lunes, 23 de marzo de 2015

JOSÉ DÁVILA: POÉTICA, DISFUNCIONALIDAD Y MONUMENTO



JOSE DÁVILA: ACTOS TECTÓNICOS DE DUDA Y DESEO
GALERÍA TRAVESÍA 4: 27/02/15-30/04/15
(artículo original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=456)

Recién galardonado en la última edición de ARCO con el Premio Hoteles NH Collection, y para celebrar los diez años de trabajo de la galería Travesía 4 con el artista mexicano José Dávila (Guadalajara, 1974), se expone en estos días lo último de su producción. Arquitecto de formación, el interés de Dávila es situarse en la red de antagonismos que vertebran la historia reciente del arte para proponer una lectura alternativa. Así, entre la arquitectura y la escultura, entre lo que fueron los sueños utópico del constructivismo y su confianza en la máquina, entre las diferentes corrientes ajenas a su contexto (minimalismo) y el participar del legado del neo-concretismo, Dávila desarrolla una lectura donde más que los éxitos lo que se canta son los fracasos del pasado. Y es que solo desde ahí, desde la certeza absoluta de que cada logro esconde su propia violencia, puede ser repensada la labor estética.

       Al principio de su libro “Esto no es música”, José Luis Pardo alude a Simon Rodia, inmigrante italiano que empleó treinta y tres años en construir nueve torres cerca de Los Ángeles a las que puso el nombre de Nuestro Pueblo. Las torres, de las que destacan tres de ellas, están hechas de “una ingente masa de acero, cemento, baldosas de cerámica, cascotes, conchas marinas, cristales rotos y la más variada gama de materiales de hecho y de desecho” que fue acumulando.
      Si traemos esta cita a colación es porque el conjunto de esculturas, junto con lo sintomático de su nombre, son el anverso perfecto de ese constructivismo que tan atareado tuvo a buena parte de las vanguardias a principios de siglo XX. Si las esculturas y/o arquitecturas constructivistas señalan la utopía de un mundo emancipado moviendo para ello grandes dosis de conceptualización, grandiosidad y novedad, Rodia, habiendo sufrido en sus carnes la realidad de un mundo para el que nunca dejará de ser un inmigrante (un nadie), sabe que la verdad está en otra parte: que la libertad no es más que un fantasma y que toda intento de apresarla en discursos estético-políticos solo recalca el fracaso de su propio intento.


        Y esto precisamente, lo mismo de que hizo Rodia a su manera, es lo que vertebra el trabajo de José Dávila: monumentalizar los resquicios por los que el sueño dorado se fracturó en pedazos. Si el primero se pasó media vida acumulando desechos para enarbolar la bandera de los que no son nadie, de los que no pueden referir su esperanza a ninguno de esos monumentos con que las grandes ideas políticas y estéticas ponían nombre –incluso fecha y hora– a la emancipación, el segundo erige otras esculturas para, esta vez, reinterpretar las motivaciones, y sobre todo las conclusiones, del primer modernismos y así comprender mejor quienes somos.
José Dávila se sitúa en el centro de los antagonismos para desplegar una obra que cabe comprender de acertada reinterpretación. Sus monumentos condensan varias tradiciones: no solo remiten a las primeras vanguardias y su carácter constructivista, sino que Minimalismo y Povera, conjugado con el neo-concretismo y la arquitectura emocional de Lygia Clark, son sin duda pilares de su estrategia.
Como punto axial, y ahí donde su formación como arquitecto sale a la palestra, es aquel que vertebra nuestra modernidad: la paradoja de que los intentos de utopía social llevados a cabo por las vanguardias depositasen en la máquina (fuerza de producción hipereficiente) todos sus anhelos y deseos. Es esta extraña afinidad, de la que el arte fue más que cómplice, la que Dávila rastrea y representa de varias maneras.
Entre ellas, la tensión y el equilibrio resultan catalizadores de primer orden. Tensión que remite a un equilibrio inestable que, a su vez, atraviesa la materialidad corpórea de la obra para referirse a la propia historia del arte. Y es que esta historia, la del arte, si pivota sobre algún núcleo, éste sería, sin duda, el de la interrelación de antagonismos que van diseminando una red de paradojas, un conjunto de contradicciones sobre la que la propia historia del arte es tejida y destejida.


Si la arquitectura se alió con los deseos utópicos de emancipación, es su propia materialidad, el efecto de gravedad, lo que en las piezas de Dávila hacen las veces de tensores socio-políticos inmunes a todo cambio. El deseo vuela pero toda forma de ponerlo en claro cae, nunca mejor dicho, por su propio peso.
En este sentido, lo que parece vertebrar el trabajo de Dávila es el hecho de que la única representación megalómana hoy en día posible es la que remite a un extraño equilibrio por el cual el punto de máxima optimización es ahí donde parece que la catástrofe es inminente. De hecho, muchos teóricos afirman que vivimos en la sociedad del riesgo: ahí donde la relación entre probabilidad y consecuencias son totalmente desproporcionales. Es decir, una probabilidad casi nula para unas consecuencias devastadoras.
Sus piezas por lo tanto pueden comprenderse más que como esculturas como monumentos: la monumentalización de una espera, de un ya-sido que ha de apuntar al futuro. Por muchos que hayan sido los desafueros, por muchas que hayan sido las decepciones, habrá que seguir acogiendo la posibilidad de que, de una vez por todas, ocurra lo imposible. Monumento, por tanto, a una desespera que, aun con todo, debe acoger una esperanza. Así, aunque a punto de la eclosión, sus piezas son profecías abiertas a la posibilidad de que, de una vez por todas, y aunque sea de forma mínima, ocurra lo imposible. Sus piezas, en definitiva, están hechas como nuestros sueños: de noble material de desecho, de los restos del embalaje que pudimos salvar del naufragio.
En esta indecisa decisión por la que no sabemos si las obras señalan a la catástrofe futura o si, optimistamente, apuestan por, aun en extremis, salvar los muebles, lo que está claro es que la destrucción no es sino un momento más en el proceso de construcción. La larga sombra de Matta-Clark y el deseo de usar la arquitectura como modelo para cortar puede percibirse sin ninguna ambigüedad.
Y es que toda arquitectura, en el sentido de crear nuevos emplazamientos para la monumentalización, solo pueden pasar ya por el cortar, pulverizar, romper, etc. Igual que Rimbaud trazó su alquimia del verbo, la arquitectura ha de apostar por otra alquimia como motor del desajuste, otra alquimia donde los materiales, una vez perdida su funcionalidad, quedan como ejercicios poéticos de monumentalización.


Esta idea de corte como estrategia de crear la duda ahí donde la historia parecía cerrada –de alimentar el deseo ahí donde todo parecía gastado por la tropelía de la razón moderna– remite a otra de las estrategias preferidas del artista mexicano: la intervención en libros de historia del arte para, de la misma manera que en sus “monumentos” –y más allá del gesto de invitar al espectador a rellenar los huecos–, crear con los cortes y recortes una distorsión en la linealidad con la que creemos opera la historia del arte. Entre la memoria colectiva y la historia como producción hay una serie de imposiciones, de visibilidades, de nombres dados, que conforman una idea de la historia del arte pero que, como mucho, puede ser tan cierta como cualquier otra posible concatenación de narraciones. En este caso la “víctima” es el libro La infancia del arte de H.G. Spearing, publicado en 1913 y cuyo tema es el progreso, tema de moda en aquellos primeros años del siglo XX.
En definitiva, la obra de José Dávila, sus monumentos escultóricos, sus arquitecturas del riesgo, sus intervenciones en la historia del arte, aglutinan toda una serie de antagonismos que, como en el caso de Rodia, son liberados para dejar a la duda y al deseo (cómo señala el título de la exposición) avanzar sin límites.

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