RODRÍGUEZ-MÉNDEZ: PROPOSICIÓN. SOLTAR.
GALERÍA FORMATO CÓMODO: 25/11/16-20/01/17
Ciertamente que hay
fuerzas artísticas que están como locas por saberse triunfadoras en un mundo en
el que su único cometido es ensayar diferentes formas para el fracaso. Ciertamente que hay fuerzas artísticas que, de
lo desnortadas que están, andan buscando acontecimientos con los que sacar
músculo y creer, si no ya en los Reyes Magos, sí al menos en la milongada del
proyecto de la modernidad y su bien moldeada esfera del arte. Esto que digo,
ellos no lo saben: ellos simplemente creen.
Pero si lo digo es, sobre
todo, para dejar constancia de la trifulca que entre agentes artísticos tuvo
lugar a raíz del asesinato del embajador ruso en Turquía el pasado día 20 de
diciembre…en una galería de arte. Como si de una alucinación consensuada se
tratase, hay quién vio en este cruel y vil asesinato la señal mesiánica que
esperaban: si el arte no puede, que al menos la vida se inmiscuya en las
insondables telarañas del arte para llegar, por fin, a la tan esperada
identificación de ambas esferas.
No se lo he
preguntado, pero seguro que Rodríguez-Méndez
se estaba partiendo de risa en su sofá. De risa y de pena, habríamos de decir.
Pues sin duda resta mucho empuje de su supuesto caudal crítico el que haya
agentes artísticos que sueñan aún con entelequias idealistas en su cabeza y
para los que, seguro, las vanguardias solo suponen un apéndice a pie de página
de una historia, la del arte, que más que claudicar en sus ditirámbicos
esfuerzos pareciera estar a punto de llegar a la meta.
En esta tesitura es muy reconfortante y
saludable enfrentarse a estrategias tan mínimas y nimias, tan raquíticas,
insustanciales y de tan poco calado –esperemos que la ironía funcione– como las
de Rodríguez-Méndez: porque es ahí
donde el arte continúa, repitiendo una y otra vez que no, que no hay progreso
ninguno en su larga y desprestigiada historia, que no hay siquiera meta alguna
que alcanzar ni identidad ideal que lograr. Más aún: que no hay afuera del arte,
ninguna exterioridad que redimir ni salvar, ni palanca que haga real ninguna
utopía. Lo único que hay es una inmanencia absoluta, un metalenguaje que se
enrolla y se desenrolla, que inscribe y que tacha, que emborrona y que cincela
su propio espacio de representación para saturarlo, negarlo o dinamitarlo. Solo
dos sendas: la verticalidad autorreferencial de Malévich, o la horizontalidad escriturística de Duchamp. Y, entre ambas, una pluralidad
de estrategias llamadas a mostrar que ni hay vuelta atrás ni camino que
recorrer.
En este sentido, si
el arte tiene alguna cabida en el mundo-imagen de hoy, si tiene algún sentido
el seguir manteniendo –siquiera bajo mínimos– una operatibilidad estructural al
sistema-arte, es solo bajo el beneplácito de que las estrategias a las que debe
de dar cabida son solo aquellas que violenten aún más el sistema, aquellas que
lo acerquen a su mínimo nivel entrópico. Ello no supondrá –pero hemos de tener
el valor de llevarlo a cabo– ninguna “muerte del arte” ni menos aún ninguna
superación post-metafísica vincula a alguna forma latente de verdad. Ello
supondrá, por el contrario, una reconsideración superlativa de nuestro destino,
una renegociación vertiginosa con las fronteras en las que vibra el sentido de
nuestras vidas.
Es en esta tesitura
donde podemos constatar que, aunque pudiera parecerlo, no somos tan paniaguados
como para encontrar una salida a las primeras de cambio. Porque, en el reverso
de las circunspectas poses, ya denunciadas, que ven la idealidad de una por fin
conseguida identidad entre arte y vida, ¿no cabe señalar también como de cínico
el movimiento aquel –al que pareciera se puede adscribir Rodríguez-Méndez– en el que, sumidos como estamos en una absoluta estetización
de los mundos de vida, vislumbramos aún una separación entre arte y vida por
donde puede el arte continuar su fantasmagórico trabajo de sutura? Más bien
todo lo contrario: las estrategias de nuestro artista no tratan de alumbrar un
espacio de confraternización ni de oposición sino mostrar la inviabilidad del
propio proyecto Moderno, la distancia imposible de superar que hay entre la
vida y el arte y, con ello, la constatación de que cualquier atisbo de
conveniencia y convergencia solo es conseguido a través de una minusvaloración
de aquello a lo que llamamos vida.
Así por tanto, no se
trataría ni de abogar a favor ni de denunciar lo contrario sino de establecerse
en la propia aporía para desde ahí trazar algunos ejercicios que muestren que ni
puede abandonarse ese horizonte programático de disolución de las fronteras
arte/vida –pues en este emplazamiento donde queda definido lo contemporáneo del
arte– ni puede avanzarse hacia ningún ‘más allá’ sobre él. Si hay alguna forma
de pervivencia del arte es esta: como marca que muestre tanto la inviabilidad
del proyecto como la imposibilidad de ser desmantelado. Hay que resistir en
medio de todo ello, en medio de la nada: en medio del desierto.
Para ello, como ya
hemos dicho, bastan gestos mínimos, pequeñas diferencias imperceptibles,
repeticiones que aboguen simplemente por emborronar la escena, por circuitar
cualquier superación dialéctica, cualquier supuesta meta al alcance de la mano.
En este caso basta un mínima distancia, la que va del plato a la boca y de la
boca al mantel, para abrir un boquete en cualquier aparente idealidad: ni la
vida queda cerrada y sometida al influjo de lo que acontece, ni el arte remite
a una esfericidad autónoma bien delimitada donde el juicio de la comunidad
legitime el estatuto de lo que cabe llamar “arte”. Porque, por el contrario, la
vida se desparrama, se desborda de un sentido no ya complementario sino
suplementario: el padre, enfermo, que no acierta a engullir como Dios manda. Y
el arte, de igual manera, queda sometido a las injerencias de cualquier trama,
a la temporalidad de cualquier instante por banal que sea.
Y este es el arte de Rodríguez-Méndez, un arte que pareciera
ser el espectro invertido de Beuys. El
cansino mantra del alemán, su verborrea dicharachera, la egomanía del soñador
irredento, es aquí reducida al silencio de los ejercicios mínimos. Si Beuys recosía la vida y el arte con
fieltro, Rodríguez-Méndez hace lo
propio –y también en lo referente a la relación de la obra con su devenir institucional– con aceite; si para el
alemán todo hombre es un artista, nuestro artista duda de que incluso su saliva
tenga efectos terapéuticos y chamánicos. Si aquel cargaba sobre sus hombros la
puesta en claro de la capacidad de las vanguardias por sellar toda fuga dialéctica
–la que hubiera entre hombre y artista, entre obra y mercancía, entre arte y
vida– Rodríguez-Méndez sabe que
aquel programa de las vanguardias recogida por el propio Beuys se ha cumplido: pero a través de la instauración global de
un dispositivo de diluido de la realidad en simulacro estético. Es decir, a
través de unas tectónicas ideológicas del capital que hacen que el aparente
cumplido programático de la Modernidad no redunde ni un ápice en aquella
emancipación que se nos prometía.
En definitiva, la
obra de Rodríguez-Méndez apunta a la
parálisis incipiente del arte: ya sólo hay lugar para minúsculos ejercicios de
azar, para parpadeantes estrategias donde se muestre la diferencia y la
repetición. No con la misión de simular así un cierto movimiento, una cierta
inercia post-apocalíptica capaz de remontar la situación, sino con la intención
clara de servir de señales de urgencia: cada (máxima) diferencia y cada (mínima)
repetición es una luz de neón señalándonos el lugar del accidente.. Qué las
veamos o no ya depende de nosotros: de sí vemos un asesinato como un acto de
máxima inhumanidad o como el éxtasis estético que supone el acercarnos a ese
concepto ideológico de “obra de arte total”.
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