En un momento de la
película, la sobrina de Pahali le
comenta que en el colegio les han mandado hacer un corto. Para ello hay una
serie de reglas bien precisas que la niña explica a su tío con el ánimo de que
se las explique porque no termina de entenderlas. Tales reglas no son sino las
de la censura y, por mucho que se las explique, la niña no termina de comprenderlo
bien. Y es que, ¿qué es eso de la realidad sórdida?, ¿qué es eso definido como
real real?, ¿qué es, en definitiva, el cine?
Si algo deja patente
y claro esta película es que el cine no es ningún juego de niños, que el arte
no es un algo que hacer las tardes del sábado. El cine, el arte, es algo
difícil de comprender y, pese a quizá no entenderlo nunca del todo, debemos al
menos intuir que en ello nos va la vida. Quizá podamos meter la cabeza bajo
tierra pero, pese a todo, está la realidad y, pese a todo, está también el
cine. ¿Cómo compaginar ambas? Eso es lo que de forma genial hace en esta
película Pahali.
I
Es bastante famoso el
comentario de Godard donde sentencia
que el pecado mor(t)al del cine es no haber sido testigo de lo que pasó en
Auschwitz. Una falta que, además, es doble: no haber realizado lo que se
suponía era su tarea (filmar el horror, filmar lo increíble de la atrocidad
humana) y, al mismo tiempo, el haber ya filmado –proféticamente, por ejemplo en
el doctor Caligari o en Mabuse– ese horror en las ficciones que nos proponía y
nos sigue proponiendo.
Desde una posición
antagónica a la de Adorno, Godard sostiene que el cine no es
culpable por hacer arte después de los campos de la muerte sino que, al
contrario, es culpable por no haberlos filmado siendo como es el arte del
presente.
Pero, ¿a qué se
refería concretamente el cineasta francés con esto?, ¿a qué alguien debería de
haber puesto una cámara a la entrada registrando el acontecimiento? Ciertamente
no. O por lo menos no solo a eso. Se refiere, pensamos, a una culpa más íntima que
atraviesa la totalidad de la historia del cine, una historia que, desde su
primer momento, no fue sino un traicionarse a sí mismo. El no haber acudido a
Auschwitz es el acontecimiento fundacional del cine, un acontecimiento con el
que desde su origen cargó el cine y que solo desde algo tan increíble y tan
imposible como Auschwitz pudo revelarse en su totalidad.
Estaba ahí,
agazapada, intuyéndose y latiendo en el desarrollo de su propia historia. Pero
solo el encontronazo con lo más real que lo real pudo sacarlo a la luz de una
vez y para siempre: el cine, su historia, es el ejercicio de un traicionarse a
sí mismo, una traición que no supone un simple no acudir a la cita sino que debe
comprenderse como que el cine, no cumpliendo su fin, es como mejor realiza su
destino.
Y si es el cine y no
cualquiera de las demás prácticas estéticas es porque el cine tiene una
posición privilegiada ya que en su traicionarse a sí mismo enfatiza la doble
posibilidad con que carga cada práctica artística. En este sentido, el cine es
la práctica artística más capacitada para encarnar las paradojas de
contaminación y no esencialidad del arte y que viene dada por el hecho de no
haber tenido nunca obligaciones muy pesadas respecto a destino alguno del arte.
Es decir: qué sea el
cine siempre queda referido, más claramente qué cualquier otra práctica
artística, a una ambivalencia, al quedar en el “entre” que une y separa, por
una parte, el puro entretenimiento que supone el ejercicio de la ficción y, por
otra, la posibilidad de (des)unir de manera novedosa el texto con la imagen, de
operar una lógica causal a los hechos que rompan con el encadenamiento
lógico-causal de la ya dado.
Efecto de esta
situación es que, por ejemplo, para Rancière
el cine tienen muchos nombres: es el nombre de un espacio material, un arte que
oscila entre la política de los autores y el puro entretenimiento, aparato
ideológico, presencia espectral, teoría del movimiento, una utopía, etc. El
cine es un entretenimiento tomado con sus sombras, una industria, un nombre, y
una idea del arte y también un conjunto de discursos y utopías. En definitiva,
el cine para Rancière “existe a
través de un juego de intervalos e impropiedades” que cuestionan el paradigma
modernista de la autonomía artística.
El cine es, dicho de
una vez, sumisión a la lógica política que habitamos o dislocación disruptiva y
disensual. Es la más conservadora de las artes o, en su polo apuesto, el
ejercicio más arriesgado y capaz de disrupción en la lógica política.
Es desde este punto
de vista que debe ser comprendido el comentario de Godard. El cine no estuvo en Auschwitz porque metafísicamente es
imposible. Pero esa imposibilidad no debe ser pensada como una incapacidad sino
como el potencial subversivo con que carga desde el comienzo y que, quizá solo
ahora, estamos descubriendo en toda su amplitud. No pudo estar en Auschwitz
porque, simplemente, el cine es siempre otra cosa. No es la generación de la
pura ficción ni es la pasividad absoluta del registro de lo real. El cine se mueve
en el entremedias de ambas
posibilidad y solo cuando es consciente de ese “entre” –es decir, cuando es
infiel tanto a un destino como a otro– es cuando da todo de sí.
En resumidas cuentas,
y ampliando quizá la cita de Godard,
el cine es culpable por no haber registrado lo real y haber producido imágenes
de las miserias humanas y, sin embargo y al mismo tiempo, es inocente –en una
inocencia por la que quizá es doblemente culpable– por haber reconstruido las
huellas de la ausencia, por haber enlazado pieza a pieza la maquinaria
burocrática del exterminio y los signos de un proceso de eliminación de un
pueblo. La condición paradójica del cine radica en no haber registrado durante
y en haber reconstruido la ausencia a posteriori.
A colación de esto
puede comprenderse que hay dos formas de malinterpretar las imágenes: hacerlas
iconos del horror, o no hacer de ellas más que un documento del horror. Ambas formas hacen presentable el horror, establecen
una mediación determinada basada en la representación que hacen que el
acontecimiento en sí quede desfundado en su imposibilidad.
Es desde esta situación
paradójica desde la que emerge la gran cuestión para el arte actual: no ya
tanto cómo representar lo irrepresentable sino simplemente cómo reconstruir,
cómo continuar si, se haga lo que se haga, no podemos dejar de eludir la
traición cometida por el cine; si se haga lo que se haga el cine –y el arte en
general– no puede situarse en el nivel cero del acontecimiento. Si Badiou ha afirmado que “el ‘hay’ del
acontecimiento, tomado en su azar, es justamente el sitio donde corresponde
circunscribir la esencia de la política” la pregunta para el arte y que el cine
está –por todo lo que acabamos de referir– en mejores condiciones que ninguna
otra práctica para contestar es la de cómo acercarse lo máximo a ese “hay” a
sabiendas que el máximo acercamiento no nos muestra lo que “hay”.
Una respuesta, la más
clásica y si se quiere también la más aplaudida, es la de Lanzmann en Shoah. El cine
se enfrenta con el horror en cuánto reconstrucción de una memoria donde no hay
ya nada que decir, dónde queda explicitado que no hay imagen capaz de mostrar
todo lo que sucedió. Otra respuesta es la dada por Godard en Histoire(s) du
cinéma donde el director se afana en hacer hablar a toda imagen (todo puede
ser representado, todo puede ser imaginado) pero solo reexaminando nuestra
cultura visual por completo.
En
el otro extremo cabría referir la posición de Didi-Huberman para quien, pese a todo, hay imágenes y la de Rithy Panh (director
de La imagen perdida) para quien,
también pese a todo, podemos crear la imagen en este caso no para que nos digan
lo que pasó sino para imaginar.
II
Es
en este último sentido que cabe comprenderse está genial de película de Jafar Panahi y, si se apura, la
filmografía completa de un autor que quizá no quede mucho para que sea
levantada –al igual que Caligari y Mabuse– como proféticos monumento a la barbarie.
Pese a todo, pese a la prohibición de hacer cine, pese a que en todo caso el
cine siempre es deudor de lo que serían son promesas, está la realidad, un
“hay” que te agarra de la solapa y no te suelta.
Es por esto que lo
interesante de esta película es que coloca al cine justo donde debería
situarse: a una distancia lo más arriesgada posible respecto de ese “hay”, de
ese acontecimiento, del que ya hemos señalado pende toda la paradoja
contradictoria del arte y del que el cine es ejemplo preclaro. Y si lo hace de
forma genial es porque ni se sitúa en el más acá de crear una ficción ni en el
más allá de querer asentarse en la pura realidad.
Pese a todo está la realidad, pese a todo está el cine, parece que nos quiere decir Panahi: conjugar ambas de manera
estética supone saber traicionar ambas en el momento preciso, saber que cine y
realidad se fusionan siempre en un punto del infinito, en una divergencia
máxima donde lo que se nos da ver es el resultado de un fracaso que, contra todo
pronóstico, moldea esa realidad, siquiera un instante, a través de un ejercicio
de ficción bien preciso.
Mostrar
las cosas como son…eso no es cine; mostrar las cosas como no son…eso tampoco es
cine. Situarse en el mínimo intervalo que separa ambas posibilidades es el
destino de un arte, el cine, que pese a todo pocas veces lo ha hecho de forma
tan maravillosamente perfecta como en esta película.
Moldear la realidad,
hemos dicho. Y es que lo fundamental es que en este ejercicio de traición al
cine es el arte el que sale repotenciado. Filmar como se hace aquí supone, y
ahora de verdad, pulir las escamas a la realidad, peinarlas a contrapelo,
conseguir que los vestigios de la opresión, pese a que no se vean, estén ahí,
inmanentes a la pantalla.
Para llevar esto a
cabo Panahi se desenvuelve como un
perfecto conocedor no solo de lo que es el arte cinematográfico sino de lo que
son las imágenes. Y es que no cabe otra: para situarse a la distancia infinita
de donde al arte le gusta llevarte hay que ser un maestro. Hay que, sobre todo,
tomarse el cine muy en serio. Tan en serio que no es ni mucho menos, como ya
hemos señalado al principio, un juego de niños.
De los personajes que
pueblan la película –y el asiento del taxi– hay que destacar sin duda dos sobre
los que, además, puede diseccionarse a la perfección cuales son las diferencia
entre películas como esta y películas como las que suelen llenar nuestras salas
de cine, películas que se arriesgan –porque no les cabe otra– a situarse en ese
entremedias que hemos señalado o películas que zafiamente se sitúan del lado
del divertimento burdo o enfatizan, falsamente, la capacidad de denuncia y de mostrar
los esquejes de la opresión y la barbarie.
Uno de estos personajes
es la niña, la sobrina que nos advierte, en el diálogo con el tío, que el cine debe
de asumir riesgos si no quiere verse replegado en mero espectáculo narrativo. El
otro personaje es el vendedor pirata de películas de cine cuya presencia
también alerta del riesgo vital, su esencia clandestina, que comporta el cine y
que no puede quedar, nunca, reducido a mero divertimento de masas. El cine,
como en general el arte, o es un deporte de riesgo o no es nada.
Por último, una
escena, la última. Después de hacernos descubrir una realidad como palimpsesto,
como mise en abyme, como pliegue continuamente
replegado en escenas que no dejan de divergir en espiral, el director deja la
cámara fija y sale del taxi para ir a buscar a unas clientas que se han
olvidado el monedero. Ahí, con la rosa dedicada por la abogada Nasrin Sotoudeh a la gente del cine, la
cámara registra lo que de verdad sucede, sin interferencias. Son unos instantes
conmovedores, la vibración de la Vida latiendo, impregnando la pantalla.
Y lo que sucede es
que roban la cámara, la rompen. Se hace el silencio, el negro lo llena todo. No
hay posibilidad de escape ni solución alternativa. Sí: si bien hacer películas
para contar historias bajo el régimen representacional y la lógica causal de
las acciones es de todo punto inane e innecesaria, por otra parte grabar en
vilo a la realidad, sostenerla sin filtro alguno, es una estrategia igualmente
incapaz de mostrar nada más que acontecimientos en bruto.
Escapar de esta
dicotomía, de este antagonismo que vertebra a toda práctica artística, solo
puede hacerse si se arriesga lo que arriesga Pahali, si se está, a cada instante, al borde del fracaso, de
perderlo todo.
En conclusión, no es
el cine el que ha perdido la capacidad de rastrear la realidad. Muy por el
contrario son las cobardes estrategias seguidas la mayoría de las veces las que
tratan al cine como si fuese un juguete para niños, un divertimento infantil. El
cine continúa fiel a sí mismo, es decir, puntualmente infiel a lo que es su
destino. Es más, el cine apenas ha comenzado a caminar.
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