EMI ANRAKUJI: 1800 MILLIMETRES. IT’S THE SIZE OF MY BED
GALERÍA BLANCA SOTO: 09/06/17-09/07/17
Si suele decirse que lo siniestro remite
a ese extrañamiento producido por aquello que es de sobra conocido, el cuerpo
suele ser lugar común para semejante epifanía. Todo radica en esa extraña
ilación que se genera entre el pensamiento y aquello que consideramos, en toda
la extensión e intensión de la palabra, como mío: mi casa, mi hogar, mi cuerpo.
Es tanta la cercanía con que estos suelen ser tratados que el pensamiento
encuentra la falla apenas trata de establecer una distancia. Porque es ahí, en
el desdoblamiento en objetividad de una subjetividad casi inherente donde surge
lo siniestro, esa extraña sensación de ajenidad de lo que es radicalmente
propio. Pero también lo siniestro es aquello
que, debiendo permanecer oculto, se ha revelado: el punto límite, ahí donde la
belleza traspasa el umbral de lo no-velado para imprimir el sello de lo
terrible e insoportable.
Son estas dos acepciones de lo siniestro
sobre el que pivota el trabajo de la artista japonesa Emi Anrakuji (Tokio,
1963): el cuerpo como lugar de extraña ajenidad pero también como lugar donde
la belleza y lo terrorífico comparten frontera. Porque Anrakuji fotografía su cuerpo pero de forma fragmentada, enajenada,
evitando desvelar demasiado; y lo fotografía porque, de alguna u otra manera,
su relación con él está en conflicto. A pesar de que, como decíamos, el cuerpo
es ahí donde bien puede decirse en toda su propiedad “mío“, donde el yo se
pliega en la decantación de una identidad, la enfermedad ha hecho que la
relación mediata y fenomenológica que con él se establece quede fracturada,
enajenada y, por tanto, objetivada.
Cuerpo y pensamiento, lo bello y lo trágico,
el todo y el fragmento, velar y desvelar: es esta la serie de paradojas que la
artista establece de forma intuitiva para poder experimentar cierta catarsis.
Porque es esta la labor con que Anrakuji
dota al arte: no silenciar la fractura ni muchos menos aún hacerla llevadera;
no reconstruir una identidad problemática reflejándose en el espejo de la
fotografía (Lacan) ni facilitar una narración
donde el yo desgajado encuentre acomodo (Freud).
Para la artista japonesa se trata de una catarsis como diapasón desde donde
mostrar más genuinamente quienes estamos siendo: la fragilidad del cuerpo y los
deseos que le laminan, la costura que simulamos para poder dotarnos de una
mínima identidad. No hay ni meta a la que llegar ni estado que adquirir: se
trata simplemente de una exploración visceral al yo a través del cuerpo, de la
exploración de fogonazos a través de los que subvertir la situación de
sufrimiento en la que Emi dice estamos sumidos pero sabiendo que es solo en la
alteridad donde puede encontrarse el sentido.
Postrada en cama durante diez años a
causa de un tumor cerebral, Emi des-subjetivó el cuerpo dotándolo de una
objetividad excesiva (ahí donde hemos indicado surge lo siniestro): sin ningún
otro en el que reflejarse, su cuerpo se convirtió en pantalla donde, al mismo
tiempo, ver y verse, contemplar y contemplarse, comprender y comprenderse. El
logro estético de sus fotografías está en caminar con maestría por la cuerda
floja que separa estos ámbitos haciendo de sus obras ejercicios de funambulismo
donde lo paradójico viene a converger: entre la disección entomológica y lo
erótico, entre lo que se ve y lo que no se ve, entre lo objetivo y lo subjetivo,
el trabajo de Anrakuji transita por una
extraña inestabilidad. Su cuerpo es paisaje y ventana, imagen y dispositivo.
Objeto que mira y sujeto que es contemplado.
Sin embargo,
en el ‘entremedias’ de todos estos senderos, en la eclosión catártica del
fogonazo fotográfico –un fogonazo que dice ella dura 10 segundos– no hay lugar
para el optimismo. Esa alteridad a la que antes hemos aludido entre la
negatividad con que contempla la existencia y el optimismo de algún placer
mínimo no da como resultado el filtrado de ninguna esperanza duradera. Solo,
señala en alguna entrevista, seguir, continuar: “estamos vivos, dice la artista, sólo porque somos capaces
de encontrar pequeñas felicidades o esperanzas entre estas vicisitudes”. En la vida y en el arte, sin influencias ni
teorías: solo seguir en busca de algún instante de beatífica placidez.
Ese es el gesto sobrecogedor
de Emi: que su arte es como el ejercicio incesante y continuo de lanzar botellas
al océano sabiendo que si bien no hay lugar al que llegar –igual que no ningún
hogar ni ningún cuerpo al que poder decir ‘mío’– sí que puede, cada espectador,
ponerle rostro, su rostro, a las fotografías de Emi. Por eso su rostro nunca parece
en ese cuarteamiento del cuerpo que son sus fotografías y por eso dice,
aludiendo a pequeños placeres como una puesta de sol o el reflejo de la luz de
la luna, que “como la conciencia colectiva inherente en estas cosas, mi trabajo
no trata sobre mí –trata también sobre el ‘tú’. Y ‘tú’ –añade– seguramente te
has dado cuenta de esto”.
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