Donald Trump acaba de tomar posesión y si en ciertas
cosas empieza sin duda lo peor, en otros ámbitos estamos ante lo mejor que nos
pudiera pasar. Y me refiero al arte, al arte contemporáneo. Se me dirá que peco
de atrevimiento o que, como poco, me explique. Pero como prueba un botón: no
estaba aún el nuevo presidente en su sillón cuando la polémica en torno a la
propuesta de Luis Camnitzer invitando
al propio Trump a mutar su muro
racistoide en una obra continuadora de la instalación Running Fence de Christo ha sacudido –levemente,
hemos de decir– el mundo del arte.
Aquello que hasta
hace cinco minutos parecía gozar con el beneplácito –como poco– de la duda, de
buenas a primeras se ha mostrado –se nos ha mostrado– como vacuo, carente de
capacidad regenerativa, de impulso crítico y displicente frente a un torbellino
político con capacidad para derribar los ya decrépitos asideros donde se
sustenta el sistema-mundo actual. ¿Una sábana colgada frente a la furia iracunda
de un acto xenófobo?, ¿estamos de broma?
Y esto, desde mi
punto de vista, es sumamente positivo para el mundo del arte. Entiéndaseme
bien: quizá que no sea positivo para nosotros –me incluyo y, queridos lectores,
les incluyo– que formamos parte del entramado cultural y artístico. Pero si
elongamos la mirada, si miramos más allá de nuestra diáfana y seguramente que
en muchos casos paupérrima realidad, el encumbramiento del trumpismo no puede
traer más que cosas positivas para el desarrollo del arte. Claro está que, amenazadas
las bondades emancipatorias que el arte presumiblemente viene a traer, se hace
difícil ver los supuestos beneficios que la barbarie de este hombre pudiera venir
a instaurar. Pero también es cierto que de no usar gafas de lejos el arte será
incapaz de superar los compadraos y merodeos en los que parece sumido.
La obra original de Christo |
Porque claro está que
ni mucho menos me estoy refiriendo a un momento positivo para el arte en el
sentido de entrada de ingentes cantidades de dólares y de una movilidad del
mercado del arte a partir del momento en el que un séquito de multimillonarios
toma el poder. Eso es incuestionable –incluso la hija mayor de Trump es coleccionista– pero en
absoluto interesante para lo que aquí se está discutiendo.
A lo que trato de refirme
es que será ahora cuando, dado el contexto enormemente contrario, el arte tiene
la oportunidad de hacer desbarrar todas sus estrategias, de hacerlas fracasar
más radicalmente y así –y esto es lo fundamental– comprender por una parte como
su sitio no puede ser más el de estar a la espera de que se cumpla la destinación
utópica con la que carga y, por otra parte, hacer más patente el impulso de
estetización y banalidad con el que viene remando en dirección idéntica a los
flujos de transacción capitalista.
El efecto Trump ha de
servir al arte como de fondo de contraste con el que enfrentar sus estrategias,
para ver mejor que antes las suturas y remiendos, para comprobar incluso que es
imposible desasirse de la especulación a que –lo más seguro– estos magnates
someterán el mercado. En otras palabras, el reinado Trump habrá de servir para
que el arte sepa que su sitio está más entre el no-arte que entre el arte, para
concluir que no hay ya esfera autónoma que le proteja y que si de verdad tiene
algo que decir ha de hacerlo sin florituras ni escudos protectores, para comprender
que su legitimidad no puede venir ya dada por las anquilosadas formas de
archivismo, crítica institucional o cómodas formas de arribismo político. El
reinado de Trump habrá de servir para empujar un poco más al arte hacia el
abismo desértico por el que se niega a transitar.
Por de pronto el mundo
artístico americano ha entrado a saco en este asunto tomando, como era de
esperar, la opción más facilona. Más que “beneficiarse” del encumbramiento de Trump al poder para entrar a debatir las
características de la esfera pública en la que se vertebra los Estados Unidos, más
que preocuparse de servir de sensor desde donde hacer visible los terremotos
que aunque hoy a escala ínfima podrán verse en toda su catastrófica sacudida
dentro de pocos años, más que todo esto, digo, el mundillo artístico opta por
ponerse farruco y enfurruñarse con la decisión que han tomado la mayoría del
pueblo americano. Para ayer día 20 –día de la toma de posesión de Trump– fue
convocada una huelga por la que museos, galerías, teatros, salas de concierto,
etc, están llamados al cierren. Ello ha supuesto, debería haber supuesto, según
los organizadores, “una invitación a que estas actividades contribuyan a
redefinir los espacios como lugares donde se pueden crear pensamientos,
visiones, sentimientos y actuaciones de resistencia”.
La razón, sin duda, para
tomar esta opción estriba en que el arte –sus agentes y estructuras– sabe de su
endeblez, de la debilidad de sus proposiciones ante el devenir mediático de la
realidad, de lo fugaz y nómada en que los dispositivos mediáticos reconvierten
cada toma de posición seria y crítica. El arte sabe que atreverse a tomarle el
pulso al devenir-Trump de la sociedad americana implicaría muchos desiertos que
recorrer, muchas estrategias que modificar, muchos abismos a los que acercarse.
Implicaría –reiteramos– dejarse de premisas idealistas, dejarse de saberse al
dedillo un destino del que reniega a cada instante para dejarse enseñorear por
las mecánicas del capital,
El arte sabe que su
potencial para incidir en un ámbito cultural en el que lo real es enteramente
producido por las mass media es nulo; sabe que el diagnóstico Adorno se quedó
muy corto: que el arte forma parte de esa entelequia ideológica desde donde la
cultura vehiculiza sensibilidades con el fin de formar y conformar
subjetividades. El arte sabe que la única salida que le queda es darse a ver,
ofrecerse, salir a la palestra: para eso sí les vale Trump. Pero eso no es más
que renegar una vez más del más alto destino para el que, en ocasiones como
esta, se le requiere. En este sentido, “lo terrible de la condición actual del
sistema del arte es, precisamente, –señala Brea–
que admite por igual toda posibilidad con tal de que ésta sea capaz de acceder
a superficie, a la vista, al teatro hiperexpuesto de las apariencias. Así,
acaba por arrojarlo todo al primer plano, al implacable y voraz imperio de la transparencia
comunicativa, en su obsceno exceso de voluntad de mostración, de puesta de todo
en un puro orden de visibilidad”.
Frente a todo este
arsenal de gestos a la grada, el arte debe de asumir bien claramente sus
prerrogativas: no es ámbito, el del arte, para voceros. El artista no es un
actor ni un cantante. El artista es un agente doble, un terrorista mediático:
si a la pobre de Meryl Streep se la
permite decir lo que todo el mundo piensa, el artista ha de esforzarse en
mostrar como lo que nadie dice es lo que la mayoría de los estadounidenses han pensado.
Dicho todo esto –de modo rápido pero creemos
que esclarecedor– apoyamos de todo punto el candor e inocencia de Luis Camnitzer. Ese gesto, en su propia
postulación y consiguiente inviabilidad, dice mucho más –al arte, a la sociedad,
al propio poder– que miles de huelgas, que andanadas a los medios, que cabreos
porque la gente vota lo que vota. Ese gesto, inverosímil, nos muestra el mundo
tal como es. ¿No es esa la misión del arte? Mostrar el mundo para, después,
atravesarlo.
Por
otra parte: acabamos de empezar. El mundo puede cambiar –para peor– en unos
pocos años. ¿Estará el arte a la altura de unas circunstancias? Es decir, ¿se
atreverá a negarse tres veces?
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