Sin duda que uno de los
textos más interesantes que han circulado por la red en este último mes es la
entrevista de María Muñoz publicada
en a-desk a Armen Avanessian,
filósofo austriaco nacido en 1974, referente del realismo especulativo y que
parece que lleva unos años aplicando dicha teoría filosófica de ultimísima hornada
(2007) para concretar la posibilidad –y necesidad– de dar por acabado el arte
contemporáneo. En esta labor, una de las frases que más destacan en la
entrevista es esa donde apunta sin remilgos que “el arte contemporáneo ha
llegado a su fin”.
En sus análisis parte
del hecho de que arte contemporáneo y capitalismo se han dado la mano hasta el
punto de que el desarrollo de uno ha significado el boom del otro. Así, opina
que el capitalismo no es simplemente el mercado o la economía, ni tiene que ver
únicamente con el consumo o con el dinero –“el capital es una relación social, cambiando
permanentemente el equilibrio de poder”[i]– y que el periodo de
trasformación por éste sufrido en las últimas décadas “coincide con la historia
del arte contemporáneo como género o concepto carente de la orientación
temporal que fue característica de las vanguardias históricas y los movimientos
de arte moderno, cada uno de los cuales afirmaba la posibilidad de progreso
(social) futuro como una constante en el presente”[ii].
La cuestión que él
subraya es que si hasta ahora el capitalismo y el arte –dentro del paradigma
conocido como “contemporáneo”– han unido esfuerzos ya que ambos, de una u otra
manera, encuentran su temporalidad en una noción extrema de progreso sustentada
en una futurabilidad que se intenta conquistar y que a cada paso parece más
cercana, los últimos desarrollos del capitalismo han terminado por fundir esta
ecuación. La razón no es otra que el hecho de que el capitalismo ha logrado definitivamente
su meta: adelgazar ese tiempo-futuro hasta el mínimo, hasta el hecho de ese
futuro es ya tiempo-presente. Es decir, su idea motriz es que estamos ya de
pleno en el reino de lo “post” y que ya es hora de que este prefijo se conjugue
con el paradigma del arte contemporáneo para saludar a una nueva época: el arte
post-contemporáneo. Este nuevo paradigma o régimen estético se caracterizaría
por finiquitar ya la época del simulado apoyo a las tesis del capital y
ayudarnos a “entrar en una sociedad post-capitalista más que acompañar
pasivamente a la gradual y cada vez más ubicua aproximación a las condiciones
de la post-democracia”[iii].
Para este proyecto, se
apoya en el concepto de aceleracionismo: no se trata ya de seguir empeñado en
encontrar una veta por donde huir del propio sistema ni tampoco de sentarse
inocentemente en el sofá a ver cómo se desarrolla todo sino, de una vez por
todas, tomarle la delantera al capitalismo en las estrategias comunales de
reapropiación del sentido, las identidades y los flujos. Dicho de otra manera,
se trataría de implicarse en los procesos a-sincrónicos en los que se juega
ahora el capitalismo para “acelerar” el proceso entrópico del sistema y así
lograr un efecto real de la teoría desasiéndose de posiciones enquistadas que
lo único que hacen es continuar enfangadas en una noción clásica de la temporalidad
que la hace impotente a la hora de lograr efectos de resistencia o de
disidencia. Ante la pregunta de cómo la teoría puede lograr efecto en el mundo,
la contestación de Avanessian es muy
sencilla: solo haciéndola ir más rápido.
Si capitalismo y arte
contemporáneo aúnan fuerzas para que sigamos retenidos en una escena ideológica
donde el tiempo trascurre de atrás hacia adelante y a una velocidad acelerada
pero nunca con el riesgo de hacer implosionar la propia escena, Avanessian cree descubrir la brecha
temporal en el mismo centro del tardo-capitalismo actual –el hecho de que el
futuro se haya convertido en el más actual de nuestros presentes– y, con ello,
la necesidad y oportunidad de que el arte abandone su impotente paradigma
contemporáneo para pasar a otra cosa.
En este sentido, que “el
pasado es impredecible” es una conclusión de Quentin Meillassoux –uno de los popes del Realismo Especulativo– que
el filósofo austriaco suscribe y que le sirve de disparadero: “hoy mucha gente
piensa que tenemos dificultades en tomar el control porque todo se mueve muy
rápidamente. Mi hipótesis, sin embargo, es que la naturaleza del tiempo ha
cambiado profundamente y que todavía no hemos aprendido a tratar con esta
asincronía; con el hecho de que el tiempo no viene del pasado sino que se mueve
hacia nosotros desde el futuro. (…) Creo que vivimos en un paradigma derivativo;
la estructura y el ritmo de los algoritmos de negocios de alta frecuencia determinan
la naturaleza de nuestro tiempo. La cuestión es qué tipo de agencia todavía
tenemos como artistas y filósofos bajo estas condiciones”[iv].
En definitiva: se trata
de implicarnos en la inversión temporal que el capitalismo lleva a cabo,
acelerando para ello el nivel de implementación y territorialización del
capital y así adelantarnos a sus pronósticos coercitivos-desiderativos y poder
incidir en el campo de lo efectivo-real. Y, para tal tarea, para esta inmersión
en una temporalidad heterocrónica y a-sincrónica, el arte contemporáneo no vale
porque su tarea, por mucha crítica que se ponga en su labor, por mucha
gestualidad disruptiva a la que de pábulo, no deja de estar sujeto a un
engranaje ideológico y a “la idea que hay un completo, enfático y total Ahora,
en la cual el capitalismo, en su adicción a las experiencias, está
constantemente haciéndonos creer” y que hacen del arte, de
su dispositivo de exposiciones y bienales, pura ideología.
Dicho todo esto –y con
la brevedad que este texto exige– y habiendo estudiado con Rancière en París, sin duda que la noción de régimen estético de
este último y la posibilidad que bajo este grupo de premisas existe de pasar a
otro régimen post-contemporáneo del arte, está entre los puntos de miras del
joven filósofo vienés: “el arte contemporáneo entró en escena cuando la
financiación especulativa y el nuevo capitalismo liberal tomaron las riendas ya
a finales de los años 1960, principios de los 1970, y nuestro objetivo es
encontrar una alternativa”.
Pero, ¿hay posibilidad
efectiva de pasar a otra cosa? “El potencial, señala, está en que todavía hay
alternativa”. Y ahí mismo empiezan nuestras dudas. ¿Se trata del enésimo
iluminado o de la concreción real de que el arte contemporáneo, emplazado en
una innegable impotencia, es un paradigma ya caduco incapaz ya de encontrar esa
“distancia estética” con la que abogar constantemente por un recorte de los
espacios, los tiempos y las competencias?
Antes que nada señalar
que su propuesta es de calado pues sus tesis se conjugan con la corriente
filosófica del correlacionismo –del ya citado Meillassoux– según la cual objeto y sujeto deben de relacionarse de
otra manera lejos ya de la primacía que desde Kant tiene el entendimiento humano. Es decir: de lo que se trata no
es de una queja edulcorada sobre las posibilidades del arte sino de una involución
en el pensamiento filosófico que trata de alejarse del giro antropológico que
ha marcado el desarrollo de la filosofía en los últimos siglos. Para esta
corriente en la que Avanessian cifra
muchas de las posibilidades de un nuevo desarrollo del arte existe una realidad
más allá de la percepción del sujeto: las ciencias experimentales o la
computación logarítmica son ejemplos de que no toda la capacidad de percepción
del hombre pasa necesariamente por sus sentidos y de que la realidad es
autónoma frente a las capacidades lógicas del ser humano. Este punto se nos
antoja, tanto para bien como para mal, fundamental pues concretiza que para Avanessian y compañía el presumible
aniquilamiento del arte contemporáneo lleva parejo una dejación de toda
filosofía de corte idealista, aquella que, recordemos, está en la base del
nacimiento, desarrollo –y dicen que también muerte– del arte. Y es que, de no
mediar esta nueva consideración programática de la filosofía, de no fraguarse
en los entresijos de un nuevo programa filosófico, estaríamos sin duda ante una
recaída en el reaccionario e ideológico mito de la “muerte del arte”.
II
No obstante y pese a la
profundidad metodológica que las consideraciones de Avanessian conllevan, pese a tratarse de un verdadero cambio de
paradigma en el que están implicados varios enfoques –Neo Racionalistas,
Xenofeministas, Izquierda Aceleracionista, Materialista Especulativo, Neo
Materialismo, Naturalista Especulativo–, toda esta efervescencia se nos antoja
una condición necesaria pero no suficiente para concluir el advenimiento de ese
arte post-contemporáneo que de modo tan optimista proclama.
Que el arte contemporáneo
sobrevive preso de sus propios fantasmas y que el modo –vía hiper-institucionalización–
con que trata de exorcizarlos no es la estrategia más capaz es cierto; que el
arte contemporáneo ha quedado pinzado en una escena contemporánea donde la impotencia
y la ideología son los polos que lo devoran es también cierto; que el tiempo
cronológico ha terminado por desquiciarse y que pasado, presente y futuro no están
ya perfectamente objetivados en el triple despliegue de la temporalidad es ya
algo también de sobra conocido. Más aún: dado este conjunto de premisas lo más
conveniente es tomar una distancia metodológica con las consignas del arte y lo
más sabio es proponer una epojé estética a modo de increencia en el arte tal y
como practicó, por ejemplo, Brea. Pero
ninguna de estas obviedades ha de servir de detonante con el que saludar a una
nueva época o paradigma sino, más bien todo lo contrario, constatar con más fuerza
la necesidad de sus premisas
Y es que el problema
estriba en no conocer del todo la esencia del arte en su devenir contemporáneo.
Porque no, no tiene ninguna razón Avanessian
al dar carpetazo al arte contemporáneo definiéndolo como si de una etiqueta
epocal se tratase. Si sostiene que el arte contemporáneo “apareció como respuesta a una nueva
lógica precisamente de producción y distribución de arte”, se queda solo con la
mitad del pastel. Porque si eso es cierto, si el arte contemporáneo pasta en el
epicentro de “elementos que se interrelacionan inevitablemente: ferias
de arte, grandes galerías y su impacto y la producción en masa de artistas que
salen de universidades y academias de arte”, más cierto aún es que el arte se llama contemporáneo,
adviene a plegarse a este paradigma, precisamente por el hecho de que es capaz
de subvertir la lógica de la presentabilidad desde el que hasta entonces se
había fraguado el arte, porque es capaz de entrar en relaciones diacrónicas y
heterocrónicas con el propio tiempo presente en el que la obra es producida.
Dicho de otra manera: el arte es “contemporáneo” porque hace justo aquello que Avanessian reclama como utópica
posibilidad a aquel otro paradigma llamado post-contemporáneo. De este modo no
hay que esperar a la superación del arte contemporáneo sino a su efectivo
cumplimiento, desplazando entonces la cuestión al porqué el arte contemporáneo
no cumple las propias expectativas con las que fue saludado.
La cuestión pudiera parecer
la misma o su más lógico desarrollo –si el arte contemporáneo no cumple sus
expectativas es porque hemos de pasar a otra cosa– pero es diametralmente
opuesta: lo cuestión es pensar, seguir pensando cuales son las condiciones que
hacen que el arte contemporáneo no de cumplimiento a su destino. Y más aún: si
su destino no es otro que no cumplirlo nunca en absoluto. Es un pensar difícil
y esquivo ya que, en este no acudir nunca a su cita, el éxito del arte pudiera –y
de hecho así es– coincidir con su más rotundo fracaso.
En último término, y
por muy novedosas que puedan ser algunas de sus propuestas, no hay nada que
superar, no hay ningún estadio detrás de nuestra escena. Acabamiento, superación
y destino son tres pistas que nos ponen en la senda de nihilismo como destino propio
de nuestra contemporaneidad. Y, de igual manera que el nihilismo no es
superable, que se trata de un acontecimiento epocal sobre el que se sostiene
nuestra cultura, el arte contemporáneo, heredero directo de la estética idealista,
da nombre a un régimen de arte determinado sobre el que se conjugan la
pluralidad de antinomias y contradicciones que conforman nuestra época. El arte
podrá moldearse sobre un conjunto determinados de nuevas contradicciones –ahí donde
la comunidad, el sujeto y el sentido toman forma– pero hasta que nuestras vidas
no queden emplazadas en su inane mediocridad, mientras no dejen de ser laceradas
en la alienación de un paisaje que ya es cotidiano, no hay impulso suficiente
para dejar atrás nada pues, quien nos dice que no volverá a pasar, la senda de una
razón dogmática y violenta es cada vez más amplia.
Como poco hay que
conocer que si el arte contemporáneo utiliza los mismos mecanismos de
legitimación que luego critica –el mercado, el fetiche, etc– eso no significa que
no esté haciendo su labor de mostrar el conjunto de contradicciones sobre el
que se asienta nuestro sistema. Más aún: es la única forma que tiene de hacerlo;
es solo en el desplazamiento dentro del régimen cultual y exhibitorio como el
arte logra desasirse del reino de la presencia. Quedará por ver, y ahí sí que
cabe juicio, qué efectos desestabilizadores ha generado, que impotencias ha
destapado, que reteritorialización nueva –siempre del capital– hay que mapear y
señalar ya como terreno perdido.
Que actualmente, como
apunta Avanessian en la entrevista, cualquiera
puede ser capaz de producir y exhibir más imágenes de las que hasta hace un par
de décadas han sido creadas es un hecho que el arte contemporáneo no solo sabe
sino que ha tenido que incluir en el conjunto de sus presupuestos. Además, este
hecho puede ser pensado como catalizador de nuevas sensibilidades, de nuevas
formas de socialización e individuación. Pero sobre todo estas novedades
tecnológicas no están llamadas a proponer ningún nuevo paradigma ni ninguna
superación sino a forzar al arte a realizar su destino: a entrar en relación con
el no-arte, a mostrar las trazas ideológicas que conlleva la implementación de
dispositivos iconográficos a escala mundial. Es decir: a llevar al arte contemporáneo
a su cumplimiento. “Personalmente estoy más interesado en un arte que no
produzca imágenes nuevas y en el caso de que lo haga, éstas se centren en el
efecto que tienen en la red de distribución de la economía de tensión”, apunta
el austriaco: nada más lejos de los intereses y preocupaciones del arte
contemporáneo.
Si el arte es
contemporáneo –y parece mentira que haya estudiado con Rancière– no es porque la tecnología inaugure una nueva lógica de
la sensibilidad. Lo es porque en su proponerse muestra precisamente esas
heterocronías del tiempo implosionado donde acontece el capitalismo. Pero,
claro está, para hacerlo, para ser capaz de insertarse en la dialéctica temporal
del capitalismo, tiene que correr el riesgo de quedar licuado por las fuerzas
del propio capital, de quedar chamuscado en el efecto de fetichismo sobre el
que debe de proponerse, de no ser, en definitiva, nada más que una obra de
arte.
Más bien al contrario:
quien sabe si esa querencia hacia el acabamiento y la superación no supone la
más insidiosa de las letanías: aquella que se empeña, por una parte, en
subrayar la inminente catástrofe, la agonía de un tiempo de prestado en el que
nos contentamos con sobrevivir y, por otra parte, insiste en buscar una utopía,
una esperanza, una salida a nuestra enfermiza vida de prestado. Y la hay,
seguro que la hay: pero ella no vendrá de tomar una alternativa en el núcleo
paradójico donde se asienta el arte –o reabsorción en los mundos de la vida o reconversión
en fuerza política de resistencia y emancipación– sino en pensar ambas al mismo
tiempo, mantenerse en el infrafino de la problemática sobre la que el propio
arte se asienta. Es decir: mantenerse fiel al nihilismo, único acontecimiento epocal,
noche sobre la que nunca llega la aurora, desierto detrás del cual solo hay más
desierto.
Más bien al contrario: quizá sea ahora que las
formaciones disruptivas del arte se confunden y son indiscernibles con estrategias
del propio capital; quizá sea ahora que el pliego de contradicciones se eleva a
la enésima potencia y que el arte deambula como indolente en la fractura de su
impotenica e inanidad, que hemos de estar más despiertos que nunca a
interpretar el sismógrafo que el arte –pese a quien pese– sigue siendo. Nuestra
epoca es agónica, mediocre, las contradicciones apenas dejan espacio para la
implantación mancomunada de acoso y derribo. Y al mismo tiempo nuestra época es
fascinante y fastuosa, una epocalidad transida por la inminente posibilidad de
hacer implosionar al escena. Pero precisamente por esta ambivalencia hemos de
mantenernos en la indecibilidad que el propio arte nos muestra: ni más acá de
su acabamiento ni más allá de su superación, sino simplemente en el infrafino
de una suspensión disyuntiva.
Quizá esa nueva
metodología filosófica que practica Avanessian
y compañía no es sino el logro de expresión de un pensamiento que se sustrae a
la presencia: pero ahí entonces no solo el arte estará en su
post-contemporaneidad sino que el sistema mismo que marca nuestra época habrá
virado en redondo.
Pero mientras tanto, y
ante las dudas que nos asaltan, preferimos constatar lo necesario que para el
arte es seguir explorando los límites antinómicos y aporéticos de sus propios
fundamentos: seguir, como dejó apuntado Brea,
“ejerciendo su presión negativa, deconstructiva, sobre el mismo paradigma que
le da forma, que persevere en la exploración de las lindes problemáticas que a
la propia experiencia creadora de lenguajes le ha sido otorgada como legado de
una experiencia radical”.
INteresante...
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