viernes, 22 de marzo de 2013

EL ARTE CONTEMPORÁNEO Y EL PRINCIPIO DE LA TERCERA DERIVADA (O EL ARTISTA COMO TERRORISTA DEL MEDIO)


 

Este texto fue concebido después de la experiencia, una más, de ARCO. Obviamente se trata de una alusión que puede ampliarse a toda feria, bienal, etc. de la cual partimos para diseccionar –intentarlo al menos- el estado general del arte contemporáneo. Así pues, donde ponga ARCO no hay que ver una reducción, sino más bien un punto de arranque intercambiable con cualquier otro evento. 

Me había prometido a mi mismo no escribir mas sobre ARCO, no porque nos hayamos sobrepasado sino porque, más bien, hay que dejar que el tiempo avance, dejar paso a otras cosas y, sobre todo, no fatigar mucho al posible lector que ya bastante tiene con dejarse caer por aquí.

Pero es que uno se lo pasa tan bien, son tantas las emociones encontradas que, aunque se intente fríamente, al final las manos se le van a uno al teclado. Es un poco como el chiste: me gusta jugar al mus y perder, ¿y ganar? ¡Ganar debe de ser la hostia! Pues eso, que aunque sea mínimamente aquello que adivinamos a descubrir que está sucediendo, aunque la parte que el arte tiene a bien mostrarnos es casi ínfima, uno no puede por menos que celebrar esa propia ofuscación del arte consigo mismo, ese aniquilamiento masoquista que, en cada feria, el arte perpetra.

Porque, digámoslo una vez más, la número tropecientas: a ARCO no se va a otear ni a dejarse ver, no se va para en una mañana atiborrarse de artistas y arte; a ARCO no se va para “saber” más. A ARCO se va para, si cabe, saber menos, para comprobar cómo la cosa, de puro “estar ya vista”, es complicadísima. Comprender como funciona el arte es difícil, aunque con teoría se da al menos el pego. Pero comprender cómo funciona el “arte” es tan fascinante como imposible.

Este texto viene entonces a colación de querer comprender uno mismo como se construye esa entelequia fantasmagórica llamada arte y como su propio “dejarse ver” constituye el núcleo de su esencia: mantenerse no solo oculto sino negado y, a ser posible, fracasado.

Bien pudiera uno pensar que son estas ferias donde menos sucede el arte, es decir, donde en peores condiciones se está para comprender lo que es el arte. El mentar al malo malísimo de toda esta película, el mercado, es ya más que razón suficiente. Pero, más bien pensamos lo contrario. Por ejemplo, y a colación de esto, Boris Groys sostiene que “la exhibición pública se ha convertido en el lugar donde emergen las preguntas más interesante y relevantes, concernientes a la relación entre arte y dinero”[1]. Es justo ahí donde nos situamos, donde uno debe situarse para ser capaz de atisbar algo: en lo que se esfuerza en mantenerse oculto, no a la vista, en lo más sucio del sucio negocio. Solo ahí podrán saltar chispas. Porque en la catotonia hipervisible de hoy en día, solo situándonos a la luz del foco que más deslumbra pueden sacarse buenas conclusiones.


Y es que, a poco que se escarbe en la superficie, esta relación entre arte y dinero da mucho más juego que los sambenitos de la élite  y el ensuciarse las manos de dinero. Porque es justo ahí donde todo viene a descarrilar de su ideología de clase más clásica. A la pregunta que se hizo José Luis Brea acerca de si las ideas de la clase dominante son verdaderamente las ideas dominantes[2], el propio Groys barrunta la posibilidad de que el tan manido gusto elitista coincida con el gusto de la masa: no existe ese gusto elitista, ya que la verdadera élite se cuida mucho de dar que pensar que son una élite. Por eso los gustos de los poderosos coinciden punto por punto con los de la masa para, de esta manea, prevenir a las masas de ser capaces de identificar visualmente a su enemigo de clase.

La importancia de esta derivada pulsional de la ideología como síntoma trasciende el mero hecho de situar al arte como pantalla-simulacro para capacitar a un tipo de arte de erigirse en privilegiado: en esa coincidencia de gustos es en último término el artista –otra simulada minoría- la que establece sus bases. Así, en la actitud estética que presupone la subordinación de la producción de arte al consumo de arte, el arte deviene investigación y manifestación de la producción masiva de arte, no del consumo elitista o masivo de arte. De esta manera es como, según Groys, el arte profesional se instituye como creador de espacios donde puede efectuarse y ponerse de manifiesto una investigación crítica de la producción masiva de imágenes en la contemporaneidad, donde, de igual manera, puede demostrarse la materialidad de las cosas más allá de su valor de intercambio, y donde –y aquí está el quid con el que engarzaremos la parte fundamental de este texto-, libres de diseño, puedan percibirse como áreas de sinceridad.

Aunque haya que explicar esta última consecuencia un poco, bien podemos adelantar que ese concepto de “sinceridad” funciona en el teórico alemán como fundamental para establecer una paradoja aún más fundacional que la del gusto de las élites. Explicándolo creo comprenderemos mejor cómo funciona el arte y qué demonios se va a “ver” a ferias como, por ejemplo, ARCO. Nuestra tesis será –la adelantamos para clarificar posiciones- que esas áreas de sinceridad y libre de diseño que produce el arte –sobre todo el arte en el contexto de la feria de arte donde el ejercicio de “ir a ver” es más radical- son construidas según una estructura periclitada, incapaz de generar rédito de resistencia alguno, y herederas de una sociedad pre-espectacular.

Primera paradoja: básicamente lo que sucede –lo que parece que sucede– es que, adiestrados en la seducción global del mundo contemporáneo, el arte supone un resorte para mantener la sospecha a flote; para, cada uno, darse la razón de que, efectivamente, o no hay nada que ver o, lo mismo da, ya lo hemos visto todo. La diatriba es la misma qué lanzó Baudrillard para un arte comprendido como de complot: “todo el dilema es este: o bien la simulación es irreversible y no hay nada más allá de ella, no se trata ni siquiera de un acontecimiento, sino de nuestra banalidad absoluta, de una obscenidad cotidiana, con la cual estamos en el nihilismo definitivo y nos preparamos para la repetición insensata de todas las formas de nuestra cultura, a la espera de algún otro acontecimiento imprevisible -¿pero de dónde podría venir?-; o bien existe, de todos modos, un arte de la simulación, una cualidad irónica que resucita una y otra vez las apariencias del mundo para destruirlas”[3].

Sin embargo, como veremos, esta duda es solo una martingala, una falsa trampa donde el sistema-mundo quiere colocarnos para tenernos bajo el yugo de un régimen donde el saber departe posiciones consensuadas y donde la ignorancia y culpabilidad funcionan como resortes administrativos.

Después de hacer patente esta primera paradoja, la cual no hemos resuelto del todo, continuemos hacia una segunda paradoja. Lo fundamental para ello es comprender que el arte funciona según las directrices que Zizek dio para la ideología[4], que la sospecha es la voluntad que establece la medida adecuada para situarse respecto de la ideología-arte, y que la seducción es el escenario contemporáneo en el que tal proceso ha llegado a ser real. Zizek, Baudrillard y Groys –o influjo psicoanalítico, semiótico y material- para trazar unas coordenadas muy precisas que poco o nada tiene que ver con la periclitada forma de consumir/producir arte en la anterior fase del régimen capitalista. Ideología, sospecha y simulacro comparten el signo más característico del nuevo capitalismo: haber devenido espectáculo.
 
 

Es decir, como dijo Guy Debord, haber devenido “un mundo realmente invertido (donde) lo verdadero es un momento de lo falso”[5], un mundo donde no tiene sentido distinguir entre imagen y realidad ya que, en el límite de la reproducción de imágenes, realidad y apariencia vienen a coincidir. La maquinaria entonces no está llamada a crear imágenes para ocultar la realidad, sino a hacerla coincidir con la realidad. Por eso es conveniente sentar un a priori: no hay nada bajo las imágenes. Y un a posteriori: toda sospecha es un entramado ideológico puesto en marcha por el capital; porque, si nada hay bajo las apariencias, ¿a qué esperar un momento de lucidez para ver qué esconden?

Este a posteriori que sigue sentando la sospecha como base fundamental de su ejercicio de poder significa que, pese a que no hay nada bajo las apariencias ya que la velocidad de profusión de las imágenes ha obrado el milagro de que apariencia y realidad coincidan, el mundo del capital, al tiempo que propaga tecnológicamente este acople, distribuye ideológicamente la sospecha de que, en última instancia, en el último momento, algo se revelará bajo las apariencias. Arte entonces como representación de un juego de poderes que, en su inversión, decide que lo conveniente es hacer “como si”: como si todavía cupiera tal posibilidad, como si la mirada todavía pudiera ser cegada por el “otro lado”.

El arte entonces, como hemos apuntado, se establece como ideología original en la era de la imagen global: la ilusión que genera no remite a una dicotomía según la cual unos piensan que en sí mismo el arte es un juego de seducción y otros que es ese mismo juego de seducción lo que trata, simulacionístamente, de representar. No. El arte escenifica una decoración para que la ideología más pertinente se erija en “salvadora”. Así, en ese “como si” ideológico que la mirada estética desvela Zizek vuelva a ser pertinente: “la ilusión no está del lado del saber, está ya del lado de la realidad, de lo que la gente hace. Lo que ellos no saben es que su realidad social, su actividad, está guiada por una ilusión, por una inversión fetichista. Lo que ellos dejan de lado, lo que reconocen falsamente, no es la realidad, sino la ilusión que estructura su realidad, su actividad social real. Saben muy bien cómo son en realidad las cosas, pero aún así, hacen como si no lo supieran. La ilusión es, por lo tanto, doble: consiste en pasar por alto la ilusión que estructura nuestra relación efectiva y real con la realidad. Y esta ilusión inconsciente que se pasa por alto es lo que se podría denominar fantasía ideológica”[6].

Esta situación, y en relación a la producción y distribución de las imágenes, lejos de ser un descubrimiento revelador es la propia esencia maquínica del tardocapitalismo alumbrado como espectáculo: la ideología estética -cifrada en una sospecha que “no es tal”- es una nueva escena de consenso referida en este caso a aquellos que ‘hacen creer’ y aquellos que ‘creen’. Una escena donde el poder se vuelve más sutil de modo que, como dice Rancière, “si ya que todo el mundo está dentro del espectáculo, no hay razón para que nadie salga de él jamás, tampoco aquel que conoce la razón del espectáculo”[7].

Así entonces, sospecha, ideología y simulacro deben ser estudiadas bajo el fondo de contraste que supone esta crítica a la crítica del espectáculo: no basta alumbrar una escena primigenia donde se descubre que las posiciones están invertidas ya que una crítica así, por muy perspicaz que pueda ser, caería en la misma lógica espectral del consenso. Rancière, teórico fundamental para comprender este nuevo rumbo en la teoría crítica del espectáculo, afirma que debería dirigirse una crítica diferente, que no reprodujese la misma lógica, sino que operase un verdadero disenso en el actual régimen de reparto de lo sensible. Disenso entonces, en el pensamiento del francés y en lo que concierne a una verdadera emancipación, vendría a significar “una organización de lo sensible en la que no hay ni realidad oculta bajo las apariencias, ni régimen único de presentación y de interpretación de lo dado que imponga a todos su evidencia”[8].

Lo que sucede entonces es que no basta con establecer paradigmas que nos den cuenta del engaño ideológico que se comete sino que, un paso más allá, hay que dar por válido este escenario de inversión antiplatónica y trazar una serie de premisas desde donde el arte trabajaría. Solo así, teniendo más o menos claro la escena original, puede ser el arte acatar su destino.

Así pues, tercera paradoja: lo que sucede entonces, lo que acontece sobre todo en ferias de este tipo, es que el arte revela, simplemente, cual es su actualidad y su misión. El arte se comprende, quizá en un nuevo estadio de autoconocimiento, como escenario donde, en relación con la fantasmagoría del espectáculo que invierte las posiciones, establecer sus propias condiciones de posibilidad. Éstas, por otra parte, no pueden evitar caer en las mismas redes del espectáculo. Pero es que, insistimos, su misión no es resistir al imperio del espectáculo, su misión no es postularse como alteridad porque, como hemos visto, tal alteridad no es más que la mano ganadora –e invertida- del propio capital. Por el contrario, el arte tiene que negociar sus condiciones en el adiestramiento que el espectáculo propone. Las razones del arte son las de especular con sus meras posibilidades que pasan, y esto es importante, por establecerse como fracaso, por alentar la posibilidad del espectáculo y divertimento para, de improviso, hacerlo fracasar.

De esta manera, ideología, simulacro y sospecha, si bien juegan la partida ganadora del capital, si son los condicionantes sobre los que se establece un régimen consensuado de posiciones –una distancia estratégica respecto a lo Real-traumático- y de miradas, deben también establecerse como condiciones de posibilidad del propio ejercicio del arte sólo que, esta vez, para reinvertir los flujos, para crear una catexis involutiva, para, en definitiva, hacer fracasar y, sobre todo, hacerse fracasar.

 Por ejemplo, si la sospecha es el complot urdido por un régimen mediático que todavía hace funcionar una membrana para separar órdenes –aún cuando, en la ergonomía de la velocidad límite, tal membrana es solo una apariencia que disimula la posibilidad del Accidente (Virilio dixit[9])-, el arte debe utilizar ese caudal para revertir la situación, para hacer ver que no hay quién sospecha y quién no sospecha, quién ve bajo las apariencias y quién no ve. Para ello no le cabe otra que fracasar en su intento. Debe provocar una disrupción en la serie de las expectativas que genera.

Y ahí, como no, las ferias profesionales son el non plus ultra del arte en su lograr camuflarse como divertimento de masas, son el no va más en metamorfosearse en el acontecimiento al que poder acudir para, de una vez por todas, “saber”.  Porque, es tanta la plastez que destilan estas comunas de lo artístico, es tanta la soplapollez que exuda este gregarismo de la ampulosidad, que bien uno podría tildar tales escenas como la escenografía más precisa de la época sadomasoquista actual. Aturdidos en un mirar que no acierta a enfocar, engullidos por un régimen de reproducción mediática, el arte –en su tedio tecnoexistencial- pone las bases para que la cosa no se vaya de madre y todo mirar –disciplinario y escópicamente ideologizado- no se tope con la nada del otro lado, sino con la pamema circense del más acá.


Pero, antes de pasar a delinear las líneas maestras de esta estética del fracaso –epítome para esta tercera deriva del arte contemporáneo sustentado en las paradojas más arriba descritas-, quizá haya que decir un poco más acerca de la sospecha. Porque, si hemos comentado la inversión que supone el espectáculo, si hemos aludido –brevemente, eso sí- a la ideología como oculto simulacro que se mantiene a la distancia precisa de lo Real (postulando así una ceguera escópica en relación a aquello que, si bien se desea ver, se hace lo imposible –creándose la ideología- por mantener oculto), quizá reste comentar cómo la sospecha ha sido también revertida en beneficio del propio capital y del “arte”. Porque, hoy en día, tamizado todo por la anestesia general del diseño y la estetización de los mundos de vida, el arte –el arte como ideología simulacionista- se convierte, en su fehaciente inutilidad al no satisfacer nunca la sospecha levantada, en la cortina de humo necesaria para coincidir en que, efectivamente, detrás de la pantalla mediática no hay nada y que, además, toda mirada coincide con “lo visto”. Es decir, que el futuro, lo posible, coincide punto por punto con los dictados del capital.

Quizá lo que estamos tratando de decir y de explicar es cómo sucede que el capital disponga de un ámbito donde se vaya a “ver” para, precisamente, dar al traste con las expectativas de “mirada” que la propia lógica del capital propone. Es decir, ¿cómo el arte se ha metamorfoseado en una mirada expropiada en su propia imposibilidad?, ¿cómo el capital se ha congeniado con el arte para convencer a éste de ser la pantalla-tamiz en al que cifrar un “no ver” adecuado a las expectativas ideológicas del capital?, ¿cómo –en definitiva- el arte nos toma una y otra vez el pelo para concitarnos alrededor de un rito consistente en ver siempre lo mismo? Eso es lo que estamos tratando de aclarar aquí: ¿porqué el “arte”, cómo funciona ese “no haber nada” que ver?

Avanzando un poco más en el mayor esclarecimiento de la sospecha mediática, bien podemos decir que el autodiseño y la estetización responden a la necesidad de neutralizar la sospecha de todo espectador y hacer de la realidad una pantalla blanca y aséptica donde todo mirar coincida con lo ya visto. Sin embargo, en nuestros días, la ecuación entre sinceridad y cero-diseño se ha desvanecido: surge la sinceridad no al refutar la sospecha dirigida a toda superficie de diseño, sino al confirmarla. Así, el mundo del diseño total es un mundo de sospecha total. De esta manera las estrategias vanguardistas de operar una grieta en la superficie mediática para mirar qué hay debajo ya no funciona porque, como venimos repitiendo, el espectáculo hace que toda toma de posiciones revierta en un ejercicio especular donde la crítica se convierte en una cacofonía de voces invertidas.

Este cambio de paradigma en el funcionamiento de la sinceridad escópica está encarnado –y no es en modo alguno casual- en el artista. Si el artista era aquel que ofrecía momentos de sinceridad, de ser capaz de ver bajo las apariencias ya fuese siguiendo el pulchrum de un orden divino, o las normas kantianas de la nueva genialidad, si las vanguardias se empeñaron en ofrecer otro diseño, en crear áreas de honestidad, de alta moralidad, de verdad oculta, hoy en día en cambio el artista más grande vivo, Damien Hirst (o Murakami o Koons), es la sospecha hecha hombre –o, mejor dicho, hecha imagen. Igual que las celebridades del deporte y la música, Hirst es una pantalla autodiseñada donde la sospecha es su foco de retroalimentación más potente. El artista actual, heredero de las maquínicas simulacionistas de Warhol, es una pantalla-blanca donde la sospecha surge porque, incomprensiblemente, no hay nada más que ver.

La sospecha, al confirmarse, se inserta de este modo como estrategia del capital para producir el simulacro de que aún esperamos algo, de que somos capaces de “mirar” bajo las apariencias, de que, en definitiva, el mundo del diseño, la asepsia estética del capital no lo ha llenado todo y que, por tanto, aún mantenemos el poder de descifrar el impulso irónico del objeto. Lo que se le pide al arte entonces –al arte aún dependiente de mantener su prurito en el antagonismo de posiciones consensuadas- es que colabore en la tarea de simular aún un “otro lado”, una profundidad en el juego superficial de la seducción, un lugar donde la mirada no está aún del todo ideologizada.


Pero, y aquí está la paradoja difícil de atrapar, si la sospecha se confirma a la hora de confirmarla, el arte –ese otro arte que bien pudiéramos definir de crítico- ha de proceder a eliminar tal sospecha, a renegar de los procesos que el capital establece para el mantenimiento de un antagonismo tácito entre las partes. Así, el rasgar la pantalla mediática del arte vanguardista se convierte ahora en un mantenerse en la superficie, no ir más allá y así, dislocar la necesidad que de sospecha tiene el ciudadano medio.

Es decir, si vivimos bajo un régimen de conspiración total que teledirige nuestra mirada en busca del quantum de sospecha necesaria para seguir viviendo, para seguir consumiendo, para seguir esperando la tragedia se abra paso bajo nuestros pies, el arte se ve en la necesidad de negar todas y cada una de las estrategias que otrora hiciera suya para “hacer ver” –para simular como que aún es posible mirar- bajo las apariencias.

En resumen, el espectador, adoctrinado desde la escuela en los parabienes utópicos de la práctica artística, consume arte para seguir seguro de sí mismo, para saber que todavía hay un régimen transaccional basado en mirar bajo las apariencias), que todavía hay una fractura entre la realidad y las imágenes. Sin embargo, al ir a buscar la afirmación de sus sospecha y, al no encontrarla, al ser el arte incapaz de ofrecérsela, el espectador reniega de ese arte “inútil” al tiempo que sigue pegado a la pantalla esperando ésta vuelva a abrirse. Mantenernos atentos a la sospecha, creer todavía que el arte es quien nos tiene que ofrecer las imágenes del otro lado: en eso radica todo el tinglado mediático del arte. Un arte para el que no hay fin ya que, no habiendo diferencia efectiva entre imagen y realidad, es imposible que la superficie del medio se abra.

El arte, en este orden de cosas, supone una escenografía límite para esa narcolepsia escópica que no puede dejar de mirar la pantalla en espera de una visión del otro lado. Contra el desierto de lo real profetizado por Baudrillard, el capital propone un régimen informacional saturado donde la bomba informativa de Virilio configura un pathos normativo en busca de la tragedia que nunca llega. La pulsión escópica ha devenido entonces paranoia preferida para un siglo XXI donde, a la vista está, no hay nada que ver. La crisis económica de los últimos años, televisada en tiempo real, nos proporciona las pseudo-miradas catastróficas para seguir con la mirada pegada en espera del apocalipsis. La bomba informativa es esa prima de riesgo que sube y que, a falta de holocausto con el que desayunar, bien hace las veces de apocatástasis generacional.    

Según todo lo dicho, el ejercicio artístico propuesto –el arte verdaderamente crítico- es entonces aquel que justamente no da a ver lo que se espera ver, aquel que, dicho con otras palabras, fracasa en sus expectativas. Y es que, en una historia reciente donde se ha visto demasiado, sabedores de que el velo se ha rasgado y que lo que hay detrás es peor de lo imaginado, el espectador entonces, para calmar su sospecha, espera darse de bruces con todo el horror que una imagen pueda condensar. No ya los campos de exterminio o el hongo atómico, no ya el arte total del 11/S: el espectador busca la afirmación radical a sus sospechas. Eso, precisamente, el seguir “dando para ver” es lo que un arte verdaderamente crítico se ha de negar a seguir haciendo. En definitiva, el “no” al arte del espectador medio es saber que hay cosas más terribles para ver y que, bajo los ofrecimientos de un arte incapaz no ya de imitar la sublime-natural sino de copiar el horror de la vida contemporánea, uno debe seguir esperando, afianzado en una sospecha que deviene ideología estética: la ideología que el capital necesita para mantener el régimen escópico que más le conviene sin levantar, valga la enésima paradoja, sospechas. 

Porque el arte, llegados a este punto, se encuentra preso de sus propias paradojas: no puede proponer una imagen-límite como horror sublime, no puede denunciar las injusticias de ese acondicionar ideológico que repliega la realidad a las imágenes –en ambos casos caería en las redes de la ideología del espectáculo-, ni puede tampoco permanecer cruzado de brazos o seguirle sin sonrojo la pista al capital. Se trataría en cada caso de juegos de simulación diferentes, pero juegos en definitiva que conllevan un adiestramiento epistémico y escópico en relación a un saber que dictamina de antemano posiciones, sucumbiendo entonces a todo un entramado estético heredero de posiciones idealistas que ya hemos tenido tiempo –casi 200 años- de ver su incapacidad –culpabilidad e ignorancia que cabe ser redimida estéticamente.

La pregunta entonces solo puede ser una: ¿qué le cabe al arte, a ese arte que no traga con la pamema se alentar al espectador a mirar con la esperanza –imposible- de que se abra la membrana mediática y pueda mirar bajo las apariencias?, ¿qué le cabe al arte si sus modos de desvelamiento se ha resuelto a favor del capital y del espectáculo? Obviamente, si no desaparecer, si al menos –y más valioso aún- fracasar.

Esta tesitura de las expectativas a las que queda remitido el arte fueron ya pertinentemente descritas en un texto revelador de José Luis Brea: Nuevas economías del entretenimiento: el “efecto Tate”. Ahí, en apenas cuatro folios, Brea establecía una ecuación entre las estructuras masificadas del arte con las formas de ingeniería ciudadana más perfectivas. El efecto de esta ecuación es que el espectador se encuentra preso de una dialéctica negativa según la cual pasa de una mala conciencia al verse entregado a una eficacia entretenedora, a una falsa conciencia al ver como ese engranaje divertido no hace sino ser subvertido.
 
 

Pero el giro que planteaba Brea es que el espectador es cómplice del efecto aburrimiento ya que ello le da las herramientas para ser reconocido como sujeto de cognición correcta. El arte, erigido como dispositivo de entretenimiento y socialización de masas, fracasa en su misión de entretener: pero es precisamente ese fracaso el que induce al espectador a saberse sujeto, dotado de una superioridad crítico-político. En definitiva, para el mundo del capital hiperestetizado, el arte debe triunfar lo suficiente en fracasar.

La pieza de Balka –sobre la que Brea construye su discurso- es capaz de mostrar el método fariseo con el que trabaja el arte: en ese cubo negro donde, realmente, no hay nada que ver, lo que se nos da a ver son esos otros, que vocean, gritan y se lo pasan pipa y que le impiden a uno disfrutar de la reflexión casi religiosa que parece pedir el momento y el lugar. La obra de Balka es “el proceso al desnudo por el que nos eximimos de reconocernos implicados en lo fallido del mundo”[10]. Esa es, una vez más, la ideología estética: el saber que son los otros, siempre los otros, los que no saben, los que en su ignorancia se divierten, los que creen ver.

Así pues, el arte debería no capitular ante un entretenimiento pueril ni tampoco granjearse para sí una seriedad antagonística de lo anterior. No solo negar un derecho al espectáculo, sino –más aún- establecer las condiciones que el capital impone para hacer del arte un instrumento de arquitectura social. Hacer fracasar al arte no en su dimensión de espectáculo; sino hacerlo fracasar en cuanto mecánica ideológica al servicio de una instrucción social determinada. Es decir, hacer fracasar al fracaso: “acaso es entonces tarea del artista –y Balka lo cumple sin duda- dotar de ese halo melancólico y de esa dinámica de efectivo fracaso a su pieza  -porque en él, y sólo en él, puede aún realizarse, tanto para la obra como para quienes participamos a recorrerla en su dinámica que ella instituye- algún grado de autodesmantelamiento efectivo de todo el operativo que sostiene al dogma ideológico contemporáneo en su lugar”[11].

La dificultad del arte crítico es que, como requiere su propia adjetivación, la desmantelación del entramado circense del arte ha de hacerse –hay que fracasarla- de modo crítico. Es decir, no hacer simplemente fracasar la mirada –pues eso haría converger peligrosamente las estrategias del arte con las del capital- sino hacerlo desde una reflexividad que tome al sujeto como parte y no como sujeto capciosamente adiestrado en el consenso mediático de quien experimenta de forma pasiva su ejercicio de ver. Siguiendo de nuevo a Brea, el arte tendría que afanarse en actos de ver que redundandasen en una actividad del sujeto capaz de tomarse como agente consciente en la propia dinámica del fracaso del arte.

Esa toma de consciencia activa haría que el sujeto espectador, como bien dice Rancière, asuma su emancipación no desde la lucha antagónica entre aquellos que saben y esos otros que no saben sino que sirva para “borrar las fronteras entre quienes actúan y quienes contemplan, entre individuos y miembros de un cuerpo colectivo”[12].

Sabes cosas. Creo que a eso te dedicas –dijo-. Creo que te dedicas a saber. Creo que adquieres información y la conviertes en algo estupendo y espantoso. Eres una persona peligrosa. ¿Estás de acuerdo? Eres un visionario”. Esta cita, sacada del Cosmópolis[13] de Don DeLillo –novela dicen que profética-  puede perfectamente ser comprendida como el imperativo categórico del artista de hoy. Solo que, cómo no en este juego de derivadas hasta la enésima potencia en la que nos hemos envuelto, invertida.  Porque, a ciencia cierta, no hay nada que saber. Operar en la superficie del medio y hacer reverberar la pantalla mediática. El bróker y el artista se tocan en lo infrafino de un capitalismo atrincherado en una economía libidinal de las imágenes. Las imágenes causan furor y, tan pronto como puedes ganar millones en una transacción millonaria operada en nanosegundos, puedes hacer saltar la banca mostrando que el simulacro ha tocado fondo: del otro lado no hay nada y todo mirar es especular respecto al propio capital. Normal entonces que Jeff Koons, antes que pope del apropiacionismo popero, fuese bróker de bolsa. Una misma vocación para dos estrategias parecidas: desaparecer, hacer mutis por el foro. Y es que el agente de bolsa no interviene, solo interpreta la codificación de los signos, las alzas y las bajadas como un ritmo secreto que guarda su sincronía con las esferas del cosmos.   

¿Y el artista? El artista también ha de permanecer en la sombra, como un terrorista del medio. El artista debe convertirse en una interfaz invisible y dejar, como quien dice, el secreto al descubierto: aquel que dicta que, precisamente, no hay nada tras el cristal. Un estratega de la nada cuya perfomance remite a una sutil escenificación de la tragedia mediática: el truco, como la moneda de Baudelaire, está a la vista. Esta estética de lo epigonal en la que estamos hundidos hasta el cuello no es sino el aquelarre esperpéntico para no ver un misterio que salta a la vista. El don, la deuda, el intercambio simbólico está a la vista y nuestra paranoia es querer verlo todo para no ver nada o, mejor aún, para no ver la nada.

 Y es que, para que la tragedia mediática acontezca –para que el fracaso de hacer fracasar sea un ejercicio de resistencia-, la mano del artista debe de ser nula: es decir, dejar la moneda donde está. Si McLuhan predijo –equivocadamente- que el medio es el mensaje, el artista debe hacer representar la catatonia precisa para inferir activamente que el medio es solo la superficie donde la mentira toma forma para no ver esa nada, para seguir jugando al juego del misterio. Así, el artista debe de parecer no hacer nada, ser un incapaz, porque, aquí, en cuanto te mueves, y contra todo pronóstico, sales en la foto.

Lo hiperbólico de todo este ejercicio algebraico es que artista, aparentemente, puede ser cualquiera. Pero solo aparentemente, porque no todo el mundo está capacitado para hacer del escapismo una profesión de alto riesgo. Como Bartleby, no se trata de decir NO (la alusión a Santiago Sierra no es forzada), sino de tener capacidad para esperar otra cosa. Si nuestra pasión por lo Real hace que la única esperanza válida se la del Accidente, el artista ha de ser capaz de proponer otra cosa. En definitiva, un enmascarado, un hacker operacional que tras la máscara de no poder matar una mosca se esconde un verdadero terrorista de lo (im)posible.
 
 

Ejemplo perfecto de la confusión de esta estrategia del artista-pantalla bien puede ser la perfomance del Marina Abramovic en el MoMA. Enfrentándose al espectador de tú a tú en un fraude de tomo y lomo, la Abramovic utiliza su imagen para de golpe y porrazo dar por válidas las expectativas de todo aquel que quisieses pasarse: quien quisiera ver  a una diva, lo hacía; quien quisiera ver a una mentirosa, también lo hacía. Había para todos: la “pantalla mediática abramovic” cumplía con meticulosidad programada los dictados de esa visión capitalizada enfrascada en una sintomatología traumática por llegar a lo Real. La artista, valiéndose precisamente de la sospecha escópica, se proponía ella misma como ejercicio mediático de simulación. Casi podríamos decir lo que leí hace poco en un texto-conferencia de Fernando Castro: “más vale un artista malo que un artista tonto”.  

 

En definitiva, frente a esta pasión por lo Real enfrascada en una pulsión de muerte que nunca se satisface en el ejercicio sisífico de necesitar “verlo todo”, el arte ha de proponer un cortocircuito en la serie de lo “ya visto” pero que, al mismo tiempo, no redunde en otra oportunidad para esperar la visión –tras la pantalla- del Accidente. Salir de esta paranoia colectiva como sublime catastrófico sería la misión para una estética del fracaso digna de tenerse en cuenta. Frente a un “arte” epiléptico, enfrascado en las psicofonías porno de no tener nada que ver debido a un hiperexceso de visibilidad, contra un arte cuya sed de acontecimientos le lleva a comprender lo real como un tartamudeo balbuceante de lo obsceno e hiperbanal, solo cabe una estética de la elipsis, una estrategia de bombardeo terrorista, un arte del goce por ese Real que se nos ningunea en nuestras propias narices (o mejor, ojos).

Obviamente preferiríamos no hacerlo, pero si la ideología –en este caso ideología estética- “es el sueño imposible no solo en términos de superación de la imposibilidad, sino en términos de mantener la imposibilidad de modo aceptable”[14], es hora de dar al traste con todo régimen escópico basado en lo imposible –de la visión- y centrarnos en lo que es posible. La dialéctica inversa llega aquí al éxtasis pero la conclusión es más que obvia: nosotros, terroristas de la superficie mediática, hemos de empezar no a no hacer nada, sino a preferir otras cosas, a no hacer justo eso. Hay mucho en juego, muchas cosas no vistas que ver, muchas cosas no deseadas que desear. Operar el camuflaje más perfecto y dinamitar la superficie para hacerla fracasar.




[1] GROYS, G. Revista e-flux, No. 24.  http://artecontempo.blogspot.com.es/2011/04/boris-groys.html
[2] BREA, J. L. “Retóricas de la resistencia”, en Estudios Visuales, nº 7, 2010, http://www.estudiosvisuales.net/revista/pdf/num7/01_brea.pdf
[3] BAUDRILLARD, J. El complot del arte, Amorrortu editores, Buenso Aires, 2006.
[4] ZIZEK, S. El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, 2ª ed., México, 2001.
[5] DEBORD, G. La sociedad del espectáculo,
[6] ZIZEK, El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, 2ª ed., México, 2001.
[7] RANCIÈRE, J. Et tant pis pour les gens fatigués, Éditions Amsterdam, París, 2009.
[8] RANCIÈRE, J. El espectador emancipado, Ellago ediciones, Castellón, 2010.
[9]  VIRILIO, P. La bomba informática, ediciones Cátedra, Madrid, 1999.
[10] BREA, J. L. “Nuevas economías del entretenimiento: el "efecto Tate, en Salonkritik, http://salonkritik.net/09-10/2010/04/nuevas_complejidades_en_las_ec.php
[11] Idem
[12] RANCIÈRE, J. El espectador emancipado, Ellago ediciones, Castellón, 2010.
[13] DELILLO, D, Cosmópolis, Seix Barral, Barcelona, 2012.
[14]  ZIZEK, S. Arriesgar lo imposible, Trotta, Madrid, 2006.

viernes, 15 de marzo de 2013

JORGE PERIANES: ENSAYO GENERAL DE LA BROMA


JORGE PERIANES
GALERÍA MAX ESTRELLA:  hasta 06/04/13

        Nada más filosófico que un tropezón. No solo el tropezón del sabio abstraído en su mundo, sino la más que segura caída de todo el sistema por una falla apenas entrevista. Y es que nuestras coordenadas existenciales hacen plof por todas partes: el pensamiento haciendo eco consigo mismo, una conciencia atrofiada en su trauma original, un otro que tan pronto se resuelve como nuestra salvación caritativa como un infierno de miradas enjuiciadoras, etc.   

El tropezón, la caída, la zancadilla, etc. Si tanta gracia y risa nos causa es porque representa como pocas cosas nuestro existir: una tragedia incomprensible.  La risa debe te­ner una significación social, dice Bergson. Pero al instante continúa diciendo que el que ríe entra en sí mismo y afirma más o menos orgullosamente su yo, considerando al prójimo como un fan­toche, cuyos hilos tiene en su mano. Junto a esta presunción hallaríamos también un poco de egoís­mo, y detrás, algo menos espontáneo y más amargo, cierto pesimismo que se va afirmando a medida que el que ríe razona su risa”.

Es decir, pesimismo y egoísmo para poder soportar una ley social que nos ata en corto. Si la perversión quiere ver el verdadero rostro del padre y al hacerlo, a pesar de ese halo de malditismo ecuménico, lo que se consigue bien a las claras es instaurar el poder totémico del padre, la risa desbarata el poder disciplinario del lazo social –el nomos comunitario- para rebelarnos que el otro, más que un habitante de nuestro infierno, es un mameluco y un tarambana.


Esto que pudiera tener carácter mitológico, se ha resuelto en los últimos tiempos en una verdad imposible de ocultar. Porque la defragmentación social consignada no ya en una sociedad líquida sino incluso gaseosa, impulsa una confabulación con los poderes más mistéricos de lo pueril, lo hiperbanal y lo gracioso. La risa como dispositivo de socialización medial: la anestesia en el late-night de turno, la modorra grácil de la sit-com (ahí donde ni siquiera hemos de reírnos, pues esas risas enlatadas no nos indican el cuándo sino que nos sustituyen), etc. En un mundo hipermedial como este, el vocabulario adquiere un rasgo de bisturí.

Pero no ya solo el televisor, el móvil se ha convertido en el recargador de efectos en tiempo real. Los emoticonos como límite efectivo de una economía de los afectos que circula subterráneamente y, sobre todo, hace de la ubicuidad su razón de ser.

La pregunta por tanto no puede dejar de ser una: ¿a qué tenemos miedo? Por de pronto, si nuestro miedo ha crecido –como de hecho lo ha hecho- las risotadas son más necesarias y, habiendose descubierto la razón cínica como incapaz de ajustarse a las necesidades del ciber-mundo, la paranoia parece hacer rizoma con nuestrab existencia más mundana, ahí donde tanto nos da desnudarnos frente a una web-cam que hacer de nuestro chalecito un bunker acorazado. En definitiva: ¿qué nos hace tanta gracia? Quizá la tragedia que apuntaba Benjamin y que “está ya siempre” aquí es que todo nos cause chiste.

Lo que podemos ver en esta exposición de Joge Pernianes, la primera  en la galería Max Estrella, pudieran parecer gracietas continuistas con la sintomatología global de la puerilidad circundante. Pero en el mundo del arte, ahí donde la sospecha es radical, cualquier parecido no es más que la fachada de un fracaso a perseguir. Y, en este caso, el fracaso que se busca es el del propio chascarrillo de telecomedia.


Pernialns escarba en nuestra predilección al chiste para –como un Freud postmoderno- darnos de nuestra propia medicina y así descubrir lo oculto. Eso que se oculta en la risa bobalicona no es sino el escenario de la tragedia ya acontecida, el saberse sobrepasado por el Accidente. No estar a las puertas de la catástrofe sino haber sido adelantado por ella. De nuevo Benjamin: lo catastrófico ya está aquí y no queremos verlo porque estamos ocupados en nuestras bromas.

La supuesta ambigüedad de Pernianes no es la referida al estatus epistémico de sus piezas, sino al escenario que éstas plantean: ¿es un antes o un después de la tragedia? Y este es su gran acierto. Porque, ¿no es ese nuestro mundo?, ¿no es propio de esta termodinámica entrópica, donde la imagen-capital parece haber acelerado hasta el límite, el no saber si estamos al borde del Accidente –como Virilio se afana en hacernos creer- o si no somos más que los supervivientes de una Modernidad que se nos fue por el desagüe?

A partir de poner en evidencia este dato de nuestro trauma postmoderno las obras de Perianes no hacen más que crecer. Porque en nuestro desierto de lo Real, ahí donde anida una pulsión traumática por el acontecimiento, las piezas aquí mostradas establecen un escenario para el que lo catastrófico no sería una entelequia hipermediática, sino nuestro sino más inmediato pasado o futuro. Es decir, el arte, el trabajo de Pernianes, en ese laboratorio de imágenes en que se ha convertido, ensaya las plausibilidades más que teóricas de que lo peor, sea futuro o pasado, esté a punto de ocurrir.

Quizá deseemos que, al ver estas obras, alguien ponga risas enlatadas, que aparezca el gran Wyoming o el Buenafuente por una puerta oculta. Pero no. Estamos solos, y lo peor es que no nos podemos reír de nadie. Esta es la crueldad de un arte que nos enfrenta con nuestras mentiras, que nos invita a saber que la anestesia burlesca ante el dolor mundano no es más que un mal chiste

miércoles, 13 de marzo de 2013

EL PAPA Y LA SOSPECHA: VER PARA CREER



Llama la atención esto del Sínodo de los Obispos. Llama la atención porque no lo entendemos, porque para nuestra forma de ver las cosas, lo suyo es que te la peguen en la cara, a la vista de todos para que el escarnio sea cosa pública. Digo esto –lo de que no lo entendemos- porque no es que me haya estado leyendo todas las noticias que circulan en relación al nuevo papa, pero es que la cosa está muy malita. Apenas un par de comentarios frívolos y la remisión siempre patética a que la liturgia, y más en este caso, es milenaria y, cómo no, debería ser modificada.

Si le echo chulería para intentar ir un poquito más allá del asunto no es por sapiencia mía, sino por falta de profundidad de los llamados “medios serios”. Y es que la cosa, apenas se le eche algo de teoría crítica, marcha sobre ruedas y sin tener que cifrar todo en una bobalicona lógica quinielística de papables. Porque el que para uno sea una maniática superstición y que para otros sea una decisión del Altísimo, eso, digo, ya lo sabemos todos. Y, tal y como pintan las cosas, maniqueísmos, los menos.

El que el periodismo sea una profesión en decadencia precisamente debido a una lógica líquida donde Realmente –en este desierto de lo real baudrillardiano- nunca pasa nada ya lo sabemos todos, pero lo de la fumata blaugrana de anoche fue ya de traca.

Dejando cuestiones de fe a un lado, lo cierto es que el Cristianismo se ha aupado desde casi su origen con el poder más fabuloso porque su historia es precisamente la de una Revelación, la de constituirse en un “dar a ver”. Su historia es la de una Encarnación de modo que “quien ve al Hijo ve al Padre”. Es decir, si el Cristianismo es lo que es, lo es en gran medida por haber iniciado él solito una nueva economía cultural de las imágenes donde, al contrario de lo que ocurría en el helenismo, la copia no desmerece en modo alguno al origen. Es más, la copia es una mediación para llegar a lo absoluto, al origen.

Si digo esto, que a priori no parece tener nada que ver con el asunto que nos traemos entre manos, es porque de esta nueva economía de la imagen surge un nuevo régimen mediático y una sospecha mediática. Esto de la sospecha no es mío, como muchos habrán podido intuir. Es de Boris Groys, teórico alemán de renombre y que no me dejará mentir –aunque sí fabular un poco- en lo que sigue.
 
 

La sospecha es ese efecto mediático de querer ver qué hay debajo de las imágenes, de las apariencias. Porque si éstas representan una realidad, y si siempre hay un desfase en este intento, ¿qué verdad es a la que tratan de imitar?, ¿porqué no mirar directamente y a los ojos a lo que hay debajo y dejarse de tanta representación y tanta historia?

Siempre que hay imagen hay sospecha. Y, siempre que hay sospecha, hay quien se arroga el prurito de decir cuando es pertinente mirar bajo las apariencias y cuando no. Es decir, imagen y poder van de la mano de modo radical. Porque, en esa nueva economía cultural de las imágenes, en la aceleración transaccional que sufrió la imagen cuando se dio la mano con el modo de producción capitalista que se da en las democrácias liberales occidentales, poder significa, ni más ni menos, capacidad ideológica para moldear las miradas capaces de adentrarse en el interior. Poder es ideologizar el momento de excepción –de sinceridad mediática- de modo sublime para que el propio mirar, incluso comprendido como un efecto de los propios signos que operan en la superficie mediática, pueda ser tildado de “vedadero”.

Es decir, no hay tal mirada al interior de las imágenes, sino solo un efecto ideológico que nos simula una realidad oculta. El arte, como bien puede intuirse, ha cifrado toda su historia en poder domesticar esta mirada. En el límite, el genio romántico y loco era aquel capaz por su sola fuerza de nadar en el límite de la visión para proponer nueva imágenes espectrales.

En definitiva, lo que queremos decir al hilo de estas consideraciones es que el poder por tanto de la Iglesia no es ni mucho el de poseer una Verdad. Su poder emana de saber que no hay verdad sin imagen y que, sobre todo, no hay imagen sin la manipulación correcta de la sospecha mediática.

Ahora bien, la supuesta pérdida de poder de la Iglesia no viene del hecho de habernos confraternizado todos en afirmar que nada hay detrás de esa sospecha que toda fe genera (porque, incluso, ¿qué es la fe sino una creencia en el otro lado de las imágenes?). La pérdida de poder de la Iglesia viene de haberse producido un vuelco en la economía de la sospecha. Dicho vuelco, al ser coetáneo de la Ilustración, muchos lo cifran en un triunfo de la razón. Tamaña milongada, a estas alturas del partido, y cuando dicha razón a sido descubierta como mítica y violenta, no debería confundir a nadie.
 
 

Lo cierto es que si antaño la sinceridad surgía al refutar la sospecha dirigida a toda superficie de diseño, ahora la sinceridad se da al confirmar la sospecha. Así, hoy en día, en la nueva capitalización de la imagen, donde la desjerarquización de las imágenes remite a una fluídica rizomática, aquel que más rápido fluye concita en torno a sí mayor capacidad de sospecha. De este modo la profilaxis del mundo hiperestetizado de hoy en día,  el diseño-global como estrategia del capital, remite –a pesar de su clínica asepsia- en una sospecha total. Visibilidad total igual a sospecha total. En el medio, una confusión entre público y privado que da como resultado una auto-gestión de la propia imagen donde cuanto mayor sea el efecto de visibilidad alcanzado, más lejos –pues la sospecha será radical- se llegará  

La Iglesia entonces, apalancada en la vieja economía de la imagen, sigue las directrices de una ideología caduca que trata de ocultar el propio régimen escópico por Ella dispuesto. Dicho con otras palabras, ahora, cuando el poder se afana en proponernos que todo se puede ver, la Iglesia se escleorotiza en agarrarse a una lógica del poder ya del todo periclitada: yo te diré lo que puedes ver y lo que no.  

Pero, como todo en esta sociedad espectacularizada, ahora que cada crítica apunta a su inversión, decir que este es el mal de la Iglesia, decir que cuando se darán cuenta que así no pueden seguir, es no comprender nada. Porque, ¿no es justo ahora –ahora que, repetimos, desde Debord, todo remite a su inversión ideológica- que toda lógica de resistencia ha de venir dada por crear disrupciones en al panavisión global? El proponer momentos de excepción en la lógica de la cibervisión panóptica, hacer de la sospecha un arma de doble filo con el que decir al capital que no todo ha devenido superficie mediática para su usufructo, se ha convertido en una liturgia anti-sistémica capaz de, por un instante, devolver el aura mítica al mundo.

Quizá la Iglesia peque de muchas cosas, quizá es tal el poder del espectáculo que aún momentos de ceguera escópica como estos convierten en más poderoso al acontecimiento en sí. Sí, quizá. Pero aconsejar que deje sus viejas costumbres precisamente ahora que tienen algún potencial descentrador para ese Gran Hermano global es –y ahí sí que aciertan los popes de la rancia mediología- matar a la Iglesia. Porque, de una vez por todas, una Iglesia cuyo espectro de lo visible venga dado por las lógicas del capital, habrá renunciado a su tesoro más importante: “ver” y creer.

jueves, 7 de marzo de 2013

KARMELO BERMEJO: DIALÉCTICA DEL FRACASO


KARMELO BERMEJO: .
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: hasta 27/03/13
 
(texto publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=425)

 
“Tú no estás en contra de los ricos. Nadie está en contra de los ricos. A todo el mundo le faltan diez segundos para hacerse rico -al menos, eso piensa todo el mundo”.

“Toda la riqueza ha pasado a ser riqueza por y para sí. No existe otra clase de riqueza si de veras es inmensa. El dinero ha perdido sus cualidades narrativas, tal como le sucediera a la pintura hace ya tiempo. El dinero solo habla para sí mismo”.

                                                                                                                                  Don DeLillo, Cosmópolis

           Hasta el 27 de marzo puede verse en la Galería Maisterravalbuena de Madrid los nuevos trabajos de Karmelo Bermejo. Polemista nato, si hasta ahora su producción urdía tramas para poner al descubierto la ideología de base que funciona en el arte contemporáneo, ahora su mirada se dirige hacia los flujos monetarios y financieros, verdadera pulsión oculta de nuestra contemporaneidad.

Frente a tomas de posición que evidencian un simplismo nato a la hora de dar por hecho como funciona el dinero, Bermejo escenifica una tramoya tan fantasmagórica que acierta de lleno. No posicionarse de antemano, no saberse el garante de los últimos ejercicios de resistencia; tampoco hacer del arte un ámbito de producción separado. De lo que se trata es de subvertir los ciclos de producción, de revelar la improductividad que está en la génesis del capitalismo, de evidenciar el fracaso como garantía de éxito. 

Curiosamente, esa dialéctica del fracaso que está en el núcleo del capitalismo –pues solo avanza conquistando ámbitos arrasados por su maniquea ideología- coincide con una práctica artística que sabe leer perfectamente los nuevos tiempos: no hay estrategia válida para dar la batalla al capital. La única lógica es que, sabedores de que el arte acabará siempre fracasando, hacer que dicho fracaso no le valga al capital. Difícil doble pirueta pero cuya única salida es evidenciar el doble fracaso de ambos: del arte y del capital. ¿Será ese “.” con el que Bermejo da título a la exposición el nudo borromeo de una práctica artística que sabe que su nuevo emplazamiento es una indecibilidad donde el deseo, el objeto a, ha de fracasar para, de alguna manera, seguir alentando la posibilidad?


Si hay algo que urge dejar atrás en los debates que concita actualmente el mundo del arte es esa idea peregrina y flemática del artista puro y consagrado, en su soledad genial, a elevar imágenes capaces de cambiar el rumbo entero de una civilización. Porque nada hay ni ha habido más contrario al arte que esa idea adocenada en la soflama mítica que un arte todopoderoso y capaz por sí solo de, con un brochazo, triunfar sobre el pavoroso y dogmático mundo nuestro de cada día.


Lo digo porque son muchos los críticos que, con una falta de enjundia rayando en la impotencia discursiva, tildan de necedad a toda práctica artística que traiga para sí y utilice los poderes que, al mismo tiempo, se tratan ulteriormente de desocultar. Lo digo, también, porque hay quien se rasga las vestiduras y tilda de –como poco- paradójicos trabajos que requieran para su formulación de las mismas fuerzas del capital que, se supone, tratan de desactivar.

La posición no puede ser más dogmática al tiempo que conjugada a través de todos los mitos que han venido fraguándose en la reciente historia del arte, al menos desde que ésta dejó la puerta abierta a la filosofía para convertirse en estética. Y es que nada ha hecho más daño al arte que esa pulsión dialéctica de quedar referido, según la estética idealista, siempre a dos polos: los referidos a su autonomía como ámbito privado, y la necesidad de, de alguna manera, caer en los mundos de la vida para lograr algún modo de utópica redención.

Así, entre el fracaso más pavoroso y la más inocente de las victorias, el arte ha ido escribiendo su propia acta de defunción para quedar, desde Hegel –el primero en ver esta antinomia fundacional-, como cosa del pasado. Porque, sin saber si mancharse mucho o poco las manos de “realidad”, el arte ha periclitado su ascendencia para quedar reducido a una serie de soflamas panfletarias que, en el mejor de los casos, le adecentan para dejar un bonito cadáver.

Lo sentimos por aquello que todavía hacen de tripas corazón para cantar las bondades del arte. Pero, culpabilidades, a estas alturas del partido, las menos. Un arte que tiene siempre las de perder, que camufla sus derrotas en monumentos a la más esperanzadora de las victorias, ha fenecido. O, en su mantenerse al margen, triunfa momentáneamente para de improviso salir derrotado en la verborrea del citacionismo replicante; o, en su enfangarse con las tragedias de este mundo y querer cargar con su cruz, sale con el rabo entre las piernas al ser incapaz de proponerse como mínimamente capaz de resistencia.

Pero no se trata de enmendarle la plana a ningún ideólogo, no se trata de colegir de inmediato nuevas posibilidades utópicas, no se trata de inundar la vida con el arte ni –viceversa- servir de motor a una sociedad ampliamente despolitizada. Se trata de darse cuenta de que ese no pringarse las manos o, al contrario, manchárselas demasiado, es una pamema que, durante dos siglos nos ha tenido ocupados bajo la égida de alguna salida triunfante. Pero ahora, cuando se ha convenido en que no hay salida alguna, suscitar el simulacro de que la salida es, además, la adecuada es un embeleso que, dicho con pocas palabras, ya no cuela.
 
 

Pero es que éxito y derrota no son más que condicionantes traídos por los pelos del propio sistema-mundo para mantener a  buen recaudo a cuantas propuestas de emancipación pudieran colegirse. Salir de esta dialéctica es lo más urgente, y, para ello, la batalla ha de jugarse en el mismo terreno de juego que el enemigo.

A este respecto, Rancière concluye quizá su teoría general de la estética alertando de lo mismo: salir de soluciones de emancipación que otorgan posiciones dadas de antemano, entre el que sabe y el que no-sabe, entre el espectador y el espectáculo: “si algún tipo de pensamiento crítico es necesario hoy en día, es, en mi opinión –dice el francés-, el pensamiento que se sale del circuito de ‘ignorancia’ y ‘culpabilidad’”. Es decir, un arte verdaderamente crítico debe de renunciar a cualquier lógica dialéctica ya que ésta ha sido ampliamente ganada para el mundo del espectáculo y el capital.

Boris Groys quizá es aún más contundente: “los éxitos y el fracaso son precisamente los que definen al mundo en su totalidad. De modo que si cambiamos –o incluso mejor, si abolimos- esos criterios, efectivamente cambiamos al mundo en su totalidad y, como he tratando de demostrar, el arte puede hacerlo. Y de hecho ya lo está haciendo”. Y si la alteridad maniquea del éxito/fracaso llena el espectro de lo posible de la bien cultivada sociedad capitalista, quizá Adorno sea aquí pertinente para cerrar filas: “lo total es falso y no hay vida verdadera en lo falso”.

En definitiva, situase frente al capital no es mantenerse asépticamente limpio, no es cuidarse muy mucho de ensuciarse las manos y enseñar al resto del mundo –a esos “ignorantes” espectadores- las vilezas del sistema; situarse frente al capital es saber que toda lógica dialéctica debe ser subvertida, es lograr que el “non olet” del dinero repela a putrefacción. Para ello ya no valen posiciones clínicas, no vale solo señalar ni tan siquiera mostrar. Para ello tiene uno que caerse con todo el equipo, tiene que hacer ostensible su propio fracaso, su insignificancia dentro del propio sistema del capital-mercancía.

Me extiendo en estas consideraciones porque el trabajo de Karmelo Bermejo –y de otros artistas que utilizan tales estrategias al haberse dado cuenda del cambio de ciclo en el arte- es negado con un simple y vano gesto displicente de la mano debido a que, oh cielos, utiliza los mismos resortes que el capital para afianzar su poder. Aducir razones para dar réplica a esa onda expansiva que trata de desprestigiar con la sandez de usar las lógicas del capital es, pensamos, de vital importancia y, por de pronto, un síntoma de buena salud.
 
 

La obra y el proceder de Bermejo es ayudar a este cambio de percepción y alentar a que el fracaso se haga visible. Dicha revelación solo puede ser concitada si, en un movimiento parejo, se integra la posibilidad del fracaso en el régimen del arte. Es decir, su método no va encaminado a suscitar triunfo alguno para el arte sino, más inteligente aún, hacer visible el fracaso del progreso y, cómo no, del propio arte.

En el verano pasado, cuando Bankia fue intervenido, sus acciones llegaron a perder hasta el 90% de su valor. Pero este primer fracaso –del capital- no es tal, es solo un espejismo macroscópico ya que, en este contexto, las acciones sufren de una extrema volatilidad generada por los Hedge Funds de la City londinenese. Así, lo que pueden ser pérdidas millonarias, se convierten, en el uso magistral de los heptosegundos y nanosegundos, en ganancias a corto plazo.

Lo que hace Bermejo es tramar una caza: se inserta entonces en esta dialéctica del simulacro tardocapitalista para desvelar que, más que polos antagonistas, el éxito y el fracaso redundan en el juego de la seducción con el que el propio signo-mercancía mercadea. Utilizando toda la financiación otorgada por el Banco Santander para la realización de una obra de arte, Bermejo tradea la acción durante varios días consiguiendo beneficios. Dicha plusvalía, en un movimiento pendular al anterior, va ahora del éxito en los mercados a la inutilidad: las plusvalías generadas se destinan a la adquisición de las 126 plazas de un vuelo regular que partía el viernes 24 de Agosto a las 23:30 de Barcelona, con destino Túnez, para que hiciese un recorrido vacío, sin pasajero, inútil por sí mismo, un mero gasto de mano de obra y gasolina para “no hacer nada”.

No existe denuncia, ni hay representación alguna. Ni siquiera imágenes de la desolación y la injustica que se supone el capitalismo provoca. Es todo más sutil y, por ello, más difícil de cifrar la potencialidad de su éxito y de su fracaso. Casi diríase que lo que nos quiere decir el artista es que el futuro siempre fracasa, que no hay posibilidad alguna, ni para el mundo del capital ni para el arte. Es en ese “no hacer nada” donde nos lo jugamos todo y, artistas tan capaces con Bermejo, parecen darse cuenta. Es ahí donde todo queda en suspense porque, como Bartleby, preferiríamos no hacer nada: sabedores de que no hay éxito ni fracaso que no se necesiten el uno al otro, la improductividad parece ser nuestra mejor toma de posición frente al mundo administrado del capital. Mejor no hacer nada que intentar triunfar una vez más, mejor dejar las cosas como están que intentar enmendarlas, mejor un artista tonto que un artista malo.

Porque, hemos de saberlo, el capitalismo se retroalimenta de los fracasos, de los ámbitos conquistados al desaire que supone una intentona más. Nada más estúpido que, en tiempos de crisis como ahora, decir que el capitalismo está pasando una mala racha: quien pasa una mala racha somos nosotros, irredentos jugadores que no nos cansamos de jugar siempre otra partida. El dinero, en la era de su maquínica pulsión, vale por sí mismo, genera tiempo e información según necesidad. El dinero sique produciendo, solo que a más velocidad, ese mismo señuelo antagónico que reparte sueños al por mayor: hacerse rico, como dice la cita de Don deLillo, en cuestión de segundos. Salir, repetimos, de esa no-narración que proporciona el dinero y a la cual estamos sometidos es la labor de un arte crítico que sabe que desatar otra temporalidad fugitiva no tiene que ver ni con  la protesta espectacular ni con  el mantenerse al margen. 


La mejor metáfora del tiempo de la contemporaneidad sigue siendo la del “Angelus Novus” de Benjamin: no ya reactualizar las potencialidades fracasadas en el presente con la esperanza del pasado, sino saber que, por mucha que sea la derrota, por muy calamitoso que sea el fracaso, nunca será total. Siempre dejará ruinas a su paso, rastros, vestigios. El éxito total es imposible pero también lo es el fracaso total. Es en esa zona de indeterminación e indecibilidad donde el arte ha de operar y donde Bermejo sitúa el grueso de su producción, donde acontece ese vuelo sin tripulantes fantasmagórico y simulacionista por sí mismo.

Para acabar, y como colofón, un chiste: si un economista es alguien que se esfuerza, con los datos del futuro, analizar el pasado y casi siempre fracasa, un artista es alguien que, con los datos del pasado, intenta analizar el futuro… y casi siempre –afortunadamente- fracasa.

Que sigamos fracasando porque esa será señal de que, al menos, le seguimos la pista al capital, que no nos hemos dejado engañar por esas pantomimas idealistas en las que hemos estado enfrascado durante más de dos siglos.

lunes, 4 de marzo de 2013

PURO TEATRO: LA CATÁSTROFE DE UN MUNDO COMO (Y SIN) ILUSIÓN



Publicado en El Bombín Cuadrado #12, PURO TEATRO: http://www.elbombincuadrado.com/revistas.html

 La manida frase aquella de que la vida es puro teatro ha devenido, con el correr de los siglos, una perversa realidad no soñada ni siquiera por el Segismundo de Calderón en la peor de sus pesadillas. Porque la realidad se ha evaporado de tal manera que solo queda el espectro fantasmal de las ficciones como dispositivos de generación y materialización. Y es que, aludiendo a Marx, todo, lo más sólido -Lehman Brothers, las aseguradoras, bancos, etc-, se ha desvanecido en el aire.

Si la vida es teatro no es porque remita siempre a un doble, a un espejismo donde queda reflejado una mitad siempre ausente y renuente a comparecer puntual a su cita con la historia. Si la vida es teatro es porque ha sido adelgazada de tal manera en sus primados que solo fluye según una dinámica ficcional para la cual ya no hay régimen causal alguno: solo desconexiones fluctuantes, rizomas espasmódicos, puntos nodales sobrecargados.

No es ya solo que la realidad construya la ficción, sino que la ficción se he instalado como única estrategia para llenar la realidad de contenido. La proliferación de los reality-show alude a esa necesidad de realidad –casi agónica pulsión- que vivimos. La ficción no se camufla y se disfraza de realidad, sino que la realidad misma necesita y queda incardinada en las relaciones gestadas por la ficción. Como dijo Baudrillard, “lo real no desaparece en la ilusión, es la ilusión la que desaparece en la realidad integral”: es decir, en el desierto de lo real, la ilusión se erige como único generador de realidad.
 
 

Así por tanto, en nuestras manos, el teatro deviene hiperreal: no se imita la realidad, sino que la realidad es la misma reproducción del modelo. Es una duplicación que tiene como consecuencia el exterminio de la realidad. Porque en la inmanencia de una copia que se constituye como “más real que lo real”, no pueden quedar testigos.

Y este proceso, en el fondo, tiene un nombre: es el paso del teatro al espectáculo. Si el primero mantenía una distancia frente al espectador, si éste era pasivo frente a la representación que tenía lugar enfrente de él, el segundo niega esa distancia y la reduce a cero. Así, se introduce dentro de las redes de producción de sentido y significado según una perversa maniobra de desaparición de la realidad: máxima teatralidad y optimización de los efectos; el pliegue de representación implosiona retrotrayéndose sobre sí mismo por una identidad de la copia y la realidad; la hiperbarroquización postmoderna alude a este momento de identidad máxima de contrarios: causa y efecto, imagen y realidad, copia y original, ser y aparecer, privacidad y publicidad.

Es el grado Xerox de la cultura que pronosticó Baudrillard: la realidad como gigantesca empresa de reproducción museográfica de la realidad, de inventario estético, de resimulación y reproducción estética de todas las formas que nos rodean. Porque es la imagen, la infinita reproductibilidad de la imagen, la que ha conseguido el giro copernicano definitivo para instaurar el reino del espectáculo. Así, como dejó dicho Débord, “el espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre personas mediatizadas por las imágenes”.

Y lo cierto es que estuvimos a punto de parar el teatral esperpento elevado a la enésima potencia: ya desde hace tiempo nos percatamos de que la distancia era la solución para seguir operando con mínima solvencia. Pero entre la necesidad de tomar distancia y la también necesidad de implicar al espectador de modo activo en la realidad circundante, la confusión hizo que el capital tomase la delantera para imponer sus normas. Ni el distanciamiento de Brecht ni la supresión de la distancia para zambullirnos en la crueldad de Artaud tuvieron capacidad alguna frente al reino de la simulación y la seducción.
 
 

 Y en el fondo, aún en este teatro global del espectáculo, la distancia es cero porque, implacablemente, es también infinita: la seducción última, el reino omnipotente de la obscenidad, es que estamos todos esperando frente a nuestras pantallas la última imagen, la imagen que lo arrasará todo, la que logrará desvelar por completo lo Real.

Si cabe tildar de teatro a este epítome llamado espectáculo es porque la escenificación de este Accidente esperado a cada instante –el crack de las imágenes teorizado por Virilio- nos sitúa como privilegiados voyeures frente a nuestra propia parálisis. Porque la catástrofe no es lo por venir, no es lo que sucedió y de lo que hay que guardar memoria: la catástrofe es, como dijo Benjamin, que esto siga siendo así.

¿Hay mayor espectáculo que la teatralidad de la misma deserción, de la tragedia devenida divertimento de masas? En el live global de un tiempo omnipotente, la única esperanza que guardamos es la del cortocircuito, nuestro único futuro el descarrilamiento del sistema, nuestra única utopía la de la desaparición. Porque justo cuando lo vemos todo es cuando no hay nada que ver; justo cuando todo lo podemos vivir es cuando no hay nada por lo que vivir: solo sentarnos enfrente de la pantalla global y gozar de nuestros síntomas, del terror alucinógeno de este teatro espectroscópico del que formamos parte.

Así pues, a gozar, a reírnos esta misma noche con el showman del late-night de turno que elijamos de nuestra parrilla de TV. Porque nuestra teatralidad genera tanta ansiedad que necesitamos nuestro chute de sedación diaria, la convicción plena de que no hay nada que profundizar, nada que conocer porque, a fin de cuentas, hoy como ayer, nada ha sucedido.