LOTHAR
BAUMGARTEN: EL BARCO SE HUNDE, EL HIELO
SE RESQUEBRAJA
MNCARS
(PALACIO DE CRISTAL): hasta 16/04/17
Hasta mediados de abril puede verse –escucharse en este
caso– la nueva instalación sonora de Lothar
Baumgarten (Reinsberg,
1944) en el Palacio de Cristal del Retiro
madrileño. Si el enclave es ya de por sí difícil –palacio de finales del XIX
totalmente acristalado, carne de turistas, columnas en el medio, amplias
bóvedas laterales– la “invisible” obra sonora del artista alemán sirve de
detonante para, lejos de entrar a valoraciones estéticas, plantear como, en un
mundo producido mediática y técnicamente, la única legitimidad artística es la
que emana de la propia inserción de la obra en los canales de percepción,
difusión y exhibición mediática. Eso daría –ha de dar– paso a otra concepción
del arte: ahí donde estamos desde que, como poco, Benjamin concretó sus tesis acerca de la pérdida del aura. Solo
falta que nos atrevamos a profundizar en ellas. Desde este punto de vista, esta
obra es “total” en tanto que muestra el fracaso y la reducción al silencio como
destino único de un arte comprendido aún desde los parámetros ideológicos en
los que suele hacerse.
Después
de asistir impertérrito a más de veinte minutos de esta oda al descalabro que
supone la actual instalación sonora de Lothar
Baumgarten en el Palacio de Cristal, uno tiende al cabreo mayúsculo: no
hemos podido oír nada. Esa turba de turistas lo hace imposible. Se suponía que
la obra –aunque en realidad es un
refrito traído desde el deshielo del río Hudson– debía simular y hacernos creer
que la cubierta se derrumba y se nos cae encima. Más aún, debía hacernos
reflexionar sobre el calentamiento global y el capitalismo salvaje y desaforado
en el que estamos sumidos. Pero nada, todo ha sido en balde: selfies, poses,
carreras, conversaciones en familia sin ningún recato ante lo que allí estaba
aconteciendo.
Pero el cabreo duró
poco y al rato se transformó en carcajada de alivio y mesurado optimismo: la
certeza de haber asistido a la gran obra de arte “total”. Una obra que si algo
viene a encarnar –y aquí entramos ya a degüello con ella– es que el manido “diagnóstico
Adorno” se ha quedado corto en
relación a las coordenadas de legitimación mediática en las que la obra de arte
queda referida. No es ya que las aspiraciones de autonomía del arte queden
heridas de muerte por el desplazamiento en la función propia del arte que vino
dado por la reproductibilidad técnica: es que la obra de arte queda remitida a
un juego dialógico de lo social que, ya absolutamente reconvertido en esfera
hipermediática, es capaz sin temblarle el pulso de reducir a escombros a toda
postulación estética que se arrogue para sí tal capacidad.
Es decir: si desde un
primer momento la estética kantiana tenía en la escena social el resorte de
legitimación desde donde proferir sentencia –“esto es bello”–, con la
tecnificación y la reconversión de la esfera social a esfera mediática tal
legitimación corre a cuenta de las propias mecánicas de diluido y cifrado de la
realidad en simulacro. Es desde este punto de vista que toda obra de arte es ya
simulacral. Y es, no cabe otra, desde este mismo punto de vista que esta obra
de Baumgarten enfatiza y lleva al
límite –en lo fallido de sus alegatos y virtudes artísticas– dicho carácter
simulacral. Lo “total” con el que hemos caracterizado desde el título a su
absoluta grandeza artística remite a esto: a que en su inaudibilidad, en su
absoluta inadecuación para ser disfrutada según los cánones más clásicos,
enfatiza lo desfasado de la legitimidad estética de la obra de arte, lo
periclitado de toda forma jerarquizada y vertical de arte.
Porque,
de vivir en otra época, en otro desarrollo del devenir-simulacro de la
realidad, en otra fase de la implementación global del capitalismo, seguro que
la culpa hubiese sido del despistado turista que entra sin los requerimientos
mínimos –¿cultura?, ¿interés?– al sacrosanto templo del arte. Más cerca en el
tiempo, podríamos haber aludido a un juego de antinomias por el cual la obra
–en la ilegible insonoridad a la que la masa lo reduce– desvela la verdad del
arte: su devenir mercancía y la incapacidad del espectador para un disfrute
pleno.
Pero todo esto ha
quedado atrás, superado precisamente por la insuperabilidad de toda escena
estética: porque era mentira, no hay nada catastrófico ni se encierra ninguna
“muerte del arte” en el primado mediático a la hora de postular una legitimidad
para la obra de arte. Más aún: hay que saludarlo como una capacidad superior, como
la sala de espera antes de que asumamos un destino más alto, la latente
posibilidad de que el arte remita –ahora ya sin límite– a una pluralidad
poliédrica de opiniones y juegos del lenguaje donde cabemos todos, sin ningún
discurso matriz que homologue opiniones sino un mero efecto superficial de
diferencias siempre en juego
No ya más la
languidez mórbida de un arte como muleta desde el que el espectro de lo social
ampara sus decisiones ideológicas, no ya más un arte en busca del consenso
plebiscitario que le otorga capacidad para repartir tiempos y competencias. Es
la hora –y el murmullo ensordecedor de la tropa de turistas que abniegan la
obra de Baumgarten así lo constatan–
de un arte que se atreva de vérselas de verdad con su destino: ahora que lo real
ha pasado a ser enteramente producido y precedido por los media, que lo real ya
sólo se verifica a su través, la obra de arte solo es en cuanto se deja
cincelar por su representación medial.
Así las cosas esta
obra es, insistimos, una obra de arte total: aclara que la obra no viene ya de
arriba, de unas altas instancias que programan, modulan y proponen, sino de la
inmediatez del murmullo y la conversación, de la cháchara vacua e insustancial,
del menudeo cotidiano de lo que nos traemos entre manos. El arte –este arte de
exposición y visita obligada– no tiene ya nada que decirnos, nada por lo que
tengamos que prestar una especial atención: el arte es pura inmanencia, efecto
superficial de concomitancia, desplazamiento e itinerancia, el conducto por el que
una lógica de la sensación abierta a todo flujo queda encauzada hacia una
reordenación de la esfera social.
Y no es que digamos
que las conversaciones de los turistas sean arte: decimos, al contrario, que la
vacuidad de su puesta en escena, el consenso mediático al que son reducidas sus
formas de conectividad y diálogo, necesitan un arte a la altura del caudal
mediático que son capaces de hacer operar. Un arte, en definitiva, ya no atento
a redirigir la mirada hacia las alturas –ahí donde acampa la esfera del arte-
sino a modelar ese montante de sensibilidad que ahora fluctúa en toda
comunidad. Un arte no ya preocupado en (de)construir un sentido sino en
someterlo a constante fuga, a constante diferencia.
No
sé si me estoy explicando: la verborrea del fatigado turista, la reducción a
cero que sin despeinarse hace de la obra que debía ser contemplada en toda su
“acongojante” profundidad política y social, enfatiza que ya por fin el arte es otra cosa. Y lo es, y con esto
concluimos, porque sea lo que sea que abajo suceda, se hable de lo que se
hable, se fotografía lo que se fotografíe, eso tiene sin duda más capacidad de
incidir en el espectro social de una sociedad producida telemáticamente, más
potencialidad crítica en el caso de mediar una estrategia artística con
verdadera capacidad, que las caducas formas de exhibición artística a las que
nos someten nuestras instituciones.
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