miércoles, 4 de enero de 2017

RODRÍGUEZ-MÉNDEZ: MÁXIMA DIFERENCIA, MÍNIMA REPETICIÓN


RODRÍGUEZ-MÉNDEZ: PROPOSICIÓN. SOLTAR.
GALERÍA FORMATO CÓMODO: 25/11/16-20/01/17

Ciertamente que hay fuerzas artísticas que están como locas por saberse triunfadoras en un mundo en el que su único cometido es ensayar diferentes formas para el fracaso.  Ciertamente que hay fuerzas artísticas que, de lo desnortadas que están, andan buscando acontecimientos con los que sacar músculo y creer, si no ya en los Reyes Magos, sí al menos en la milongada del proyecto de la modernidad y su bien moldeada esfera del arte. Esto que digo, ellos no lo saben: ellos simplemente creen.
Pero si lo digo es, sobre todo, para dejar constancia de la trifulca que entre agentes artísticos tuvo lugar a raíz del asesinato del embajador ruso en Turquía el pasado día 20 de diciembre…en una galería de arte. Como si de una alucinación consensuada se tratase, hay quién vio en este cruel y vil asesinato la señal mesiánica que esperaban: si el arte no puede, que al menos la vida se inmiscuya en las insondables telarañas del arte para llegar, por fin, a la tan esperada identificación de ambas esferas.    
No se lo he preguntado, pero seguro que Rodríguez-Méndez se estaba partiendo de risa en su sofá. De risa y de pena, habríamos de decir. Pues sin duda resta mucho empuje de su supuesto caudal crítico el que haya agentes artísticos que sueñan aún con entelequias idealistas en su cabeza y para los que, seguro, las vanguardias solo suponen un apéndice a pie de página de una historia, la del arte, que más que claudicar en sus ditirámbicos esfuerzos pareciera estar a punto de llegar a la meta. 


            En esta tesitura es muy reconfortante y saludable enfrentarse a estrategias tan mínimas y nimias, tan raquíticas, insustanciales y de tan poco calado –esperemos que la ironía funcione– como las de Rodríguez-Méndez: porque es ahí donde el arte continúa, repitiendo una y otra vez que no, que no hay progreso ninguno en su larga y desprestigiada historia, que no hay siquiera meta alguna que alcanzar ni identidad ideal que lograr. Más aún: que no hay afuera del arte, ninguna exterioridad que redimir ni salvar, ni palanca que haga real ninguna utopía. Lo único que hay es una inmanencia absoluta, un metalenguaje que se enrolla y se desenrolla, que inscribe y que tacha, que emborrona y que cincela su propio espacio de representación para saturarlo, negarlo o dinamitarlo. Solo dos sendas: la verticalidad autorreferencial de Malévich, o la horizontalidad escriturística de Duchamp. Y, entre ambas, una pluralidad de estrategias llamadas a mostrar que ni hay vuelta atrás ni camino que recorrer.  
En este sentido, si el arte tiene alguna cabida en el mundo-imagen de hoy, si tiene algún sentido el seguir manteniendo –siquiera bajo mínimos– una operatibilidad estructural al sistema-arte, es solo bajo el beneplácito de que las estrategias a las que debe de dar cabida son solo aquellas que violenten aún más el sistema, aquellas que lo acerquen a su mínimo nivel entrópico. Ello no supondrá –pero hemos de tener el valor de llevarlo a cabo– ninguna “muerte del arte” ni menos aún ninguna superación post-metafísica vincula a alguna forma latente de verdad. Ello supondrá, por el contrario, una reconsideración superlativa de nuestro destino, una renegociación vertiginosa con las fronteras en las que vibra el sentido de nuestras vidas.
Es en esta tesitura donde podemos constatar que, aunque pudiera parecerlo, no somos tan paniaguados como para encontrar una salida a las primeras de cambio. Porque, en el reverso de las circunspectas poses, ya denunciadas, que ven la idealidad de una por fin conseguida identidad entre arte y vida, ¿no cabe señalar también como de cínico el movimiento aquel –al que pareciera se puede adscribir Rodríguez-Méndez– en el que, sumidos como estamos en una absoluta estetización de los mundos de vida, vislumbramos aún una separación entre arte y vida por donde puede el arte continuar su fantasmagórico trabajo de sutura? Más bien todo lo contrario: las estrategias de nuestro artista no tratan de alumbrar un espacio de confraternización ni de oposición sino mostrar la inviabilidad del propio proyecto Moderno, la distancia imposible de superar que hay entre la vida y el arte y, con ello, la constatación de que cualquier atisbo de conveniencia y convergencia solo es conseguido a través de una minusvaloración de aquello a lo que llamamos vida.
Así por tanto, no se trataría ni de abogar a favor ni de denunciar lo contrario sino de establecerse en la propia aporía para desde ahí trazar algunos ejercicios que muestren que ni puede abandonarse ese horizonte programático de disolución de las fronteras arte/vida –pues en este emplazamiento donde queda definido lo contemporáneo del arte– ni puede avanzarse hacia ningún ‘más allá’ sobre él. Si hay alguna forma de pervivencia del arte es esta: como marca que muestre tanto la inviabilidad del proyecto como la imposibilidad de ser desmantelado. Hay que resistir en medio de todo ello, en medio de la nada: en medio del desierto.  


Para ello, como ya hemos dicho, bastan gestos mínimos, pequeñas diferencias imperceptibles, repeticiones que aboguen simplemente por emborronar la escena, por circuitar cualquier superación dialéctica, cualquier supuesta meta al alcance de la mano. En este caso basta un mínima distancia, la que va del plato a la boca y de la boca al mantel, para abrir un boquete en cualquier aparente idealidad: ni la vida queda cerrada y sometida al influjo de lo que acontece, ni el arte remite a una esfericidad autónoma bien delimitada donde el juicio de la comunidad legitime el estatuto de lo que cabe llamar “arte”. Porque, por el contrario, la vida se desparrama, se desborda de un sentido no ya complementario sino suplementario: el padre, enfermo, que no acierta a engullir como Dios manda. Y el arte, de igual manera, queda sometido a las injerencias de cualquier trama, a la temporalidad de cualquier instante por banal que sea.
Y este es el arte de Rodríguez-Méndez, un arte que pareciera ser el espectro invertido de Beuys. El cansino mantra del alemán, su verborrea dicharachera, la egomanía del soñador irredento, es aquí reducida al silencio de los ejercicios mínimos. Si Beuys recosía la vida y el arte con fieltro, Rodríguez-Méndez hace lo propio –y también en lo referente a la relación de la obra con su  devenir institucional– con aceite; si para el alemán todo hombre es un artista, nuestro artista duda de que incluso su saliva tenga efectos terapéuticos y chamánicos. Si aquel cargaba sobre sus hombros la puesta en claro de la capacidad de las vanguardias por sellar toda fuga dialéctica –la que hubiera entre hombre y artista, entre obra y mercancía, entre arte y vida– Rodríguez-Méndez sabe que aquel programa de las vanguardias recogida por el propio Beuys se ha cumplido: pero a través de la instauración global de un dispositivo de diluido de la realidad en simulacro estético. Es decir, a través de unas tectónicas ideológicas del capital que hacen que el aparente cumplido programático de la Modernidad no redunde ni un ápice en aquella emancipación que se nos prometía.
En definitiva, la obra de Rodríguez-Méndez apunta a la parálisis incipiente del arte: ya sólo hay lugar para minúsculos ejercicios de azar, para parpadeantes estrategias donde se muestre la diferencia y la repetición. No con la misión de simular así un cierto movimiento, una cierta inercia post-apocalíptica capaz de remontar la situación, sino con la intención clara de servir de señales de urgencia: cada (máxima) diferencia y cada (mínima) repetición es una luz de neón señalándonos el lugar del accidente.. Qué las veamos o no ya depende de nosotros: de sí vemos un asesinato como un acto de máxima inhumanidad o como el éxtasis estético que supone el acercarnos a ese concepto ideológico de “obra de arte total”.

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