Entre los fenómenos
cuasi paranormales a través de los cuales es preclaro comprender que la
nihilidad occidental está a punto de entrar en barrena sin otro horizonte más
allá que hasta donde llegue la nariz de cada cual, es lo que sucede cada vez
que la libertad de expresión entra en escena. Agujereada por una realidad que
le ha ganado la mano a los valores ilustrados desde los que se entiende nuestra
civilización, la libertad se las ve y se las desea para jugar en todos los
campos, sellar la fuga y conseguir que la catástrofe no sea, por lo menos,
inminente.
No tengo interés en
sentenciar, pero lo sucedido con la bandera francesa en el FB es para tirarse
por los suelos de risa si no escondiese en su interior una tragedia de aúpa. Se
piense lo que se piense, se crea lo que se crea, la tal libertad de expresión
no puede servir para señalar al otro como pirado anarquista o de panfletario
meapilas.
Primero la ponemos porque somos solidarios,
luego la quitamos porque evidencia nuestra falta de solidaridad con los otros –los
de más allá, el otro del otro que diría Derrida–,
luego la volvemos a poner al darnos cuenta de que no es para tanto y,
definitivamente, optamos por quitarla al descubrir que no es sino una
estrategia de control del señor Zuckerberg
–verdadero jefe de todo este tinglado– para conocer mejor el perfil de sus
usuarios. ¡¡Y luego hay quien se sorprende de que no seamos más que cobayas de
laboratorio!!
Personalmente, entre
hacer de tal libertad un valor absoluto o medirlo siempre a una distancia donde
quede acogido el otro, me decanto más por lo segundo. Pero ni lo que yo piense
tiene ningún interés, ni hay tanta diferencia entre una posición y otra. Ambas,
se fundamentan –se deberían al menos de fundamentar– en una racionalidad que
emane de la propia comunidad disensual que vertebra. Sí, digo disensual porque
tanto una como otra forma de ejercer la libertad de expresión ha de desplazar
la frontera que separa a unos y otros ya que tal libertad emergería desde la
fractura simbólica –desde el significante cero– que vertebra la sociedad.
En todo caso, cual
sea esa racionalidad es, desde mi punto de vista, el lugar vacío desde el que
la ideología actual nos está –a todos– comiendo el terreno a velocidad de la
luz. Pero para ello, para hacer frente a esta deriva neurótica y esquizofrénica
(depende del nivel de adiestramiento ideológico en el que cada uno se
encuentre), está el saber, todas y cada una de las formas del saber: las ciencias
y las humanidades.
Llegados a este punto
no es que barramos para nuestro portal, pero estando como están de bien
considerados los estudios de humanidades desde la escuela, estando nuestras
sociedades absolutamente tecnificadas, normal que esa racionalidad quede
purgada por instancias pragmáticas y positivistas que se afanan en darnos como
ideología una esfera escópica donde, dejando a la altura del betún a la razón
absoluta hegeliana, todo lo real es visible y todo lo visible es real.
Pero vayamos a lo que
nos interesa: si se nos llena la boca a todos los que amamos el arte contemporáneo,
a todos nosotros que nos partimos la jeta explicando a conocidos y desconocidos
la valía incuestionable de este arte que en modo alguno es una tomadura de
pelo, afirmando que lo que genera es un tipo de saber bien preciso –saber estético
que es tan saber, aunque de otra clase, cómo el dos más dos son cuatro– la obra
de Abel Azcona hecha con hostias
consagradas y perteneciente a la exposición “Desenterrados” es lisa y
llanamente inaceptable.
Inaceptable, decimos
o, si queremos poner algún paño caliente por aquello del qué dirán –quien sabe
si yo también soy un reaccionario–, ostensiblemente fallida. E insisto, de
nuevo, no para mí, para lo que yo pueda pensar y que, teniendo el tiempo libre
necesario me afano en ponerlo en limpio: inaceptable para el propio arte que,
sin duda, es quien más suele perder en estas cosas.
Me explicaré yendo
directamente al núcleo duro: el arte no es nunca el ámbito privilegiado desde
donde decir al otro cuatro verdades bien dichas. El arte –el arte en este momento
concreto del desarrollo ideológico desde el que opera– es el ámbito
privilegiado desde donde mostrar como todas y cada una de las posiciones antagónicas
que, como hemos ya señalado, surgen desde el emplazamiento simbólico de
determinado significante cero, son deudoras de un determinado reposicionamiento
ideológico. Esa es la misión para un arte, un arte adjetivado de político, un
arte que hace pie en una autonomía que –ya sea ilustrada, moderna o modal– ha de
entenderse bien, un arte que, antes que nada y como axioma previo, debe saberse
él mismo cómo ideológico.
Un arte que le diga
al otro que es un vehemente radical desde un afuera ideológico desde donde el
artista opera como atribulado genio no es arte sino, según el calado del
improperio, una canallada. Y, lo mismo da que da lo mismo, si se operase la
jugada en sentido contrario. Aquí, o jugamos todos con las mismas cartas o el
arte puede degenerar en una serie de invenciones operando alrededor de los
pocos significantes cero que vertebran cada una de las sociedades, lanzándonos
los trastos y condenando al prójimo como agente perturbador. De hecho, una de
las misiones del artista contemporáneo es hacer emerger esos significantes que,
bajo el sello de una ideología omnicomprensiva, quedan silenciados por
mecánicas de adiestramiento altamente precisas. Ni Dios ni patria ni bandera
puede ser un buen o mal eslogan existencial pero lanzar la mierda hacia el otro
lado esperando que no salpique no creemos que sea, por decirlo finamente, la
mejor de las estrategias.
Por otra parte, que
un arte en estado cuasi vegetativo se agarre a semejantes clavos ardiendo no
forma parte sino de la propia dialéctica de su concepto: cuando apenas le queda
nada quizá lo suyo sea acelerar el proceso para que, cuanto antes, no quede más
que un bonito cadáver. Es más, hay que ser consciente que nuestras formas de
arte no son sino las exequias (interminables en cuanto que el nihilismo es, por
definición, insuperable) de un rito funerario de lo que algún día fue el arte.
Pero esto, sin duda, y
tratando de verlo con la máxima equidistancia, es de lo más curioso: porque
cuando la pamema espectacularizada es reconvertida en arte, ocurre que la mistificación
del artista llega a tales niveles que es capaz, por sí solo, de poner nombres a
las cosas como ufano demiurgo. Me refiero no ya a la victimización heroica del
artista que, en una adulteración adorniana, simula cargar con todas las culpas
del mundo, sino a eso de proferir como de perfomance a los rezos de los
creyentes reunidos en torno a la profanación. Y es que un problema es no llamar
a las cosas por su nombre: porque justo ahí, donde para cada uno de los campos
antagónicos hay significaciones diferentes, donde nos jugamos todo. Seguramente
que no se converja, peor el arte más que mostrar como los otros son unos
radicales o unos benditos, está llamado a mostrar como la divergencia, real y
efectiva en un primer momento, opera a nivel ideológico para forzar el
antagonismo.
Que una hostia
consagrada sea para unos un trozo de pan y para otros el mismísimo Cristo
sacramentado, que la Constitución sea para unos el fundamento de nuestras
libertades y para otros la perduración de la dictadura pero con otor nombre,
que haya gente de derechas y de izquierdas, etc, es un hecho incontestable.
Pero que el arte no opere en la fractura ideológica que separa unos de otros haciendo
emerger síntomas por los que se inferiría el sesgo ideológico de cada uno de
ellos, sino que se contente con dar carnaza al personal –mucha carnaza por lo
que parece– es, simplemente, arte basura.
Cierto que la lucha
empieza por el lenguaje pero, sin otro beneplácito que me da el saberme de
determinado lado antagónico, trazar la nomenclatura por mor únicamente de mi
percepción, no supone más que un gesto de impotente adulteración.
Síntoma, creo, de que
al menos algo de razón llevo es que si cuando los fieles se unen para orar el
artista saca tajada consignando como estético el efecto producido es que, a las
claras, todo le vale: si queman el museo le vale, si ponen una demanda judicial
le vale, si se juntan para rezar le vale. Lo único que –y ni aun así– no le
valdría sería lo imposible: que no hiciesen nada. En este sentido, quizá esta
obra no sea tan bárbara e inaugure la nueva senda para el arte: ahí donde ni la
medida –la distancia estética– está ya trazada ni esté tampoco abierta a una
disyunción impredecible. El arte que se inaugura es el del triunfo absoluto: un
arte que donde pone el ojo pone la bala, un arte que sopesados los efectos no
le tiemblan las canillas en proponer la causa. Así las cosas, el arte, ahora
que merodea adormecido en una institucionalización catatónica, opta por adulterar
su nombre y crearse las condiciones para su triunfo más absoluto.
En definitiva, e
hilando con el comienzo de este texto, si el arte debería mostrar la ideología
subyacente que dinamita antagónicamente la sociedad (es más, la ideología del
propio arte) la verdadera libertad de expresión –o al menos una libertad de
expresión acorde con esta sociedad plurifantasmática– no es la que nos pintan
los medios de comunicación simulando una falsa dicotomía entre quienes piensan
que tal libertad me da pie a decir lo que sea y quienes piensan que es preciso ir
poniendo mordazas.
No es ni esto ni lo
otro, no es tan poco un simple entremedias ni un aristotélico término medio: es
usar una racionalidad común para saber usar esa libertad de expresión con el
fin de o bien despejar las zonas de barata ideología o bien comprobar como
ambas están atravesadas de ideología. Que el arte desbarre de vez en cuando es
hasta normal, pero que sea tan concelebrado da pistas de que le cuesta asumir
su destino. Y es que ser un fracasado no le gusta a nadie.
Llegados al punto de
la historia en el que estamos, me parece de todo punto urgente sumar fuerzas
para construir esa racionalidad a la que me refiero, una racionalidad que haga
pie en una libertad de expresión y un arte comprendido como monumentalidad a
una sociedad por venir, una sociedad tal que cuando Dios nos pregunte qué hemos
hecho con nuestro hermano, con el otro, con Abel, no le contestemos “¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?” sino que,
previamente, en vez de asesinarlo le hayamos acogido. La pregunta, en
definitiva, sería también esta: ¿cuándo dejaremos de comportarnos como Caín?
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