EUGENIO MERINO: AQUÍ
MURIÓ PICASSO
ALIANZA FRANCESA (MÁLAGA): hasta 28/07/17
(texto original en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/Eugenio-Merino-Picasso.html)
Fiel a su talante polémico, Eugenio Merino ha formulado la
mejor crítica que a la reconversión de Málaga en parque temático dedicado a
Málaga puede hacerse: ofrecer lo único que falta, el propio cadáver de Picasso.
Obviamente que la propuesta se beneficia del propio impulso picassiano que
denuncia y que de ahí pueden verse puntos débiles. Pero, sin embargo, la obra
–“cadavérica”, “mortecina”– permite rastrear varios puntos nodales –e
ideológicos– del arte contemporáneo.
Me hubiese gustado
titular este texto como Once tesis sobre
el arte contemporáneo. Pero vista la delgada densidad de la realidad, con
una sola tesis basta y sobra: el arte es una formación social y estética cuya
impotencia queda manifiesta debido al régimen mediático de exhibición y
producción; este régimen fagocita toda disposición social efectiva al ser ésta
licuada por el espectáculo que lo cataliza y que, en último término, le da
forma. Dicho de otra manera: nada nuevo bajo el sol. El arte se debate entre
los dos polos que le devoran poco a poco: si por un lado su pulsión estética es
prácticamente nada ante el potencial de las formas del diseño y el
divertimento; por otro lado, su polo social –en tanto que fait social– ve cómo es anulado a cada paso por la nadería circense
en que el régimen escópico actual, ávido de caramelos que llevarse a la boca
para llenar el tiempo vacío en que vivimos, lo reconvierte.
Así entonces, es a
contrapié como sobrevive el arte, sin estar nunca muy seguro de a qué carta
quedarse. Si dejarse subyugar por cantos de sirena que le llegan del mundo del
espectáculo en tanto que forma administrada de realidad, o si intentarlo una
vez, alguna vez más, aún a sabiendas de que su intento será, como mucho y en el
mejor de los casos, indiscernible de cualquier patochada en la pantalla global.
Porque, incluso, la clásica formulación dialéctica que sostiene que la tarea
del arte sería precisamente mostrar la inviabilidad de su proyecto emancipatorio
es ya sospechosa: ¿nos muestra su inanición como esqueje de las formaciones de
poder que asolan nuestra realidad o, por el contrario, no ha hecho sino
metamorfosearse, el arte, en una de ellas ofreciéndonos mercancías inanes que,
filtradas por la pantalla ideológica del propio arte, creemos capaces aún, ilusoriamente,
de algún disenso?
La obra de Eugenio
Merino se sitúa en estos territorios de lo indiscernible dudando siempre si, a
efectos prácticos, lo suyo es arte, una bufonada o simplemente de una caradura
indescriptible. Pero si nuestra tesis es acertada si, como suele decirse, cada
época tiene los artistas que se merece, lo cierto es que Merino no hace sino
situarse con esta obra en el límite fronterizo donde el arte trasmuta en
chorrada. Y eso, enarbolando esta tesis única que da cuenta de lo bulímico del
arte actual, es un logro.
Como poco, el cadáver
picassiano nos remite a la triple tipología con que muerte y arte han ido
fraguando su idilio en los últimos siglos: muerte del arte, del artista y del
espectador. Lo que sucede es que, fiel a los tiempos que corren y que dan como
resultado del arte contemporáneo un campo perfectamente predecible, el triple
despliegue de esta muerte nada tiene de dialéctico sino, más bien, de
mediático.
Y es que a fin de
cuentas es ese régimen mediático el que ha terminado con anular cualquier
mínimo ejercicio de resistencia estético. El impulso mediático que como
vehiculador de una nueva forma de aura ha servido de pantalla desde donde –y a
través de la cual– el arte ha ido desplegándose en esa doble vis de fait social e instancia estética, ha
terminado por claudicar, por cerrarse en banda: por, en definitiva, anular toda
distancia –escópica, estética– desde donde el arte planteaba su metodología
crítica. Ahora mismo las lógicas del capital administrado han acelerado su
velocidad para que, de hecho, no haya límite: ni para la mirar ni para el deseo.
Todo puede ser visto porque todo puede ser deseado. Cerrándose en una esfera
inmanente donde la imagen no es ya señalada por lo que representa sino por el
simple y mero hecho de que es, el
hecho es que vivimos en la imagen,
sin límite alguno más que la angustia que nos produce el que alguna vez, alguna
imagen, sea la última.
En este requerimiento
ante una pulsión escópica que en tanto que ideología le promete al arte los
réditos que de otro modo nunca tendría, éste, el arte, queda domesticado dentro
de las coordenadas que el capital necesita para su progresiva implantación
global. Fusionándose con las necesidades del capitalismo, el arte ha encontrado
su perfecta razón de ser dar de comer a aquel que, al tiempo, le mata
lentamente de hambre. El arte, engalanado como acontecimiento de esos que “hay
que ver”, discurre como un campo de bombas lapas donde, solo aparentemente,
parece que hay algo que ver: la efemerología, el bienalismo y la
hiper-institucionalización, son las tres patas del banco desde las que el arte
ejerce su magisterio.
Ahogado todo el arte
español de este año 2017 por el aniversario del Guernica, alimentado ese mismo arte por burbujas artísticas como la
de Málaga, los astros se han compinchado para tener a Picasso en el ojo del
huracán. Además: el post-impresionismo y el genio malagueño es lo último que,
para la inmensa masa profana que va de un lado para otro consumiendo
acontecimientos, puede ser saludado aún con arte sin dudarlo un instante. El
resultado es que la ciudad de Málaga se ha reconvertido en los últimos años
según la imagen que destilan de Picasso, disponiendo todo tipo de entretenimientos,
de ocio y de cultura, donde se puede ver TODO lo referido a la vida de Pablo
Picasso. Y eso que sólo vivió allí hasta los diez años y que a los veinte fue
la última vez que se dejó ver. Es decir: un bulo considerable.
Lo que Eugenio Merino
ha hecho es, simplemente, cerrar el círculo: hacer posible que el turista
desnortado que generalmente puebla estos saraos puede verlo TODO y que se lleve
a casa eso que busca: una experiencia inolvidable, un selfie con el cadáver de Picasso. Y es que podrá gustar más o
menos, podrá vérsele más o menos las costuras y ser criticada la propia
instalación como boutade que no añade
nada al peso crítico que el arte necesita para su resurgimiento. Pero no es así
del todo: y es que, pensamos, la broma de Merino remite en última instancia a
la necesidad de un nuevo aura, un aura no ya como presencia de una lejanía sino
como inmediatez de lo hipervisual. Es decir: es todo un truco. Si en una
primera interpretación todo puede ser explicado alrededor de las muertes que se
van desplegando (del artista, del arte, del propio espectador), en un segundo
nivel la obra habla de que ante tales “muertes” no se debe echar el enésimo
lloro ni mucho menos aún poner el grito en el cielo, no se debe uno rasgar las
vestiduras y darse al agorerismo, sino, mucho más radical aún, tomarse tales
muertes en serio.
Sí: Picasso murió y
nuestro problema es que no lo superamos. Con una querencia mitológica hacia la
mistificación del genio, nos enredamos en nimiedades y encima tenemos los
bemoles de echarle la culpa al arte o al artista. La cuestión es comprender que
la inserción dentro de la producción artística de medios de reproducción hiper-mediática
no va en la línea de, anulada la lógica de unos conceptos como el de original,
autenticidad o autor, proceder a dinamitar el concepto de arte, sino la
continuación de ese mismo rasgo aurático solo que bajo otros condicionantes,
provocando desplazamientos en el proceso de significación de la obra, de la
emergencia de su sentido y, sobre todo, arruinando –eso sí– toda noción estable
de obra de arte.
En definitiva: una
lectura atenta de la propuesta de Merino es la que nos dice que debiéramos
pasar a otra cosa y superar, de una vez por todas, nuestro duelo una idea
ciertamente romántica del arte. Eso nos permitiría decir que el cadáver, ahora
sí, era el equivocado: ni arte, ni artista ni espectador han muerto, sino que
se han transformado a raíz de las necesidades que el estadio actual del
capitalismo requiere. Y ello, igualmente, posibilitaría una superación por
elevación de toda una red de antagonismos que va tejiendo una trama con la que
el arte aún guarda su parcelita de poder: la de aquellos que desprecian el arte
contemporáneo por incomprensible prefiriendo rendirse a la peregrinación
mausolística del genio frente a aquellos otros que desde posiciones elitistas
desprecian precisamente ese comportamiento paniaguado de la masa sin saber que
es su mismo gesto clasista lo que lo permite. Y, por último, acabaría con esa
idea regulativa y sumamente ideológica de la “muerte del arte”: una idea donde
se condensa la propia dejadez del arte –trasmutada falsamente como mera
‘imposibilidad’– para mutar sus propuestos y condicionantes.
Por tanto ni velar su
cadáver ni esperar una resurrección. Debemos abandonar nuestra posición de
plañideras oficiales y también desligarnos de toda formación utópica que
pretenda canalizar el arte. En suma: superar el duelo sin dejarnos llevar por
banderola con nos guíe los pasos (ejemplos de estos que han acabado en
totalitarismos ya hemos tenido bastante.
¿Cómo hacer eso? No
sabríamos decir. Por de pronto teniendo en cuanta que esta obra de Merino va
“contra” todos: no solo contra la masificación de un arte trocado en
divertimento y ocio, sino también contra quienes no dejan de rasgarse las
vestiduras contra la banalización del arte actual, sollozando por un mundo
pasado que nunca volverá y soñando con algún tipo de superación. Y es que solo
así, dejando tales polarizaciones, podremos dejar al arte libre de ataduras y
ser fiel a los requerimientos que la ideología escópica actual pudiera
demandarle.
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