JOSE DÁVILA: ACTOS TECTÓNICOS DE
DUDA Y DESEO
GALERÍA TRAVESÍA 4: 27/02/15-30/04/15
(artículo original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=456)
(artículo original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=456)
Recién galardonado en la última edición de ARCO con el Premio
Hoteles NH Collection, y para celebrar los diez años
de trabajo de la galería Travesía 4 con el artista mexicano José Dávila (Guadalajara, 1974), se
expone en estos días lo último de su producción. Arquitecto de formación, el
interés de Dávila es situarse en la red de antagonismos que vertebran la
historia reciente del arte para proponer una lectura alternativa. Así, entre la
arquitectura y la escultura, entre lo que fueron los sueños utópico del
constructivismo y su confianza en la máquina, entre las diferentes corrientes
ajenas a su contexto (minimalismo) y el participar del legado del
neo-concretismo, Dávila desarrolla una lectura donde más que los éxitos lo que
se canta son los fracasos del pasado. Y es que solo desde ahí, desde la certeza
absoluta de que cada logro esconde su propia violencia, puede ser repensada la
labor estética.
Al principio de su libro “Esto
no es música”, José Luis Pardo alude
a Simon Rodia, inmigrante italiano
que empleó treinta y tres años en construir nueve torres cerca de Los Ángeles a
las que puso el nombre de Nuestro Pueblo.
Las torres, de las que destacan tres de ellas, están hechas de “una ingente
masa de acero, cemento, baldosas de cerámica, cascotes, conchas marinas,
cristales rotos y la más variada gama de materiales de hecho y de desecho” que
fue acumulando.
Si traemos esta cita a
colación es porque el conjunto de esculturas, junto con lo sintomático de su nombre,
son el anverso perfecto de ese constructivismo que tan atareado tuvo a buena
parte de las vanguardias a principios de siglo XX. Si las esculturas y/o
arquitecturas constructivistas señalan la utopía de un mundo emancipado
moviendo para ello grandes dosis de conceptualización, grandiosidad y novedad, Rodia, habiendo sufrido en sus carnes
la realidad de un mundo para el que nunca dejará de ser un inmigrante (un
nadie), sabe que la verdad está en otra parte: que la libertad no es más que un
fantasma y que toda intento de apresarla en discursos estético-políticos solo recalca
el fracaso de su propio intento.
Y esto precisamente, lo
mismo de que hizo Rodia a su manera,
es lo que vertebra el trabajo de José
Dávila: monumentalizar los resquicios por los que el sueño dorado se
fracturó en pedazos. Si el primero se pasó media vida acumulando desechos para
enarbolar la bandera de los que no son nadie, de los que no pueden referir su
esperanza a ninguno de esos monumentos con que las grandes ideas políticas y
estéticas ponían nombre –incluso fecha y hora– a la emancipación, el segundo
erige otras esculturas para, esta vez, reinterpretar las motivaciones, y sobre
todo las conclusiones, del primer modernismos y así comprender mejor quienes
somos.
José Dávila se
sitúa en el centro de los antagonismos para desplegar una obra que cabe
comprender de acertada reinterpretación. Sus monumentos
condensan varias tradiciones: no solo remiten a las primeras vanguardias y su
carácter constructivista, sino que Minimalismo y Povera, conjugado con el
neo-concretismo y la arquitectura emocional de Lygia
Clark, son sin duda pilares de su estrategia.
Como
punto axial, y ahí donde su formación como arquitecto sale a la palestra, es
aquel que vertebra nuestra modernidad: la paradoja de que los intentos de
utopía social llevados a cabo por las vanguardias depositasen en la máquina
(fuerza de producción hipereficiente) todos sus anhelos y deseos. Es esta
extraña afinidad, de la que el arte fue más que cómplice, la que Dávila rastrea y representa de varias
maneras.
Entre
ellas, la tensión y el equilibrio resultan catalizadores de primer orden. Tensión
que remite a un equilibrio inestable que, a su vez, atraviesa la materialidad
corpórea de la obra para referirse a la propia historia del arte. Y es que esta
historia, la del arte, si pivota sobre algún núcleo, éste sería, sin duda, el
de la interrelación de antagonismos que van diseminando una red de paradojas, un
conjunto de contradicciones sobre la que la propia historia del arte es tejida
y destejida.
Si
la arquitectura se alió con los deseos utópicos de emancipación, es su propia
materialidad, el efecto de gravedad, lo que en las piezas de Dávila hacen las veces de tensores
socio-políticos inmunes a todo cambio. El deseo vuela pero toda forma de
ponerlo en claro cae, nunca mejor dicho, por su propio peso.
En
este sentido, lo que parece vertebrar el trabajo de Dávila es el hecho de que la única representación megalómana hoy en
día posible es la que remite a un extraño equilibrio por el cual el punto de
máxima optimización es ahí donde parece que la catástrofe es inminente. De
hecho, muchos teóricos afirman que vivimos en la sociedad del riesgo: ahí donde
la relación entre probabilidad y consecuencias son totalmente
desproporcionales. Es decir, una probabilidad casi nula para unas consecuencias
devastadoras.
Sus piezas por lo
tanto pueden comprenderse más que como esculturas como monumentos: la
monumentalización de una espera, de un ya-sido que ha de apuntar al futuro. Por
muchos que hayan sido los desafueros, por muchas que hayan sido las
decepciones, habrá que seguir acogiendo la posibilidad de que, de una vez por
todas, ocurra lo imposible. Monumento, por tanto, a una desespera que, aun con
todo, debe acoger una esperanza. Así, aunque a punto de la eclosión, sus piezas
son profecías abiertas a la posibilidad de que, de una vez por todas, y aunque
sea de forma mínima, ocurra lo imposible. Sus piezas, en definitiva, están
hechas como nuestros sueños: de noble material de desecho, de los restos del
embalaje que pudimos salvar del naufragio.
En esta indecisa decisión
por la que no sabemos si las obras señalan a la catástrofe futura o si,
optimistamente, apuestan por, aun en extremis, salvar los muebles, lo que está claro es que la
destrucción no es sino un momento más en el proceso de construcción. La larga
sombra de Matta-Clark y el deseo de usar la arquitectura
como modelo para cortar puede
percibirse sin ninguna ambigüedad.
Y es que toda
arquitectura, en el sentido de crear nuevos emplazamientos para la
monumentalización, solo pueden pasar ya por el cortar, pulverizar, romper, etc.
Igual que Rimbaud trazó su alquimia
del verbo, la arquitectura ha de apostar por otra alquimia como motor del
desajuste, otra alquimia donde los materiales, una vez perdida su
funcionalidad, quedan como ejercicios poéticos de monumentalización.
Esta idea de corte
como estrategia de crear la duda ahí donde la historia parecía cerrada –de
alimentar el deseo ahí donde todo parecía gastado por la tropelía de la razón
moderna– remite a otra de las estrategias preferidas del artista mexicano: la
intervención en libros de historia del arte para, de la misma manera que en sus
“monumentos” –y más allá del gesto de invitar al espectador a rellenar los
huecos–, crear con los cortes y recortes una distorsión en la linealidad con la
que creemos opera la historia del arte. Entre la memoria colectiva y la
historia como producción hay una serie de imposiciones, de visibilidades, de
nombres dados, que conforman una idea de la historia del arte pero que, como
mucho, puede ser tan cierta como cualquier otra posible concatenación de
narraciones. En este caso la “víctima” es el libro La infancia del arte de H.G. Spearing, publicado en 1913 y cuyo tema es el progreso, tema de moda
en aquellos primeros años del siglo XX.
En definitiva, la
obra de José Dávila, sus monumentos
escultóricos, sus arquitecturas del riesgo, sus intervenciones en la historia
del arte, aglutinan toda una serie de antagonismos que, como en el caso de Rodia, son liberados para dejar a la
duda y al deseo (cómo señala el título de la exposición) avanzar sin límites.
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