María Platero, Los múltiples |
EL BARCO DE TESEO
SALA AMADÍS: 05/03/15-01/05/15
Desde que la impronta
cartesiana se hiciese notar, la verdad es que el “yo” ha pasado a ser desde lugar
para la emancipación colectiva hasta campo de batalla donde los poderes
tectónicos del capital tienen campo abonado para ejercer su hegemonía.
Pero, como acontecimiento
en el núcleo de semejante antagonismo, ese “yo”, instancia donde el saber
despliega su propio poder, no es sino el espejismo desde donde la identidad
ejerce su dominio. Y es que la brecha es sellada solo aparentemente: ese “yo”,
capado en su vis relacional, solo puede comprenderse como imagen en el espejo que
más nos guste. Así, o racionalismo o idealismo, ambas son lógicas regulativas
que simulan sellar la brecha, entre el yo teórico y el práctico, entre el en sí
y el para sí.
Ya sea como pantalla,
dispositivo o tecnología, el “yo” es siempre una inscripción espectral llamada
a llenar el vacío, a escapar al solipsismo como destino más que probable, a
realizar el salto imposible de concebir entre el saber y lo sabido, la teoría y
la práctica, el significado y el significante. En definitiva, si hay un concepto
operacional desde donde cierta ideología ha encontrado semillero de adoctrinamiento,
ese es el “yo”: un “yo” como máquina escópica, como núcleo de un ocular-centrismo
que deglute parcelas de realidad a través de una mirada que, en su traer a la
presencia, construye realidades bien precisas y calculadas.
De esta manera, se
comprende que el arte contemporáneo, ocupado y preocupado en las cosas de la
política, tenga con semejante concepto campo abonado donde trabajar a sus
anchas. El “yo”, como pantalla ideológica donde el sujeto se reconoce como sí mismo,
como lugar propio de las lógicas de poder implícitas en el reparto de
sensibilidades con el que opera la ideología de turno, se descubre como
material estético de primer orden.
Solimán López, Identidad |
Nerea Ubieto, comisaria de la exposición, se hace eco de
la paradoja de Teseo para dar cuenta de este “yo” que es solo un conglomerado
cuasi artesanal, una adición de estrategias llamadas a silenciar el síntoma,
ese tic que, sospechamos, señala que nada es como parece. Porque, y en
definitiva, ¿dónde el “yo”?, ¿qué es?, ¿cuánto de profundo hurgar hasta
toparnos, en caso de que lo hubiere, con el origen?, ¿no será acaso una
latencia, una vis, uno voluntad de existencia
y de extasiarse?
Y la paradoja es
sumamente acertada. Porque lo mismo que del barco, en el remplazar piezas a lo largo
de los siglos, bien puede decirse que aunque esté ahí presente, nada queda de él, ¿qué queda de nuestro “yo” si todo
son ya remiendos ideológicos, suma de tecnologías con las que ampliar nuestro
dominio?, ¿no será que, como en el barco, ahora que cada vez con mayor
seguridad acentuamos nuestra radical individualidad en un “yo” que es pura
diferencia, no es cuando menos queda de nosotros?,
Porque, ¿hasta qué
punto no somos sino respuestas a una pegunta ideológica que, cual superyó, nos
obliga a tomar como nuestras ciertas pautas, ciertos comportamientos, ciertas
personalidades? O, por el contrario, ¿tenemos la posibilidad de metamorfosear
nuestra identidad de modo que seamos instancias de oposición y resistencia?
Olalla Gómez, Segundo ciclo, |
De estas premisas,
como digo muy bien tejidas, la exposición se despliega según tres direcciones
temáticas: piezas de un mismo barco, el barco original y construyendo un nuevo barco. La primera remite a las capas,
huellas, recuerdos etc, que nos van conformando; la segunda a las conductas que
separan la persona del personaje, aquellos adiciones llamadas a adecuarnos a la
norma imperante; la tercera a la necesidad de crear nuevas identidades, a la
facilidad cibernética que tenemos para ello, para crearnos un identidad acorde
a las circunstancias.
De estos tres viajes
iniciáticos, el que sin duda más nos ha interesado es el tercero. Porque, si hemos
referido el “yo” como campo de batalla, ¿qué identidades, qué modos de
producción son ejercicios disruptivos y cuales otros no son sino rémoras que, con
toda la inocencia del mundo, simulan una reelaboración para, ni más ni menos,
acertar en aquello que el poder desea? Porque, por muy camaleónicos que nos
volvamos, lo cierto es que, mejorando el microrelato de Monterrosa, el capital ya
estaba ahí.
Es decir: teniendo
claro que el que nuestra identidad fluya a tanta velocidad como el capital no
tiene que ser algo bueno por sí mismo, ¿qué fluídicas, qué estrategias convienen
para hacer del “yo” un emplazamiento de resistencia?
Rancière, por citar uno de los teóricos que en la
última década más ha reflexionado sobre esta dificultad, remite a la identidad imposible como lugar donde la
subjetividad es capaz de sortear el poder ideológico. Esta identidad toma forma
según tres determinaciones de la
alteridad: en primer lugar, nunca es la simple afirmación de una identidad
sino más bien la negación de una identidad impuesta por el otro; en segundo lugar,
es una demostración y, como tal, siempre supone otro a la que dirigirse; y en
tercer lugar, la lógica de la subjetivización siempre admite una identificación
imposible, una identificación que no puede encarnarse en aquellos o aquellas
que la enuncian.
Javier Chozas, Autoretrato |
Si, por ejemplo, Pachi Santiago (Copying Claudia) en un divertidísimo vídeo que aúna lo cómico con
lo irónico –¿hay forma de segirle los pasos a esa Claudia tan irreal como
deseada?– y Dalila Virgolini (Mis fotos de perfil) señalan a los
dispositivos mediáticos como lugares de construcción de la identidad, piezas
más críticas como las de Javier Chozas (Autorretrato) y la de Olalla Gómez (Segundo ciclo) apuntan que la
reconstrucción disensual –la identidad imposible– no es tan sencilla como un
simple mutar las apariencias.
Javier Chozas propone lo que quizá sea la mejor pieza de la
exposición: un “lienzo” abstracto donde cada cuadrado es la inscripción de un
tweet enviado en tiempo real con la palabra “yo”, “mi”, “mío” o “conmigo”. La obra
se comprende como un rastreador libidinal que da forma a cada uno de los yoes
que forma el cibermundo, nuestra comunidad global. Verdadero mapeo de nuestra realidad
panconsensuada, los impulsos que aparecen y desaparecen en el “lienzo” quizá
testimonien de nuestra tétrica realidad: solo somos alguien en cuanto
respondemos afirmativamente a una ideología que nos invita a pulsar el
interruptor, a sabernos como mónadas alumbradas solo en cuanto que ejercemos la
violencia de un “yo” que se autoconoce como identidad.
¿No es el resultado,
cambiante y fluídico, del “lienzo” el rastro fugaz de la red de impulsos que el
Gran Otro nos ofrece como momentánea satisfacción?, ¿no es cada cuadrado la
pleitesía con que nos rendimos a esa Ideología que nos ofrece –aunque como
simulación perfecta- lo que más deseamos, el conocernos a nosotros mismos? La obra
se concibe como un gran oráculo de Delfos donde el “conócete a ti mismo” adquiere,
quizá por primera vez en la historia, una respuesta tan verdadera como
espectral: somos el obediente fogonazo con que damos satisfacción al Otro,
somos la identidad con la que el Otro se alimenta.
Juan Zamora, Shadow hands (a bird) |
Si el arte
contemporáneo en general, y esta exposición en particular, tienen en el reino
del “yo” un campo de reflexión inmenso es porque el arte es capaz de abrir la
brecha entre el yo que creemos ser y el que somos, insertarse dentro y echar
una ojeada tanto en una como en otra dirección. Así, lo que logra ver el arte,
lo que se logra ver en el conjunto de esta exposición, es como los tiempos no están
sincronizados, como nuestras creencias son aparentes, mediadas por una distancia
donde la memoria, la proyección, los deseos, las imágenes que nos han golpeado,
nos juegan una mala pasada haciéndonos creer que somos identidades.
En este sentido, la
pequeñísima pieza de Juan Zamora se
resuelve, como siempre en su obra, como sintomática: es ese ínterin, ese lapso
que media entre el yo real estático y
el yo aparente que se desplaza, donde
el sujeto tiene que hacer lo posible –y, sobre todo, lo imposible– por hacer emerger
una conciencia, un sustrato, un algo
al que agarrarse.
Pero por mucho que lo
intentemos, por mucho que sustituyamos unas piezas por otras, nunca hay cierre:
nunca hay destino alguno, nunca hay lugar al que llegar, nunca hay yo….
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