuenta de que los antagonismos no eran excluyentes sino que remitían a una diferencia intrasistémica: así, barrido del mapa el comunismo, el soñado triunfo del capitalismo global no ha sido, ni mucho menos, el que nos dijeron. Ahora que estamos a punto de celebrar los 25 años de la caída del Muro de Berlín, bien puede decirse que el muro no fue lo único que cayó. Como si de un dominó se tratase, las fichas fueron cayendo una tras otras con la única fuerza inercial de un lugar que se descubre, de golpe y porrazo, vacío. Y es que, sin ningún ‘otro’ con el que medir fuerzas, el capital como epígono del desarrollo ideológico se las vio y se las deseó para, mientras andaba como boxeador zumbado dando golpes sin ton ni son, encontrar un enemigo a la altura de las circunstancias. Menos mal que el 11S y la actual crisis galopante del capital vino al rescate proponiendo el acontecimiento capaz de seguir secretando “realidad”, para seguir disimulando que ya no hay nada que nos quepa esperar.


En definitiva, y para no hacer de esto un opúsculo de geopolítica, lo que fotografía Ángel Marcos es una sospecha que ya es algo más que una sospecha: es la certeza ya mayúscula de que el sueño se desinfló. Pero –y aquí es donde ya nos ponemos “estéticos”– ¿cómo hacer aparecer tal sospecha en la imagen fotográfica? Porque si algo puede quedar claro de la parrafada anterior es que cualquier imagen, por muy ‘anti’ que se crea, por mucho discurso de resistencia desde el que se opere, emerge como dispositivo espectacular, como construcción al amparo de unas determinadas decisiones políticas que lo hacen visible al tiempo que diluyen la realidad óntica del acontecimiento que fotografía.


Es decir: ¿desde qué distancia construir la imagen para que aquello que quiere mostrarnos el artista –la absoluta certeza de la desaparición de la ciudad– no devenga mero juego especular, para que no quede ninguneado como simple estrategia para ver lo mal que están las cosas? Esa sospecha no nos la presenta desde lo obvio de un mundo implosionado, sino que la sospecha es –como pudiera hacer el propio régimen ideológico del simulacro– ocultada, invisibilizada en el aparecer de la imagen.


En este sentido, lo que se muestra en las fotografías de Ángel Marcos es el lugar intersticial donde la sutura de la propia imagen denuncia su hipertrofia. Porque, anudada toda imagen en la posibilidad concreta de un entramado espacio-temporal desde donde hacer emerger la representación, estas fotografías señalan su propia interioridad vacía, su falta de sustento histórico y real. Es así que lo que producen es una extraña sensación difusa: ¿qué es eso que estamos viendo? Lo mismo que la profecía aquella de Baudrillard de que el año 2000 no sucedería nunca, los acontecimientos que reflejan las obras de Marcos, desconectados de su encadenamiento causal e histórico, pululan ahora en un imaginario flotante, sin centro social alguno.


Así, lo que nos presenta Marcos no es “nada”, es un intersticio vacío: sus fotografías son descompresiones de un acontecimiento que desvela su falta de consistencia temporal. Es así que lo que se percibe en sus obras es una falta absoluta de tiempo (y, por tanto, de historia y de memoria). Y es que eso es precisamente nuestra globalización: un efecto de rapidez y transparencia mediática que solo trata de ocultar el hecho de que, en definitiva, no hay nada que ver ni nada que esperar.


En esta era de lo post a la que nos hemos referido, el tiempo y la historia adelgazan hasta el límite de ser solo un síntoma, una extrañeza ante la pregunta que nos asalta de tanto en cuanto: ¿no debía de haber ahí algo?, ¿no debía de espesarse el tiempo?, ¿no debía nuestra temporalidad ser asaeteada por acontecimientos capaces de proporcionar profundidad temporal?



Dicho de forma más sencilla, Ángel Marcos no se ceba en el hecho de ofrecernos la cara revelada de una realidad devastada por su propio canibalismo, sino que apuesta por darnos a contemplar el reverso ideológico de la propia imagen: es decir, no como lo vemos nosotros sino como lo ve la propia ideología. No son acontecimientos lo que fotografía, sino la propia falta de consistencia temporal de éstos, su descontextualización y fragmentación.


Ahora que el mundo es una única y gran pantalla, toda imagen es incapaz de profundidad alguna, siéndole así imposible referirse a espacio simbólico alguno donde pudiera darse el intercambio –simbólico– sobre el que se eleva toda representación. Y eso, precisamente, es lo que fotografía Marcos: la anulación simbólica de todo acontecimiento, la atrofia de todo el entramado de significación en el que antes descansaba toda imagen, la amputación de toda huella de lo real.


Pero es que para poder sortear el poder dromótico de la simulación de lo real –para poder reintroducir el acontecimiento en su emplazamiento simbólico– haría falta una historia que representar, una memoria que guardar, un futuro que imaginar, una ciudad que proteger… Pero siendo esto precisamente lo que falta, ahora en la ciudad no ocurre nada o, lo mismo da, ocurre de todo: ocurre que toda trabazón epistémica donde antaño el proyecto mancomunado de la Modernidad hacía pie es disuelta por un sistema que acelera la producción de realidad con el fin único de echar gasolina a su propia disolución.

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