MIROSLAW BALKA: TRANSIT
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: 06/02/16-10/03/16
Traspasar el umbral: esa es la estrategia recurrente de un artista de la potencia de Miroslaw Balka (Varsovia, 1958). Pero lo suyo, su propuesta, no va en la onda de una experimentación meramente sensitiva sino que aúna en tal proceder un conjunto de resortes que aluden a la memoria y al trauma como existenciarios fundamentales desde los que proponer una fenomenología de nuestra existencia fracturada. Así entonces, la pregunta de Balka alude a cómo nuestra existencia se resuelve en la apertura a un acontecimiento original que, en la imposibilidad de ser asimilado o vivenciado en toda su potencia, se nos aparece en forma de trauma, de fantasma que más que exorcizar hay que acoger.
Su intento va por lo tanto –y a pesar de que en el 2014 expuso en la casa-museo de Freud– en la onda del esquizoanálisis de Deleuze y compañía: más que reinsertar el trauma en la biografía del sujeto, de dotarlo de explicación, lo que nos urge es convivir con él y, más aún, servirnos de él como trampolín desde donde proponer alternativas de resistencia a la totalidad de un sistema que nos dice que lo mejor es fluir lo más rápido posible, olvidar nuestros propios errores y plegarnos únicamente a una economía de los afectos que tiene diseñados ya para nosotros las experiencias más alucinantes y, por ende, satisfactorias.
El Holocausto, la historia moderna de su Polonia natal, son los acontecimientos que, en tanto que marcados a fuego en su biografía, más claramente están presentes en su obra. Pero no se trata de la dicotomía burda del olvidar sí u olvidar no: todos estamos dispuestos a olvidar ciertas cosas, todos estamos dispuesto a recordar ciertas cosas. De lo que se trata es de situarse en la misma veta que une y separa la memoria con el olvido y enfrentarse uno mismo como subjetividad nómada a ese desfondamiento donde la conciencia ha de agarrarse a algo para emerger como un “yo”. De lo que se trata, diría yo, es de responsabilizarse.
En esta su octava exposición en la galería Juana de Aizpuru, Balka, sin dejar de ser fiel a unos principios programáticos donde lo político es siempre estación final de trayecto, alude a la situación actual de una Europa, vieja y decrépita, que ve cómo es incapaz de –cómo decíamos antes– responsabilizarse ante un acontecimiento tan traumático como puede ser el encontronazo con el otro.
Formando una barrera tan real como imaginaria en el suelo de la galería, 178 felpudos de distintas casas de Cracovia invitan o prohíben al espectador pasar más allá. Atravesar, transitar, ser acogido: vocabulario todo este demasiado conocido para toda una ciudadanía, la europea, que asiste cariacontecido a su sepelio. Más aún cuando, conviene no olvidar, la comunidad cracoviana no hace mucho que fue diezmada por aquellos que, más que querer ser acogidos, impusieron la lógica de la aniquilación.
Y es que, si hablábamos al principio de atravesar un umbral, también ha de mencionarse a nociones como la de hospitalidad: porque esa conciencia que hemos señalado emerge asumiendo el trauma del desfondamiento ante lo excesivo de toda formación histórica –¿cuánta memoria estamos dispuestos a soportar?–, no se construye ni mucho menos en soledad sino más bien en cuanto miembro de una comunidad de sentido donde el otro es siempre visto como un extraño, alguien a quien repeler o acoger, alguien a quien definir como enemigo o con quien labrar una amistad.
Derrida, en una entrevista en el año 1997 decía lo siguiente: “no hay cultura ni vínculo social sin un principio de hospitalidad. Este ordena, hace incluso deseable una acogida sin reserva ni cálculo, una exposición sin límite al arribante”. Pero, claro está, continúa: “Ahora bien, una comunidad cultural o lingüística, una familia, una nación, no puede no poner en suspenso, al menos, incluso traicionar este principio de hospitalidad absoluta: para proteger un ‘en casa’, sin duda, garantizando lo propio y la propiedad contra la llegada ilimitada del otro; pero también para intentar hacer la acogida efectiva, determinada, concreta, para ponerla en funcionamiento. De ahí –concluye– las ‘condiciones’ que transforman el don en contrato, la apertura en pacto vigilado; de ahí los derechos y los deberes, las fronteras, los pasaportes y las puertas, de ahí las leyes sobre una inmigración, cuyos ‘flujos’, según se dice, hay que controlar”.
Si hemos querido trascribir el párrafo entero es sin duda porque ahí late la antinomia de toda comunidad y, más aún, de una comunidad como la nuestra sostenida –siquiera ideológicamente– sobre los muros de los derechos humanos: es ahí, en un “no saber qué hacer” donde el acto de ciudadanía del europeo se ve anulado por ese otro que llama a la puerta y pone en suspenso toda una lógica fantasmática de los derechos y libertades.
¿Qué medida proponer al otro si la medida que emana del principio de hospitalidad es la de la desmedida, la de no calcular ningún riesgo? Pero, ¿cómo no poner una medida si el propio acogimiento incalculable del otro conlleva la anulación de la propia comunidad que acoge? La antinomia sobrevuela toda la civilización occidental: está de manera preeminente en La Ilíada y en La Odisea, y está también en la cicuta de Sócrates, en La República de Platón, en el zoon politikón de Aristóteles y en la Antígona de Sófocles, por poner algún ejemplo. Toda comunidad nace ya desde siempre con una deuda: la de no poder dejar nunca de llevar el principio de hospitalidad hasta cierto punto, la de tener que renunciar al don que emana de toda hospitalidad y, como Odiseo con los furtivos huéspedes, tener que poner las cosas en su sitio.
Pero sobre todo está en Abraham: porque en él se hace obvio que la hospitalidad es simétrica, que solo acogiendo puede uno ser algún día acogido, que solo siendo hospitalario algún día alguien será hospitalario con uno mismo. Abraham acogió a los tres hombres que aparecieron de pie frente a él (Gn 18, 2) y por ello, por ser hospitalario, se le prometió el ser algún día hospedado en otra tierra. Sólo a quien acoge, a quien es hospitalario, se le puede decir “ven”.
Atravesando los felpudos que Balka dispone como gran umbral –y con ese gran espejo de vigilancia sobre uno mismo– no se puede dejar de pensar en todas estas cosas. Porque, y sin querer ser ni un ápice de demagogos, ¿qué puede el arte frente a imágenes como la del niño Aylan ahogado en la playa? Nada o todo: nada en términos de una realpolitik tan efectiva como siniestra; pero todo en relación a remontar la culpa, la que cada uno tiene con el otro, con un otro que puede ser cualquier otro, y, pisando esos felpudos hacer memoria: recordar que el acoger, el dar hospedaje, es un don que hace que toda lógica de la deuda, que toda economía del potlatch, quede suspendida.
De eso trata, en definitiva, esta pieza de Balka: de superar la ambivalencia idiota del “sí acoger” o “no acoger” y remontar la paradoja hasta ahí donde nuestra memoria y nuestra conciencia topen con su desfondamiento y percibir como no hay modo de responsabilizarse por el don que me ofrece un otro que se me acerca pidiendo hospitalidad.
El acontecimiento indisponible del acoger infinito y desmedido se dijo en hebreo rega y petah; en el griego de la teología paulina, kairós, y en el alemán heideggeriano, Ereignis. Pero todos ellos señalan a una misma propuesta: ser capaz de acoger lo que todavía uno no está preparado de acoger. Eso es pensar; y eso es también abrirse al acontecimiento en su fundamental imposibilidad.
En definitiva, atreverse a traspasar el umbral que nos propone Balka es experimentar cómo el ser hospitalario subvierte toda medida preadscrita y cómo lo único que podemos hacer es tener el valor de reconocer nuestra deuda –con el otro, con el vecino de Cracovia cuyo testimonio es necesario no olvidar; con el otro de otro, aquel que viene de fuera y por quien no podemos responder–, de reconocer esa deuda infinita sobre la que se eleva toda comunidad y, junto con ello, esperar, esperar a que el acontecimiento fundante de la acogida se dé alguna vez y para siempre.
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