ESTHER PIZARRO: LIQUID MAPPING::CONNECTED TO…
GALERÍA
PONCE + ROBLES: hasta 28/01/17
Uno de los problemas
más acuciantes desde donde se levanta nuestra contemporaneidad es el de la creencia.
Creer o dejar de creer, ¿cómo diferenciarlos si la lógica invertida de la
ideología capitalista ha trocado los ámbitos de visibilidad y sospecha? Causa y
efecto, mutada su jerarquía ontología, fracturan toda intento de fundamentar
una praxis mínimamente razonable. Si según una crítica ideológica clásica bien
puede decirse que las prácticas sociales eran reales pero las creencias para
justificarlas son falsas –la verdad está escondida tras las estructuras
hegemónicas–, en esta inversión de la propia ideología lo que tenemos es que la
situación social es en sí mismo falsa ya que el propio ejercicio de creer, incapaz
de tomar forma en una verdad que no deja de fugarse, está viciado.
Por poner un ejemplo,
todos ya sabemos que como señaló el propio Baudrillard
“el poder no está más que para ocultar que ya no existe poder”. Pero eso no es
más que el inicio de la trama: el simulacro consensuado de hacer como si tal
cosa, como si no se supiese. Es decir: sabemos la verdad pero no podemos
ponerla en práctica. Si algo nos está vetado es creer o, paradójicamente,
no-creer. Para ello somos los primeros en producirnos según disciplinadas
formas de vigilancia y coacción. Todo con tal de no ver la verdad a la vista,
la carta encima de la mesa: el secreto de nuestra ideología.
En este estado
general de cosas, se habla, se comenta, se construyen dispositivos sociales,
pero siempre con una duda que corroe todo sistema: ¿cuánto de real es esto?,
¿no será una estrategia de la propia ideología para colonizar campos más bastos
de realidad y así diluirlos como azucarillo en el líquido de nuestra modernidad
(homenaje a Bauman)? Fortalecidos en
esta dificultad, hemos aprendido a trajinar con la ironía y el cinismo. Y es
que el primer efecto de este estado calamitoso en el que estamos es que no
sabemos distinguir –pues son ya indiscernibles– entre realidad y ficción. Las
apariencias, núcleo constitutivo de ambas, se redoblan indiscriminadamente y,
una vez más, y aunque sabemos la verdad, somos incapaces de creer en nada pues,
sea lo que sea que pensemos, la ideología ha llegado antes. En definitiva, lo
que sucede es que la paradoja donde se asienta nuestra (in)creencia toca el
fundamento mismo de la realidad: “ya no se trata de una falsa representación de
la realidad (ideología) sino de ocultar el hecho de que lo real ya no es real”.
Presos de esta
(in)creencia, nuestro mundo se resuelve en una dicotomía que, hasta ahora,
completa el espectro de lo posible. Zizek,
hablando de The Matrix la establece
de modo claro y contundente: o existe realidad más allá de nuestra realidad que
depende de Matrix, o todo lo que existe está generado por Matrix en una serie
infinita de realidades virtuales. Es decir, o hay realidad bajo las imágenes, o
no hay nada más que simulacros ad
infinitum. Y ahí estamos, con esta dicotomía tenemos que vérnoslas porque
no hay afuera ninguno desde donde poder poner remedio a esta situación.
En cualquier caso lo
importante es que, tomemos la alternativa que tomemos, todo nuestro esfuerzo se
basa en trajinar con un saber –el de la falsedad de una praxis social
sustentada en el imperio del simulacro– que al no poder ser puesto inocentemente
encima de la mesa –es decir, desideológicamente– se muestra inservible para construir
una representación del mundo y de la realidad lo más operativa posible. Y es
que, efecto concomitante de nuestra (in)creencia es la dificultad que tenemos
para modular una representación del mundo mínimamente válida.
Es desde esta doble
problemática, la de un mundo ahogado en la falsedad ideológica del simulacro y
la de la postulación de –a pesar de todo– una representación para ese mismo
mundo, desde donde podemos centrar las coordenadas –una por tanto más
filosófica que la otra más estética– en las que se mueve el nuevo trabajo de Esther Pizarro que puede verse en la Galería Ponce+Robles hasta finales de
este mes.
Profundizando un poco
más en el segundo de los factores, el tocante a las posibilidades de
representación, Pizarro concentra su
operativa en proponer otro modelo, no ya atento a las coordenadas eucledianas
de su construcción sino edificadas bajo la Teoría de la Complejidad de Edgar Morin, teoría que tiene en la
noción de “red” su principal asidero del cual se desprenden conceptos ya usados
por todos como interconectividad, dinamismo, fluctuación, descentralización,
no-linealidad, etc. Teniendo esto presente, la instalación que presenta puede y
debe ser concebida como una representación global del mundo atendiendo no ya a
parámetros extraídos de una cartografía clásica, sino a esta lógica de la complejidad
según la cual toda variable está relacionada con las demás, donde todo
conocimiento debe ser producido de manera
multidisciplinaria y multirreferenciada.
Desde estas premisas, puede entenderse la obra como un intento si no ya de
subvertir el régimen representacional, sí de hacerlo depender de una lógica
diferencial donde variables como tiempo y espacio quedan anuladas y fagocitadas
por la implementación del “tiempo mundial” del que hablaba Virilio y en el cual “la instantaneidad borra definitivamente la
realidad”. A tal fin ayuda, sin duda, la profunda reflexión escultórica que siempre
ha caracterizado a Esther Pizarro.
Sus obras, situadas en la interconexión que media entre escultura e
instalación, no quedan ahogadas en el impulso representacional ni anudadas en
los fastos de lo monumental-conmemorativo. En ellas no hay nada que narrar,
ningún acontecimiento que extraer y colocar sobre una peana en un mundo que
late en la fugacidad del tiempo-cero, del lapsus nanocrónico. Por el contrario,
sus instalaciones tratan de representar el núcleo relacional desde donde se
construye toda comunidad, a mapear los nódulos que bisagran el espacio de una
topología donde el sentido se condensa comunitariamente. En este caso, y como
de inmediato comprobaremos, el intento de este Liquid Mapping toca los
fundamentos ideológicos donde esta sociedad agonística de lo post se reconcentra.
Por su parte, en referencia a la pulsión ideológica que late y subyace en
toda toma de posición y en toda creencia, Esther
Pizarro tampoco escurre el bulto. Y es que, entre otras cosas y razones, no
puede. Ni ella ni nadie. La representación del mundo global que nos propone, la
imagen como imagen del mundo que construye, ¿no es también ideológica?
Ciertamente y por descontado. Pero eso –y aclararlo creo que está de más– no
resta un ápice a la potencia discursiva de su obra. En la fase del desarrollo histórico
del arte en la que estamos no se trata ya de mostrar salidas sino de constatar
la inviabilidad de cualquier esfera autónoma de sentido. Lo que hay que tener
claro, lo que el arte viene a mostrar, es que en la era de lo post el salir de
la cueva platónica no nos enfrenta con verdad de ningún tipo sino, más bien,
con el desierto de lo real. Y es que –y es ahí donde queda referido nuestra
congénita (in)creencia– salir del simulacro no es más que la escena fundamental
de la ideología.
A este respecto, y
haciendo pie en esa dicotomía que hemos señalado Zizek infiere como nuestra escena ideológica, la construcción de Pizarro alude –y aquí, desde luego,
entramos en el terreno de la interpretación particular– al pantanoso terreno de
la “conspiranoia”. Es tal nuestra incapacidad para modular un conocimiento
válido, es de tal envergadura el calado ideológico en el que se despliega todo
nuestro saber, que las dos escenas dicotómicas –una verdad bajo las apariencias
o una pluralidad de realidades virtuales– se han ido conjugando hasta ofrecer
la imagen total y perfecta, la esfericidad absoluta del mundo: la conspiración.
Es decir: no ya creer en un ‘otro’ sino, más necesario aún, creer en un Gran
Otro, un Otro del Otro que llene todas las carencias del primero. Es decir, si
no nos ha termina por convencer la idea de “otro”, de una realidad bajo las
apariencias, la fantasía con la que ahora nos dejamos seducir sin inconveniente
alguno es la de un Gran Otro: la existencia de un saber por encima de todo saber,
el saber de una mano negra que con oscuros proyectos delinea nuestros destinos,
de un poder en la sombra que mueve sus hilos con maestría.
En este sentido
muchos podrían señalar al Mercado: la Gran Pantalla, la Gran Mónada, ahí donde
toda subjetividad ha de estar mirando, ahí donde todas las miradas vienen a
converger, ahí donde toda relación es por derecho propio puramente imaginaria,
mediática; la “esfericidad” de la esfera ideológica, la “pantallicidad” del
devenir pantalla en la realidad, la “imagineidad” de lo imaginario en que se
reconvierte nuestra identidad. El Mercado, rigiéndose por una numerología y una
rumerología que exacerban el sesgo simulacionista en el que se basa, es la panacea
mediática donde, finalmente, cualquier cosa puede valer cualquier cosa, donde
el valor es pura voluntad de valer más, donde cada valoración solo desea más
poder, más valor. Así, el Mercado es el límite absoluto de la escena nihilista
que avanza, ahora ya sí, a intervalos mínimos, en fracciones especulativas
instantáneas. En el Mercado, de modo absoluto, el secreto implosiona: todos los
participantes saben que es pura especulación, que nada vale lo que dice valer.
Es decir, todos saben el secreto: pero justo por ello, el poder ideológico
funciona a un rendimiento nunca antes visto.
Pero aquí Esther Pizarro va un poco más allá: no
nos remite a la abstracción logarítmica y matemática de un Mercado donde el
mundo queda imbuido en su lógica espectral sino que nos enseña las tripas del
Gran Monstruo, del Gran Otro: el mapeado subacuático que reproduce a velocidad
límite cualquier mínima modulación en el campo de lo real y lo retrasmite ya en
tanto que hiperrealidad. Todo, como la sustancia en Spinoza, es producido y reproducido a través de estas sinapsis
cibernéticas. Este mapeado por una parte es diseccionado, reducido a datos e
información: cuantos cables de fibra óptica son construido cada año, cuantos
kilómetros, de dónde a dónde. Y por otra parte ha sido construido en la propia
galería de modo que todas esas redes y datos se visibilizan.
A través de hilos
electroluminiscentes, cada cable se asocia a un color según el año de su
construcción y al mismo tiempo es conectado a una pantalla donde quedan cuantificados
sus datos específicos. El resultado es el modelado estético-matemático del
mundo; cada haz lumínico que atraviesa la instalación es el latido de un quantum de información
atravesando el mundo a velocidad límite.
Si
una constante en el trabajo de Pizarro
ha sido la cuestión de la relación y el habitar, del mapa y la memoria, esta
instalación supone un radical punto de inflexión: en el mapa que diseña no hay lugar alguno
por descubrir, colonizar o habitar; no hay
ninguna reserva de espacio público; no
hay afuera extrínseco al mapa ni dato que merezca la pena ser recordado; no hay
ninguna razón para creer o dejar de creer. Más
aún, no hay pensamiento alguno que pueda emerger desde la nimia temporalidad de
una subjetividad que no sea ya el efecto de una tecnología. Ante esta pulsión
centrípeta y sin centro nodal determinado, ante la fugacidad de un lapsus de tiempo
que en el mismo instante que recorre el mundo lo está (re)construyendo, nada
cabe ser pensado; ante este mapa de la imagen del mundo solo cabe la
reactualización del sentimiento de lo sublime: la grandeza de una representación
que nos supera, que no deja sitio ni para nuestra razón teórica ni práctica y
que hace emerger en nosotros una contradicción mezcla de gozo y de dolor, de
pena y placer, una combinatoria emparentada desde el romanticismo con la
afección melancólica.
Porque, ¿qué somos,
nosotros los últimos hombres, sino grandes melancólicos? Subyugados por un
tiempo ya inmemorial, nos reconocemos fieles al papel secundario que hace
tiempo intuimos como el nuestro: el de nómadas y expatriados, exiliados dentro
de una tecnificada cartografía libidinal que, si bien es centro neurálgico de nuestra
construcción subjetiva, sabemos que para nada nos necesita. En definitiva, y
por último, volvemos al principio: lo sabemos todo –sabemos la verdad del
sistema-mundo– y justo por ello no podemos creer en nada. Solo fantasear con
alguna gran idea proporcionada por el Gran Otro como efecto rebote de lo
sublime que nos acongoja: esperar alguna gran catástrofe, esperar el que alguna
de estas pistas de la información falle. ¿No hemos sentido una secreta satisfacción
al saber que una gran plataforma se ha caído? Será el caos, el Accidente. Pero
ahí entonces seguro que podemos empezar a creer en algo por nosotros mismos.
Con
todo, este deseo catastrófico no es sino una más de las escenas ideológicas en
las que hayamos acomodo ante nuestra falta de recursos. Lo que es de capital
importancia, lo que sí que de veras supondrá un antes y un después, una idea
que queda incoada en este mapa tridimensional que construye Esther Pizarro, es que sí que tenemos un
as en la manga. Si esta cartografía subacuática alude a la unidad implícita en la
que todas las diferencias –políticas, sociales, religiosas, etc– por las que el
mundo se desangra son reconducidas, de lo que se trataría es de hacer operar
esta sistema-mundo desde la perspectiva no ya de una unidad en la diferencia
sino de un diferir en la diferencia. Eso sí que supondría una toma de posición
fuera de la dicotomía a la que estamos destinados, eso sí que supondría sortear
la necesidad ideológica de un Otro o un Gran Otro que simule dotar de
consistencia óntica a un mundo sumido en profundas diferencias Eso sí que
supondría una desideologización de todo el espacio, eso sí que supondría la
emergencia de un pensamiento capaz de asaltar cualquier creencia, incluso
aquella donde acampará nuestra verdadera emancipación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario