miércoles, 12 de noviembre de 2014

SEBASTIAO SALGADO: LA (POSIBLE) IMPOSTURA DEL ARTE, DE LA ÉTICA Y (SOBRE TODO) NUESTRA


LA SAL DE LA TIERRA (WIN WENDERS, JULIANO RIBEIRO SALGADO)

En un mundo rendido al imperativo categórico del espectáculo y el disimulo, somos expertos en escurrir el bulto. Adiestrados en la cosa fantasmática de la mercancía, nosotros también nos insertamos en esa dinámica del fetiche que supone siempre dar lo uno en vez de lo otro. Así, ante la imagen solo caben dos consideraciones: o plegarnos a esa superficie que se nos muestra, concelebrar su autoproducción en la inmanencia de un mundo que es también el nuestro o, por el contrario, molestarnos por la cantidad de “realidad” puesta en juego, castigar al autor por exceder el pacto silencioso de un simulacro que sabe muy bien cuando y porqué darnos la carnaza que necesitamos.


Y es que es siempre la misma historia desde que a algún descerebrado se le ocurrió hilvanar todo este trasunto de imágenes con el nombre genérico de “arte”. O un paso más acá que todo sea un peregrinar sin ir nunca a ningún sitio, o un poco más allá que la mirada tenga que verse implicada, verse juzgada como testigo.


Lo grotesco del asunto es que la ética salta por los aires apenas uno intuye el dilema: ¿para qué crear imágenes si, precisamente, esas imágenes que nos pudieran interesar acampan en la propia realidad?, ¿para qué ensayar modo de ver si hay parcelas de este propio mundo que bien merecen el nombre de apocalípticas?, ¿para qué más imágenes si las que podemos obtener son más que suficientes para rasgar el velo de nuestra catatónica fantasía libidinal? Es todo una cháchara mórbida, una insulsa cacofonía de imaginarios que no se atreven a llegar hasta el final del horror y se contentan con ensayar el disimulo, con ejercitar el simulacro de un “hacer como si” que tiene mucho de vomitivo.



Viendo esta película no pude dejar de recordar al Prohaska de la novela de Ricardo Menéndez Salmón titulada “Medusa”. Allí se dice que “Prohaska recuerda a un artista primitivo, anterior al nacimiento de la propia idea de arte, pues recupera para el oficio su más antigua función: mostrar el mundo tal y como sucede, no tal y como desearíamos que fuera ni tal y como soñamos que debería ser”.


Y es que, lo mismo que Juan de Mairena tuvo que decir a sus alumnos que evitasen las risas en torno al oyente pues, decía el maestro, “conviene, sin embargo, que alguien escuche”, bien puede aplicarse la observación a ese mameluco apócrifo llamado arte: está muy bien todo lo que hacéis pero, sin embargo, conviene que alguien mire. Sin más, alguien que simplemente mire.


Pero, ¿es eso posible?, ¿se puede simplemente mirar?, ¿no es toda mirada una injerencia insoportable?, ¿no usurpa toda mirada un escenario que no es el suyo? Y, aun así, si lo que se registra es la banalidad de una escena, la cotidianeidad de una vida, ese plus reconcentrado alrededor de la mirada no supone gran cosa: se califica el asunto como “arte” y a otra cosa mariposa. Pero si de lo que se trata es de mirar el punto donde la vida se fractura, donde la catástrofe se desborda por los lados, ¿no es esa presencia de la mirada ajena una inmoralidad? Volviendo a “Medusa”: “¿merece la obra de Prohaska el espacio de un museo o solo es la actividad forense de un voyeur sin escrúpulos que debería de haber colgado del palo más alto de la ciudad de Núremberg?”.



Y es que el dilema está justo ahí donde empieza la epopeya de Sebastiao Salgado. Porque, siendo el propósito de su obra el denunciar las injusticias que asolan el planeta, muchos consideran que sus fotografías no sirven para tal fin ya que la característica estética de su mirada deforma la verdad de la realidad representada. Es decir: ¿invalida la estética la posibilidad de la ética?


Puede ser, no negamos tal posibilidad. Y puede ser porque la estética converge (en parte) con el lugar común que configura el arte, un lugar éste que juega con un anticiparse a lo que el espectador desea ver, en mostrar lo que espectador ha venido a ver. Es decir, la medida sobre la que se construye el arte invalida muchos de los discursos éticos ya que no deja que la pregunta ética tome forma, remitiéndose todo a una pueril denuncia que utiliza los mismos instrumentos de lo denunciado para su puesta en marcha. El espectáculo, aquí, como ley general de nuestro tardo-capitalismo, juega un papel protagonista.


Pero hay lugares donde el “lugar común” del arte no tiene ningún poder respecto a una imagen que supera la medida adiestrada del propio arte. Y es ahí, pensamos, donde se inserta la obra de Salgado: tildar entonces de arte su obra porque los reglajes utilizados revelan un sustrato estético es una de esas operaciones que aniquilan el exceso escópico que exudan sus fotografías. Porque, convengamos a este respecto, lo estético excede el mundo del arte.



Lo estético es un lidiar con el exceso de la propia vida, un poder representar ese exceso y hacerlo, sobre todo, señalando el vacío sobre el que se sustentan ciertas imágenes. Porque, siendo imposible reflejar la obscenidad de lo real en estado puro, la fotografía (la imagen, la representación) señala en su propia superficie una grieta por donde la vida se escapa, muestra una fractura donde lo representado no coincide con la representación. Y eso, esa grieta, esa fractura, aparece en la superficie de la imagen como reglaje estético, un reglaje que si bien ha sido asimilado con inusitada velocidad por el arte, no coincide totalmente con él. Es decir: hay imágenes estáticas que no tiene porqué circunscribirse a ser arte, que pueden (y de hecho deben) situarse en ese ámbito excesivo donde la imagen señala su propia involución: no llegar a poder representar toda la profundidad de la vida.


Las fotografías de Salgado son estéticas no por pertenecer ignominiosamente al mundo del arte: son estéticas por, precisamente lo contrario, exceder el cortoplacismo de una producción artística devenida institución. Y es en esa marca estética donde la pregunta ética no queda invalidada: ¿cómo es posible?, ¿cómo es posible que existan imágenes cuya sola presencia deberían dar al traste con cualquier moralina, con cualquier discurso artístico institucionalizado?


Esa es la medida estética de las fotografías de brasileño: señalar el punto donde la imagen se vuelve imposible, poner la mirada ahí donde el acontecimiento se trona insoportable. Estando ahí, repetimos, la pregunta sí que puede coger altura: ¿cómo es posible tal barbarie?, ¿cómo no hay fin a la infamia y la deshumanización?, ¿cómo es posible que la vida se fracture en ese mismo punto donde la propia imagen también se desancla de los cánones de la representación?


Pero también anida otra pregunta: ¿cómo es posible que estemos tan ideológicamente programados? Porque aun en el caso que convengamos con esa crítica que se escandaliza por “usar” a las víctimas, siempre será posible referirse a otro preguntar en modo alguno menos potente que el anterior: ¿cómo es posible que tengamos que esperar a estas fotografías para, al fin, señalar a ese despojo humano (el asesinado, violado, amputado, secuestrado, desplazado, etc., etc.) como “víctima”?, ¿no debería de escandalizarnos siquiera el tener que depender de una malformación del entramado artístico para poder referirnos a los márgenes de una historia que es siempre la que nosotros –los de aquí– contamos?


Insoportable que nos hayamos siquiera planteado el “fin de la historia”, que veamos en el 11S la epopeya más grande jamás contada, que Auschwitz todavía siga teniendo ese sesgo de lo inhumano con el que todavía carga. Y es así porque la razón (esa misma instancia que condena al ostracismo a fotografías por tontear con los reglajes del arte) impone su dogmatismo incluso ahí donde muestra la necesidad del olvido: la dupla antagónica comunismo/capitalismo, el horror nazi, el terrorismo islámico, son todos ellos acontecimientos que surgen como efectos del propio proceso racional de la historia. Pero las hambrunas de Etiopía, la guerra de los Balcanes, el genocidio de Ruanda, las inmensas muchedumbres desplazadas, etc, son simples deformaciones marginales de esa misma historia. Son afueras para una razón que escupe sus miserias allá por donde pasa.


Y por mucho que nos rasguemos las vestiduras, por mucho que hayamos visto el sesgo dogmático de esa razón que nos vertebra y cómo tiene en el olvido a su mecánica ideológica propia, seguimos operando con ella. Aislados en nuestra propia fantasía, esperando llegue la imagen que irrumpe en nuestras pantallas rasgándola, no hacemos caso de nada más que lo que ocurre en nuestras pantallas. Es decir: pudiera ser verdad que la estetización de la catástrofe que lleva a cabo Salgado sea una inmoralidad, pero esa inmoralidad será siempre más pequeña que la falta de ética de un mundo que necesita de tales fotografías para que la víctima adquiera rango de visibilidad.


Salgado ha visto los mismos lugares que vio Prohaska solo que en un tiempo diferido: los conflictos bélicos, los campos nazis de exterminio, la penuria española de la posguerra, la huida, el exilio, las secuelas de Hiroshima. Si el segundo se suicidó convencido de que el horror acampaba en cualquier esquina, Salgado ha sabido encontrar una utopía que se nos descubre como perfectamente realizable: su Instituto Terra. Él mismo junto con su mujer y, después, con muchos otros, ha conseguido lo imposible: replantar la selva que había desaparecido en su ciudad natal, en la región brasileña de Minas Gerais.



Quizá ese imposible sea el mismo que el que muestran muchas de sus imágenes solo que en su reverso utópico. Es ese nuevo imposible el que nos dice que, contra todo pronóstico, mucho de lo que el hombre ha destruido es reversible. Quizá nada se les pueda devolver a ese reguero de víctimas que siguen colapsando la historia, pero si por lo menos damos marcha atrás, si respetamos ese 45 % del planeta que dice el artista que sigue como el primer día, quizá mucho se haya restaurado.


Sí, pensamos que hace falta que alguien, simplemente, mire. Con que haya solo uno que mire no habrá posibilidad para el olvido. Alguien que mire el horror a los ojos pero también mire a las pocas tribus nativas de Brasil bailar juntos. Ambas escenas no son sino las caras de una misma moneda: la Humanidad, la sal de la Tierra. Pero hace falta que nada se olvide…


Y, restañando de culpa a todo lo que aquí hemos dicho del arte, esa y no otra es la función del arte: detener la maquinaria de un tiempo que no se detiene y para el que no hay tragedia suficiente para ni siquiera ponerse a pensar. De ahí que el arte haya surgido como tal solo una vez que se constata el desgarro de la comunidad y el horror aparece: la comunidad ya no baila junta y, por eso precisamente, se hace construir un ámbito donde poder decir ‘nosotros’, donde poder bailar. Ese ámbito es el arte.

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