Dudando si retomar mi
labor blogera como crítico de arte –una labor callada y silente pero que
necesita grandes dosis de esfuerzo y concentración que, seamos claros, dudo si
volver a realizar– me he topado, como si los dioses oyesen mis diatribas
internas, con dos textos que me han puesto sobre la pista de qué es esto de
crítica de arte, en qué momento se encuentra y qué futuro se avecina.
La conclusión es que
la crítica de arte siempre ha sido otra cosa y que si existe y, sobre todo, si
tiene posibilidades de supervivencia es porque está ante otra redefinición para
escapar –volver a escapar– de lo que queda bajo su concepto. Es decir, la
crítica de arte ha de buscarse las mañas para ayudar al arte, y a sí misma, a
escapar de su concepto.
Uno de los textos a
los que me refiero, el de Joan M.
Minguet[1],
fue escrito en referencia a las sensaciones causadas al final del X Simposio
Internacional de Crítica de Arte organizado por al ACCA (Asociación Catalana de
Críticos de Arte, de la que el propio autor es presidente). Ahí Minguet
se hacía eco de dos hechos: uno, el primero, lo curioso que resultó no ya el
que ninguno de los participantes se presentase como crítico sino más aún que
intentasen separarse lo máximo de semejante ejercicio. Y dos, el hecho palpable
de que todos ellos, para Minguet, no eran otra cosa que críticos al
orientar su trabajo como un constante “estar interpretando”. Ya se sea cineasta
o bailarín, por el “simple” hecho de tomar la palabra y dotar de pensamiento a
aquello que se hace como arte no se está haciendo sino crítica de arte.
El que esta labor de interpretación
superase por elevación lo que común y clásicamente se entiende por crítica de
arte no supone otra cosa sino que quizá haya que buscarle, como dice el propio Minguet
al final del texto –y me atrevería a decir que un poco sarcásticamente– “otra designación más
(post)moderna”.
A su reflexión solo cabría añadirle
un matiz: el hecho de que, pensamos, la crítica de arte nunca haya sido eso que
hemos designado como “clásica y comúnmente” crítica de arte. La crítica de arte,
desde Diderot, ha sido justamente aquello que escapaba al
encasillamiento de su propio nombre; ha sido, en suma, un fugarse de sí mismo
para recorrer otros parajes donde traducción e interpretación han sido sus más
íntimos aliados. En este sentido, el crítico no debe de ser, nunca lo ha sido,
un simple salonnier.
De igual modo hoy, solo bajo condiciones bien precisas puede
decirse que se está haciendo crítica de arte. De este modo, decir que se es
crítico de arte no significa por sí mismo nada en absoluto: solo aquella forma
de arte preocupada por mantener la contemporaneidad del arte es digno de tal
nombre. Pero, claro está, la contemporaneidad del arte no arraiga únicamente en
el hoy: lo contemporáneo, como señaló Barthes,
“es lo intempestivo”. O, ahora con Agamben,
“es
verdaderamente contemporáneo aquel que no coincide perfectamente con él ni se
adecua a sus pretensiones y es por ello, en este sentido, inactual; pero,
justamente por esta razón, a través de este desvío y este anacronismo, él es
capaz, más que el resto, de percibir y aferrar su tiempo”.
Es decir: crítica de arte es la que
establece un diálogo con la obra de arte que le hace decir lo que tiene
callado, lo que no se atreve o no quiere decir. Crítica de arte es hacer dar al
arte un paso en el abismo, un paso cuando la propia obra de arte ha dicho ya su
última palabra. Si
Minguet considera que se trata de
“estar interpretando”, nosotros preferimos referirnos a lo mismo con otra
perífrasis: hacer hablar al arte.
Pero, claro está, para
hacer hablar al arte hay que evadirse de los lugares comunes y atreverse a
situarse en otras coordenadas. El arte ha enfatizado la mudez con la que carga
desde su acabamiento y, mientras (no) termina de morir, cada vez cuesta más
sacarle alguna palabra, algún monosílabo. Es desde este punto de vista que si
la crítica está llamada a hacer hablar al arte cuando éste ya no tiene nada que
decir, que la crítica esté, igual que el arte, redefiniéndose a cada paso; que
lo válido antes para una época bien concreta del arte en su historicidad no
valga ahora
De ahí que nadie ya
en su sano juicio se otorgue para sí el papel de apestado del arte: aquel que cuándo
el arte ya no tiene nada que decir se empeñe en estrujarle hasta que no le
quede otra que decir algo, lo que se sea con tal de salir del envite lo antes
posible.
En este sentido nos
llega, también como caído del cielo, un segundo texto: el de Miguel Á. Hernández Navarro[2]
publicado en Exit-Express: “La crítica de arte y la experiencia de la novela”.
En este texto el crítico señala lo que no es sino una constatación abalada por
su experiencia: mientras su acercamiento al arte en su vertiente de crítico es
fría y distante, cuando la hace como novelista –es decir, cuando no se
disecciona la experiencia estética sino que se narra y se ficcionaliza– siente
que se está más cerca de la obra de arte. Mientras en el primer caso se
desactiva a la obra –pues se la racionaliza de modo similar a como trabaja un
forense cirujano– en el segundo caso se logra meterse dentro de la obra,
“nadando en la experiencia”.
Como fácilmente puede
comprenderse, los dos textos señalan un mismo problema: es cuando uno deja de
llamarse crítica de arte, es más, cuando deja de hacer crítica de arte, cuando
más cerca de la crítica de arte se está, cuando más capacidad de análisis y
experiencia se adquiere, cuando el pensamiento encuentra más capacidad de fluir
y ascender.
En este último caso,
la situación es muy concreta: es en forma de novela, la ficción en su estado
más rotundo, cuando la crítica de arte adquiere mejores capacidades de
expresión y de mayor acercamiento a la experiencia estética. Si Hernández Navarro no aboga por un
abandono de la crítica de arte sí que ve la “necesidad de un cruce de caminos y
abogando por la creación de intersticios y espacios de contacto entre la
crítica y al narrativa”.
Si ya hemos señalado
las razones de porqué la crítica de arte es –siempre ha sido– un entremedias,
una labor fronteriza entre varios géneros, ¿porqué ahora la novela, porqué la
pura ficción? Es más, ¿no es paradójico que sea ahora, cuando al arte más se le
exige se entrometa en la realidad, cuando la labor crítica apueste por la
ficción pura y dura? Pues sí: es paradójico y, precisamente por ello, la novela
es el género literario que tiene actualmente la crítica de arte de camuflarse,
de fugarse: es decir, de ser.
La razón no es otra
que el momento actual del arte y, junto con ello, el estadio de la ideología en
que nos hayamos sumidos. Comprender ambos factores nos pueden dar una pista de
porqué es ahora el novelista quien, en esa labor de frontera, quien más
capacidad de hacer hablar al arte tiene. Y para comprenderlo, nada mejor que
una cita de Adorno: “el poder magnético que sobre los hombres ejercen las ideologías, aun
conociendo ya sus entresijos, se explica, más allá de toda psicología, por el
derrumbe objetivamente determinado de la evidencia lógica como tal. Se ha
llegado al punto en que la mentira suena como verdad y la verdad como mentira.
Cada declaración, cada noticia, cada pensamiento están preformados por lo
centros de la industria cultural”.
Es decir: en modo alguno se trata
ya de conocer ni de dar a conocer: debajo de toda formulación del saber fluye
silenciosa una disyunción lógica que corre a trocar los momentos de verdad y de
falsedad. Y, como colofón, la constatación de un hecho: es el arte, como ámbito
privilegiado dentro de la industria cultural, el encargado de hacer la cambiada
efectiva, de mutar la realidad en ficción y la ficción en realidad. La
consabida ideología estética –nombre en clave para el actual momento del
desarrollo objetivo de la ideología– no indica sino el protagonismo dado al
arte para hacer efectivo la imposición planearía de este tinglado: mutar la
realidad en ficción a través de una constante y progresiva disolución de lo
real.
De este modo, cuando
la realidad no silencia la vis ficcional que la anima sino que, sin sonrojo, la
pone encima de la mesa diciéndonos a todos el secreto que, aunque sabido,
simulábamos perfectamente su desconocimiento (que vivimos en un show de Truman
perfecto) entonces, decimos, la crítica de arte más capacitada será aquella que
asuma su rol en territorio enemigo: como pura ficción.
Dicho de otra manera:
si el arte ha terminado por insertarse como tecnología a favor de la
espectacularización de lo real y de la disolución de la realidad a manos del simulacro
espectral, una crítica de corte académico, racional y razonablemente realizada,
apegada a las metodologías hasta hace bien poco más en boga, diseccionando la
pieza como si ésta tuviese aún la capacidad de decirnos algo, es simplemente un
no ejercer la crítica sino repetir una cacofonía aberrante.
Situada la obra de
arte en una lógica dialéctica invertida y fantasmal, la crítica solo puede
situarse en su propio terreno para, solo desde ahí, autocomprendiéndose como
ficción –de ahí la capacidad de la novela– operar el doble gesto imposible de
hacer decir a la obra de arte aquello que no solo ésta trataba de callar sino
que incluso desconocía de sí misma.
Si la ideología
actual es capaz de depotenciar y reducir a mínimos a toda obra empeñada en
insertarse en lo real, la crítica de arte ayuda a la propia obra de arte a
recolocarse, a ficcionalizar incluso su discurso crítico y, situándose de tú a
tú con la capacidad disolutoria de la ideología, hacerle más difícil el reducir
al arte a puro silencio. Toda obra carga con un decirnos algo: que ese decir
sobrepase la lógica fantasmal del simulacro donde la realidad entera –y por
ende el arte– hace pie hace necesario una crítica que se salte a la torera las
barreras entre realidad y ficción y, sin miedo ni duda, se sitúe en las
cercanías de esta última.
En definitiva: la crítica
de arte tiene ahora mismo la misión de hacer decir a la obra de arte lo que ésta,
en su connivencia absoluta con la lógica del capital –pues el carácter de
mercancía de la obra es, se mire por donde se mire, y así debe de ser, absoluto–
lleva dentro pero que no logra decir porque, más que nada, es imposible.
Dentro de esta tesis
nuestra, la crítica será siempre un fracaso ya que el texto, la escritura
crítica, desde la ficción desde la que se autopropone, hará hablar al arte pero
también como discurso ficcional, como un tour
de force dialéctico cuyo éxito será el hacer palpable como el arte opera ya
desde lo fantasmático del simulacro ideológico que anima nuestra diluida realidad.
De ahí, ampliando lo ya dicho, que nadie quiera ser crítico de arte: que nadie quiera
ser, simple y llanamente, un fracasado.
Ahora bien, y para
concluir, si Minguet señalaba que “llamarse
o no llamarse crítico de arte no deja de ser un anacronismo”, reclamo –quizá también
con cierta sorna– la necesidad de que alguien cargue con semejante epíteto. Alguien,
al fin y al cabo, deberá ser tenido por crítico de arte; a alguien, al fin y al
cabo, tendrá que cargar con las culpas del fracaso del arte.
Muy buen blog, a mi parecer. Al ver qué tan metido estás en este mundo me gustaría hacerte una pregunta que nos hizo el otro día nuestro maestro de crítica del arte en la universidad: ¿En qué sentido puede la crítica de arte ser una forma de saber, aun sin poder constituirse como "ciencia"?
ResponderEliminarMe gustaría saber tu respuesta.
Un cordial saludo, espero tu respuesta.