Hace unos días, un multimillonario chino compró un cuadro de Modigliani por 170 millones de dólares convirtiéndolo en el segundo cuadro más caro de la historia. ¿Indignación, el arte ha terminado por cumplir su destino y no queda ya nada de él? Aquí diseccionamos desde una crítica dialéctica que sentido tiene está lógica.
El círculo, una vez más, se ha
cerrado. La lógica transaccional que, con hilos nauseabundos, mueve el mundo ha
incrementado su poder dromótico dejando a las claras que si hay esperanza, ésta
no es para nosotros. Pero a esta nueva eclosión del sin sentido, se le une en esta ocasión unas características muy
peculiares que sin duda hay que destacar. Saber donde hemos llegado nos valdrá,
en un futuro no muy lejano, para, al menos, no llevarnos las manos a la cabeza
de desesperación (aunque, también es verdad, un culpabilizador “ya te lo dije”
tampoco nos servirá de mucho),
Venido de un país comunista, taxista y
vendedor de bolsos en su juventud y primera madurez, Liu Yigian aprovechó la ocasión de la apertura capitalista del país
para amasar como bróker de bolsa una fortuna que ahora se encarga de
“dilapidar” comprando obras de arte para, como él mismo dice, aprender de arte:
“coleccionar arte es parte de un proceso de aprendizaje sobre el arte”, comenta
el exitoso bróker.
Si bien coleccionar arte es una de las
pasiones más sanas que hay, si la propiedad privada –y aquí seguro que muchos
se rascan– es el fundamento de todo derecho y libertad y si, en última
instancia, cada cosa vale el precio que se le ha puesto, la operación desvela un
poder ideológico que, si no se usan las pertinentes coordenadas críticas
pasaría sin pena ni gloria.
Lo que escama aquí es que, una vez
este hombre ha demostrado (al menos así lo rubrican lo saneado de sus cuentas)
que posee el saber que te catapulta de inmediato al éxito, deja bien claro que
el saber realmente importante, aquel saber cuyo acceso merece esa millonada, es
el del arte. ¡Saber de arte, amigo, eso sí que merece cualquier precio!
Es decir: miles de jovenzuelos
gastando la pasta de sus papis en Másters y carreras para saber de finanzas y
este hombre es la prueba del nueve del capitalismo en la era de su inversión
dialéctica: ese saber es tal que hasta un taxista puede obtenerlo. Lo jodido,
donde merece la pena volcarse, donde el multimillonario chino pone toda la
carne en el asador, es en saber de arte, justo ahí donde la sociedad sabe que
no hay más que camelos y fraudes.
La compra en la subasta del pasado día
deja patente que el saber es ahora radicalmente no-saber: no hace falta saber
de nada y, lo curioso, es que los sujetos ideológicos no lo saben. ¿Cómo se
puede no saber un no-saber? Paradoja fundacional de este capitalismo de última
generación, lo que sí que es cierto es que haciendo pie en la más insoluble de
las contradicciones –o, como quien dice, mostrando sus cartas sin miedo alguno–
el capitalismo ha logrado la más absoluta de sus victorias.
La paradoja es que cuanto más a la
vista deja el capitalismo su secreto fundacional, cuando más claro está que no
hay saber alguno que nos traspase del otro lado de la pantalla, más nos
enfangamos, más nos descornamos para dar con la clave, con el quid del asunto. Así,
nos hemos pasado los últimos años leyendo noticas donde se nos explicaba qué
era la prima de riesgo, las subprimes, la burbuja inmobiliaria... años mirando
sin pestañear la Gran Pantalla Única (el Mercado) creyendo que así nos
enterremos de algo, que llegaremos a saber alguno. Ante lo impotente de nuestra
situación ideológica, normal que las teorías de la conspiración (las de otro del
otro) se esté instalando entre nosotros cada vez con más fuerza.
En este escenario ideológico, el arte
tiene, contra lo que suele pensarse, un papel privilegiado. Pero este papel no
es aquel que amalgama la comunidad, que dota de herramientas críticas al
sujeto, que le educa o que le hace trascender a parajes desconocidos. No. El arte
es el ámbito donde solo aquel que se ha dejado llevar por ese no-saber y, como
era predecible, ha hecho fortuna, puede entrar. Los demás somos meros
espectadores, ratones de laboratorio que nos contentamos con decir aplaudir o
criticar. Ver a Liu Yigian bebiendo
te en una taza milenaria que se compró por 36 millones de dólares nos puede
mover a la indignación: pero lo cierto es que lo único que nos debería de decir
es que ya, definitivamente, no pintamos nada.
Es más: el precio pagado por el excéntrico
multimillonario va en la onda de ampliar esa grieta que separa a los que saben
que no hay nada que saber de aquellos que nos empeñamos a que aún hay algo que
saber. Decía Adorno que “los hombres
son reducidos a actores de un documental monstruo que no conoce espectadores
por tener hasta el último de ellos un papel en la pantalla”: lo ya de todo
punto siniestro es que nuestro papel de actores se circunscribe al pasivo
ejercicio de, acríticamente, consumir noticias con la angustia de, a cada instante,
llegar a saber algo con la promesa de llegar a ser alguien.
Puede pensarse que dejar al arte para
tan pocas cosas es minusvalorarlo o, simplemente, sacar tajada para nuestras
tesis. Pero nada más lejos de la realidad. De hecho siempre ha sido así: el
arte “llena” el espacio dejado por un no-saber sobre el que se funda la comunidad.
Si la única condición que ponía Platón
para entrar en su Academia era saber de geometría (lo que conlleva vérselas con el no-saber de los números irracionales
–¿cuál es la medida de la hipotenusa de un triángulo cuyo lado mide uno?–) y si
ser ciudadano era saber ese no-saber, ahora, de igual manera solo que
invertido, el saber está encima de la mesa –todo el mundo sabe que no hay nada que
saber– pero ser ciudadano (sujeto ideológico) es no terminar de saberlo.
El arte está ahí, mostrando esa falla
que separa a uno y otro y cuyo no-saber funda ahora una realidad espectral,
fantasmática y simulacionista. De vez en cuanto monta tinglados esperpénticos
como el del otro día para que sepamos donde estamos metidos: en un show de
Truman eterno donde, a pesar de que sabemos la verdad, no nos decidimos a tomar
al toro por los cuernos. En este sentido, el criticado multimillonario es aquí
el único héroe de la historia: aquel que decidió saber que no hay nada que
saber.
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