domingo, 16 de noviembre de 2014

EL ARTE BUENO ES EL QUE ARDE: DE LAS PARADOJAS DEL ARTE COMO SIMULACRO DEMOCRÁTICO




Mucho se ha hablado de las famosas cerillas y mucho, también, se ha escrito. Nosotros nos hemos abstenido porque la cosa nos parecía de un aburrimiento supino. Pero como el aburrimiento es nuestro hábitat natural y como lo que hemos oído por ahí no nos convence nada de nada, nos ponemos a la tarea. Pero sobre todo nos ponemos a ello porque hemos descubierto que la propia tarea de escribir te puede llevar por senderos nunca antes imaginados ni transitados. Así que esperemos que, por mi bien, llegue a decir lo que todos estamos esperando que diga. En este sentido si una cosa está más que clara es que estos católicos –insidiosos, incultos, fundamentalistas y reaccionarios– no entienden nada.
Ahora bien, lo que ha de estar también bastante claro, lo que yo no termino de entender y que me ha dejado a cuadros, es cómo el arte tiene tan pocos argumentos para defenderse que casi puede decirse lo mismo: que no entiende nada. Porque en su defensa sucede lo paradójico y que, a estas alturas del partido, ya debía de estar meridianamente claro. Quiero decir: esa defensa basada en la libertad de expresión, en el sesgo plural de la democracia, autoriza de inmediato al grupúsculo pseudo-terrorista que se ha atrevido a recriminar algo al arte, a no ser que –claro está– el arte eleve la voz recordándonos a todos lo que es: un ámbito exclusivo, un reducto de excepción, un lugar sacramentado para la experimentación dónde lo que sucede, por un acto taumatúrgico, es de por sí arte y, por ende, chitón.
Es así que el mismo derecho que le asiste al arte en su autoproclamación (libertad de expresión, democracia, etc.), es la que le asiste al inculto hombre de fe en autoproclamar su sentirse molesto. Las dos proclamaciones forman parte de ese juego tan chusco e ideológicamente teledirigido que es el juego democrático. Ni más más ni más menos.
Claro está que con un matiz: si el hombre de arte no pretende eliminar nada del mundo de aquel, éste –el religioso– sí que parece decirle al arte lo que debe de hacer. Y es ahí donde todo viene a descarriarse sin arreglo alguno pero, creo yo, no en el sentido de hacer patente lo poco acertado de abogar por la retirada de la obra en sí, sino muy por el contrario en el hecho fehaciente que se ha dejado desprender de todo esta polémica: qué el arte no sabe quién es, que no reconoce su cara en el espejo. Porque, ¿qué tipo de mierda de defensa del arte es esa?, ¿Habermas resucitado?, ¿el proyecto inconcluso de la Modernidad que el arte –cuando le viene bien– reactualiza para –también cuando le viene bien– continuar en su torre de marfil?
 En mi humilde entender, el arte debería de haber transigido con la retirada. Solo retirándolo hubiese llevado a cabo de una forma radical lo que es su destino: hubiese desvelado que, efectivamente, el arte no vale para nada, que no tiene lugar en este mundo aséptico de los juegos bienintencionados de la democracia representativa. Retirándolo, el arte hubiese dicho –y muy bien dicho– que si todavía se le permite su existencia en este mundo hipertecnificado, hiperburocratizado e hiperfragmentado es porque –todos lo sabemos pero callamos como zorros– no vale para nada.
Retirándolo, el arte hubiese clamado en el desierto de su “no ser de este mundo”. Retirándolo, el arte hubiese claudicado ante ese apaño que la racionalidad ilustrada le asignó como trampa, válida durante un par de siglos pero que ahora ya parece un lugar asqueante y sin ventilación. Retirándolo, el arte hubiese roto –quizá solo durante un instante, pero lo hubiese hecho– con las reglas del juego estipuladas con anterioridad y que lo destinan a la inanición. Retirándolo, el arte quizá no hubiese dicho lo que es, pero sí hubiese dicho lo que no es: y el arte, por dignidad para consigo mismo, no es democrático. Ni lo es ni puede serlo. 
Claro está que no siendo democrático, pocas cosas le quedan por ser en este profiláctico mundo: para empezar se le acabaría el chollo de la autoreferencialidad, el aura magnética de saberse un emplazamiento institucionalizado para que el juego social coja altura. Sin ser democrático, el arte no podría contentarse con atrofias como la “teoría institucional” de Dickie o como la “transformación del lugar común” de Danto. Sin ser democrático el arte debería enfrentarse a todos sus miedos: el arte debería enfrentarse al hecho de que no se atreve a coger profundidad comunal, a dejarse llevar –pero de verdad– por la finalidad sin fin de Kant, por su “esto es bello” porque lo digo yo como sujeto autónomo que soy, por el “esto es arte” porque yo formo parte de la comunidad y lo digo de Thierry de Duve.
El error del arte, pensamos, es confundir la “comunidad de los iguales” con la “comunidad de la democracia” en la que está insertada y de la que no puede desasirse si no es con el riego de desaparecer del mapa al instante siguiente. Y esa es la trampa ideológica en la que cae y gracias a la cual sigue vivo. Porque, en definitiva, retirar la obra –así, de buenas a primeras, sin carta ni rueda de prensa alguna, retirarla sin previo aviso– sería decir, sobre todo a sí mismo, que el lugar del arte no es un museo, que lo suyo no es la simulación del proferir un juego de lenguaje más, una tirada democrática más. Retirándola, el arte al menos mostraría que lo suyo no es fingir un disenso que no le importa a nadie salvo a aquel que, todavía hoy, cree en algo tan cochambroso como la cultura y visita museos con una buena voluntad digna de encomio: retirándola el arte hubiese mostrado que lo suyo es generar efectivo disenso, crear alteridades disensuales con capacidad de absorción social.   
En este sentido, las protestas de los católicos extremistas y fundamentalistas no revierte sino en ver todas las vergüenzas al sistema-arte: es solo elevando la voz de algunos como el arte coge fuerzas para merodear todavía los senderos de una muerte aplazada. Es solo en ese protestar donde el arte sale a la palestra para hacer lo que mejor se le ha dado: apelar a la bien sabida libertad de expresión, a la democracia incluso para sentirse vivo (simularse vivo) y con aun algo que decir. Porque, al arte, amigos, le da igual ocho que ochenta: le da igual llevar un lustro zurrando al sistema consensual socio-político llamado democracia, referirse a él como el sustrato social que aniquila de raíz todo disenso, que –cuando le place– sacar la democracia a escena y decir que, mucho ojo, que él, el arte, es la conjunción casi astral donde lo democrático acontece.
En definitiva, la performance de las cerillas revela el secreto oculto de la sociedad: que no hay sociedad alguna a la que poder referir nada. Es decir, que todo no es sino un gran simulacro: el arte simula que aún tiene capacidad de generar disenso; el católico extremista simula que se ofende con una chorrada que si algo tiene de revulsivo es del sentimiento de vergüenza ajena que es capaz de generar; el museo (perdón, Museo) simula que aún es el garante de algo más que un horrendo olor a naftalina. ¡Ah! Y por supuesto, todos nosotros –o vosotros, o ellos, o quien quiera que sea– simula saberse en el lado de los buenos, de los que han cogido al toro por los cuernos y se atreven a decir las cosas como son: o que es inaceptable que alguien no entienda el ámbito de exclusividad sobre el que se cimienta el arte, o –lo mismo da– que es inaceptable que alguien, basándose precisamente en tal supuesto requisito, atente contra las íntimas creencias de algunos.     
Borja-Villel en su editorial del número 5 de CARTA decía cosas como estas: “la disyuntiva ya no consiste en saber si una cosa es arte, sino en dilucidar qué aspectos de nuestro entorno no lo son”. Retirando la famoso caja de cerillas, el arte hubiese hecho evidente que lo suyo no es un saberse arte debido a su emplazamiento institucional, programático, jerárquico: retirándolo le hubiese dado la razón a los otros pero justo para reafirmar que, aún como imposibilidad, lo suyo es inmiscuirse en el entorno, devenir no-arte. Es decir, quemarse como 'obra de arte' dentro de la plaza pública.
Como no ha retirado la obra, como se empeña en seguir el juego de los intereses creados de la democracia consensual, si fuésemos Julio Iglesias, al arte solo podríamos decirle una cosa: “estás herido de muerte…y lo sabes”.

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